Ese extremo ha sido reconocido por historiadores de las ciencias como Thomas Kuhn o por filósofos como Whitehead o Schaeffer. Al respecto, los datos son de una contundencia y relevancia enormes.
Como sucedió con el capitalismo, el origen de la revolución científica tuvo lugar en la Edad Media y en la Europa que quedaría en el s. XVI en el terreno de la Contrarreforma. Al respecto, los avances técnicos logrados por italianos, portugueses y españoles durante las últimas décadas del s. XV y el inicio del s. XVI resultaron verdaderamente prodigiosos y, en un sentido muy literal, abrieron el camino hacia nuevos mundos. Se trataba en no escasa medida del fruto de una institución que sólo se dio en el contexto de la cultura cristiana y que estaba ausente de otras. Me refiero, claro está, a la universidad. La primera apareció en la España que combatía al Islam y fue seguida con bastante rapidez por Inglaterra, Francia e Italia. Con todo –insisto en el paralelo con el desarrollo del capitalismo– la Reforma implicó un salto cualitativo de enorme relevancia.
Aquellas naciones que se situaron en el ámbito del protestantismo –por regla general, más atrasadas e incluso con muchos menos medios– lograron dar un salto técnico que procedía de manera directa del regreso a la Biblia, mientras que las naciones católicas, a pesar de ser más ricas y poderosas, comenzaron a quedar rezagadas.
No deja de ser significativo que en plena hegemonía española, los temas pictóricos discurran por el mundo de los santos y los reyes con algunas concesiones –ciertamente, geniales– al mundo popular de vagabundos y borrachos. Si, por el contrario, uno observa la pintura de un autor tan medularmente protestante como Rembrandt lo que encuentra es una cosmovisión muy diferente. No se trata sólo de que en el área de la temática espiritual, la Biblia haya sustituido a las vidas de santos. Además, Rembrandt retrata el avance científico de La lección de anatomía o recoge el capitalismo de La ronda de los pañeros. La pequeña, protestante, capitalista y liberal Holanda ha comenzado un despegue a pesar de no contar con riquezas naturales, de la presión de la potencia española y de contar con un medio geográfico hostil. Son éstas circunstancias que deberían recordar los nacionales de algunos países que sólo saben atribuir la causa de sus desdichas a la cercanía de los Estados Unidos.
En ese sentido, la ciencia se convirtió en casi un monopolio protestante durante los tres siguientes siglos y no deja de ser significativo que esos científicos eran, a la vez, piadosos creyentes desmintiendo el interesado mito izquierdista de que la ciencia es incompatible con la fe. Los ejemplos al respecto resultan innumerables. La química moderna se debería a
Robert Boyle (1627-1691), el avance en la catalogación de la flora y la fauna a
John Ray (1627-1705), el descubrimiento de las bacterias a
Antonie van Leeuwenhoek (1632-1723), la taxonomía a
Carolus Linnaeus (1707-1778) – hijo de un pastor protestante -, las matemáticas avanzaron con
Leonhard Euler (1707-1783) y
George Boole (1815-1864), la moderna teoría atómica surgió con
John Dalton (1766-1844), la investigación eléctrica se disparó con
Michael Faraday (1791-1867), la física de la termodinámica se la debemos a
William Thomson (1824-1907) igual que la física moderna es incomprensible sin
James Clark Maxwell (1831-1879). Todo ello por no hablar del mayor genio científico de todos los tiempos, el inglés
Isaac Newton que además de sus obras científicas escribió tratados de teología y de interpretación de las Escrituras.
Ciertamente, en el mundo católico existían las bases y el capital humano para un desarrollo similar, pero el rechazo de la Reforma abortó un proceso semejante. Al respecto, los ejemplos no dejan de ser notables.
Galileo fue juzgado por la inquisición,
Pascal fue considerado un hereje por sus posiciones sobre la gracia muy cercanas al calvinismo y
Athanasius Kircher -un jesuita genial- se vio obligado a ocultar muchos de sus puntos de vista y conclusiones por temor a la acción de la Inquisición.
Sin duda, España o Italia podrían haber avanzado científicamente más que Holanda, Alemania o Inglaterra. Partían de mejor posición económica, geográfica e histórica y contaban con generaciones de extraordinarios eruditos, pero su repulsa de la Reforma las descolgó del tren del progreso, tren, dicho sea de paso, que casi nada tiene que ver con los que se autodenominan progresistas. Desde luego, no deja de ser revelador que las dos primeras utopía socialistas de la Edad Moderna – la Utopía de Tomás Moro y La ciudad del sol de Campanella – fueran escritas por autores católicos. El primero fue un antiguo inquisidor que torturó y envió a la estaca a varios protestantes; el segundo, un monje. En buena medida, parecían ambos presagiar una de las grandes desgracias del mundo mediterráneo, la de una división en dos alternativas: el Antiguo –y atrasado– Régimen o la utopía socialista.
De manera ciertamente trágica, las grandes potencias de finales de la Edad Media e inicios de la Edad Moderna, perdieron la conexión con motores de avance tan extraordinarios como la democracia, la revolución científica y el capitalismo. Nunca han llegado a realizarla después de manera completa y exenta de fragilidad y, lamentablemente, han preferido, siglo tras siglo, culpar de sus males más a la perfidia de sus vecinos norteños que examinar donde se habían equivocado e incluso optar por vías muertas que repudiaban con ignorante desprecio el protestantismo, la democracia, la investigación científica y, por supuesto, el capitalismo. Así nos va.
Y ahora debo comunicar a mis lectores que, a mi juicio, catorce horas –como mínimo– de trabajo diario durante esta temporada se merecen ya un descanso. Me lo tomo desde hoy. Continuaré con estos mitos sobre el protestantismo, Dios mediante, al regreso del verano.
Continuará: El protestantismo y la revolución científica (II)
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