Fue
George Washington, protestante convencido que dispuso que en su losa funeraria se reprodujera Juan 11, 25-6, el que afirmó que “la verdadera religión proporciona al gobierno su más seguro apoyo”. De manera comprensible, también prohibió la blasfemia en las filas del ejército americano; dedicó tiempo a la oración y se manifestó una y otra vez como un creyente que asistía regularmente a la iglesia.
Su caso no fue el único.
Samuel Adams, uno de los principales provocadores del movimiento de independencia con sus The Rights of Colonists as Subjects (1772) no sólo vio con claridad que el poder tenía que estar dividido y separado a causa de la Caída sino que además indicó que los derechos de los americanos “pueden ser mejor entendidos leyendo y estudiando cuidadosamente las instituciones del Gran Legislador y la Cabeza de la Iglesia cristiana, que se encuentran claramente escritas y promulgadas en el Nuevo Testamento”.
Patrick Henry –que en una carta a su hija escrita en 1796 enfatizó que la religión era mucho más importante que la política– afirmó categóricamente: “los hombres malos no pueden ser buenos ciudadanos. Es imposible que una nación de infieles o idólatras sea una nación de hombres libres”. Se trataba de una reacción lógica porque diez años antes, consolándola por la muerte de su marido, le había escrito: “Ojalá nos encontremos en el Cielo, al cual los méritos de Jesús llevarán a aquellos que Lo aman y sirven”.
El mismo
Jefferson –que sería lo más cercano a un deísta entre los Padres fundadores– insistió en negar esa circunstancia una y otra vez y en señalar que su guía era Cristo aunque, subrayando al mismo tiempo, que no podía aceptar todo lo que decían los clérigos.
No puede extrañar que desde septiembre de 1774, el congreso abriera todas sus reuniones con oración y así se mantuviera hasta el final de su trabajo ni tampoco que la Declaración de independencia de los Estados Unidos mencionara a Dios cuatro veces para señalarle como fuente de los derechos de los ciudadanos y para solicitar Su ayuda para mantener la rectitud de intenciones. Tampoco llama la atención que una de las primeras preocupaciones del congreso fuera que se imprimieran biblias para los ciudadanos de la nueva nación ni puede sorprender que
James Madison, principal redactor del Bill of Rights introdujera el 31 de octubre de 1785 en la legislatura de Virginia una ley “para designar días de ayuno público y acción de gracias” y que la práctica – ya nacida durante la guerra civil a impulso de Washington – haya permanecido hasta el día de hoy.
Alexis de Tocqueville, el erudito liberal que estudió la democracia como pocos, pudo escribir de los Estados Unidos: “el modelo bíblico de “una ciudad en la colina” era el objetivo relevante de la accion política. Los predicadores puritanos pidieron el establecimiento de una “Santa comunidad” gobernada según los modelos derivados de los principios cristianos de moralidad y justicia”.
Todavía en 1931, el juez
George Sutherland del Tribunal supremo señalaba que los americanos son “un pueblo cristiano” y en 1952, el también juez del Tribunal supremo William O. Douglas, a pesar de su inclinación izquierdista, afirmaba: “Somos un pueblo religioso y nuestras instituciones presuponen un Ser supremo”.
De manera bien reveladora, en las naciones protestantes donde surgió la democracia contemporánea, se consolidó, con las limitaciones y los matices que se desee, a diferencia de lo que sucedía en otras partes del mundo. De entrada, la visión de la democracia como división de poderes nunca encajó del todo en las naciones de tradición católica pervirtiendo así un elemento esencial para su existencia. Por añadidura, en no pocas ocasiones, la lucha por las libertades acabó reduciéndose a un enfrentamiento feroz entre un deseo de la iglesia católica de mantener privilegios frente al empuje de la masonería que la veía como a una rival peligrosa, pero que tampoco aspiraba a la democracia sino a un gobierno en la sombra con ropajes democráticos. El resultado de ese trasfondo fue lo mismo el Terror de la Revolución francesa que desembocó en la dictadura de Napoleón que el proceso independentista de Hispanoamérica dirigido por una Logia masónica – la Logia Lautaro – a la que pertenecieron Bolívar o San Martín entre otros y en cuyas constituciones se indicaba taxativamente que no habría democracia tras la desaparición del poder colonial español sino un gobierno en la sombra sostenido, entre otras circunstancias, por un control de los medios de comunicación. Entre esas concepciones y el espíritu de los puritanos media un abismo y no debería sorprendernos que los resultados hayan sido tan distintos.
Ciertamente, la iglesia católica se sumó tras la Segunda guerra mundial a la causa de la democracia en no pocos países –contra lo que algunos han afirmado, su papel sí fue muy relevante en la proclamación de la democracia en España tras la muerte de Franco- pero el efecto de su visión durante siglos persiste en naciones que han sido incapaces de crear democracias consolidadas y que, por añadidura, al retroceder el sentimiento religioso se volvieron y se vuelven hacia modelos socialistas simplemente porque el socialismo es, en no escasa medida, una reproducción -sin Dios, eso sí- del esquema psicológico de la iglesia católica. Como ella, ha tenido -y tiene– la convicción de ser la única verdad, el desprecio hacia los que no comparten sus puntos de vista por dañinos que puedan resultar, el énfasis en ofrecer un cuidado maternal a aquellos que se someten sumisamente a sus planteamientos y un largo etcétera que no ha excluido ni siquiera unas inquisiciones que han sido mucho peores que el Santo oficio en lo que a métodos y penas se refiere. Que esa visión haya revestido tintes nacionalistas o internacionalistas no cambia, lamentablemente, la realidad de la situación.
Precisamente por ello,
no es casualidad que los PIGS de la Unión europea sean naciones católicas (con la excepción de la ortodoxa Grecia) o que las democracias del sur de Europa o las situadas al sur del río Grande resulten de tan escasa calidad. En ellas, el concepto de división de poderes ha quedado desdibujado cuando no abolido de manera semejante a como no existe en la iglesia católica; los políticos no responden ante sus electores sino ante la jerarquía de sus partidos igual que los párrocos respondían no ante los fieles sino ante sus obispos; el nepotismo es habitual y parece lógico cuando el término se acuñó para definir a los papas que colocaban a sus sobrinos en la Santa Sede… ¡hasta el siglo XIX!; los votos se deciden de manera desequilibrada por la sopa boba entrega por políticos demagogos no tan distinta de la que antaño daban los conventos; la ley no es respetada porque se cree en una legitimidad superior, algo que tiene también sus antecedentes canónicos y, por añadidura, existe una clara preferencia por visiones políticas cerradas, sectarias y reductibles a unos cuantos lemas de fácil asimilación a semejanza del contenido de algunos catecismos. Como me señaló José Grau hace más de treinta años, era digno de reflexión que los sacerdotes que se dedicaban a la política en España no acabaran nunca en posiciones templadas sino en la izquierda y cuanto más extrema, mejor.
Por supuesto, resulta obvio que se puede buscar la culpa de los destinos aciagos de naciones como España o México o Argentina a razones exteriores, pero no cabe engañarse: el pecado está en nosotros mismos y en nuestros pueblos y mientras no se produzca un reconocimiento de culpa, una petición de perdón y un cambio de rumbo siempre fracasaremos por más que, efímeramente, pueda parecer que salimos de ciertas desgracias seculares. A fin de cuentas, no son las instituciones las que forman a las naciones sino los pueblos los que dan forma a su futuro.
No puede sorprender que partiendo de esa cosmovisión, haya millones de personas que siempre han sentido un aborrecimiento visceral por los Estados Unidos. A fin de cuentas, mientras al sur del río Grande –o de los Pirineos- los caudillos se sucedían defendiendo a la iglesia católica o a las logias masónicas y se dilapidaba el caudal nacional en mecanismos de corrupción indecible; al norte, los políticos eran responsables ante sus electores; el espíritu liberal impulsaba el desarrollo económico de la nación –una nación que a mediados del s. XIX estaba situada detrás de Argentina o Chile- y no se produjo jamás una dictadura ni siquiera cuando la nación se vio desgarrada por una terrible guerra civil.
¡Qué insoportables eran –siguen siendo– aquellos puritanos partidarios de la democracia y de la iniciativa privada, defensores de la libertad individual y de la propiedad privada y enemigos del estatalismo! ¡Qué odiosos, sobre todo, porque sus principios políticos arrancaban de la Biblia y no del Vaticano o de Marx! ¡Qué repugnantes, sobre todo, porque demostraban – demuestran - que determinados principios derivados de las Escrituras traen bendición a los pueblos mientras que otros sólo acarrean miseria! Pero ése es otro tema al que me referiré, siquiera de pasada, al hablar de la revolución científica.
Continuará: el protestantismo y la revolución científica.
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