Ciertamente, en el pasado, algunos autores católicos se empeñaban en identificar a la mujer de la que habla Apocalipsis 12, 1-6, 14, 17 con María e indicar que en ese pasaje se hallaba una referencia a la asunción, pero esa interpretación no es sostenida por ningún intérprete serio en la actualidad. Como ha señalado el padre J. M. Carda Pitarch (El misterio de María, Madrid, 1986, p. 111), “este texto se refiere, sin duda alguna, a la Iglesia”. Por si fuera poco claro en su afirmación el padre J. M. Carda Pitarch en la misma obra (p. 113) remata que la doctrina de la Asunción “no consta expresa y claramente en la Escritura”. Tiene toda la razón el sacerdote al afirmarlo. Es más, ningún católico con una mínima formación teológica lo discutiría.
Sin embargo, no se trata sólo de la ausencia de un testimonio bíblico sobre la creencia en la Asunción de María. Por añadidura, la fe en esa doctrina estuvo ausente del cristianismo durante siglos y es lógico que así fuera porque pasajes como I Corintios 15, 23 señalan que no se producirá ascenso a los cielos de ningún creyente – por supuesto, Pablo no hace excepción alguna con María – hasta la Segunda Venida de Cristo.
De hecho, la creencia en la Asunción de María se originó tardíamente y, por añadidura, en obras situadas en círculos heréticos, más concretamente, en el evangelio apócrifo de Juan y en el libro denominado Tránsito de María o Dormición de la santísima Madre de Dios. La primera de las obras no fue escrita antes del final del s. IV y, más posiblemente, se redactó hacia los años 550-80 d. de C., y la segunda apareció en los ss. IV-V. Junto a estas obras, algunos autores mencionan un texto de inicios del s. III, que se publicó durante el s. XIX y que, muy posiblemente, fue la primera parte de los Hechos apócrifos de Juan debidos a Leucio. Ese texto es la primera redacción que ha llegado hasta nosotros de la Dormitio Mariae. El principal problema de esta fuente es que Leucio era un hereje ya que negaba la Deidad de Cristo.
El pasaje en cuestión relata cómo cuando María se halla cerca de su muerte, el Gran Ángel, convertido gracias a su virtud en Cristo e Hijo de Dios, le revela el libro de los misterios. De regreso a su casa, María realiza las abluciones rituales para purificar su cuerpo y vestiduras, recitando luego una oración para verse libre de la asechanza de las potencias diabólicas durante su tránsito por la escala cósmica. A continuación, van llegando los apóstoles desde diversas partes del mundo lo que va seguido por discursos dedicados a los temas más diversos. Finalmente, María inicia una disertación sobre las “dos vías” en la que sostiene que, al tener lugar la muerte, se produce una lucha entre los ángeles para apoderarse del cuerpo del difunto y que el resultado de ese enfrentamiento depende de su vida previa.
Cuando tiene lugar la muerte de María, protegida su alma por Jesús y Miguel, Pedro y los otros apóstoles se llevan el cadáver de María al Cedrón donde es sepultado en un sepulcro nuevo. Allí permanecen los apóstoles tres días y entonces tiene lugar la llegada de Pablo al sepulcro y pretende ser iniciado en los misterios revelados a los apóstoles en el monte de los Olivos. Pedro se opone rotundamente a la pretensión de Pablo.
Con posterioridad, Cristo, Miguel y Gabriel trasladan en un carro-merkabah el cuerpo de María al paraíso, realizando ésta un viaje celestial que le permite observar las penas de los réprobos y las bendiciones de los salvados, regresando finalmente los apóstoles a los lugares de donde vinieron.
Ciertamente, resulta obvio que el relato presenta una serie de elementos heréticos significativos. Así, Cristo no Dios, sino un ángel – algo que aceptarían, sin problema, los Testigos de Jehová – y Pablo es considerado como un personaje que, legítimamente, no tiene lugar entre los apóstoles. Finalmente, aparece en el texto un camino de salvación que no tiene punto de contacto con el enseñado en el Nuevo Testamento. Lejos de la sencillez de la Biblia que indica que, a la muerte, el creyente parte y está con Cristo (Filipenses 1, 21-23), gracias a la fe en él (Romanos 5, 1 ss), aquí nos encontramos una serie de complicados rituales destinados a liberarlo de la asechanza de los demonios en el momento de la muerte.
Da la sensación de que el texto fue redactado para tranquilizar a los ebionitas, unos herejes judeo-cristianos que negaban la Divinidad de Cristo y que, posiblemente, temían que cuando el emperador Adriano profanó en el siglo II la tumba de María en Jerusalén también llevara a cabo una profanación de sus restos mortales. El texto vendría así a indicar que Adriano no podía haberlo profanado por la sencilla razón de que los ángeles ya se lo habían llevado al cielo.
Con el paso de los siglos, algunos aspectos heréticos de la citada fuente serían obviados – no digamos ya el deseo de tranquilizar a los ebionitas – y la historia iría recibiendo nuevos aditamentos que no colisionaran con la evolución del dogma católico en ese estadio temporal.
Sin embargo,
no deja de resultar significativo que, a pesar de inspirar cierta iconografía, el dogma fuera definido muy tardíamente. De hecho, hasta 1950, y en virtud de la Bula Munificentissimus Deus, no definió Pío XII “ser un dogma revelado por Dios el que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrenal, fue arrebatada en cuerpo y alma a la gloria celestial” (DS 3903).
Tras este breve examen, resulta obligado plantearse algunas preguntas:
1.- ¿Por qué deberíamos los protestantes creer en un dogma del que no existe el menor vestigio en las Escrituras?
2.- ¿Por qué deberíamos los protestantes creer en un dogma cuya primera referencia no sólo es tardía sino que, por añadidura, se encuentra en un texto herético que contiene referencias anti-bíblicas sobre Cristo y la salvación? y
3.- ¿Por qué deberíamos los protestantes creer en un dogma que no ha sido tal hasta hace unas décadas?
Sinceramente, creemos que esas preguntas se contestan por si mismas e indican más que sobradamente porque puestos a elegir entre la enseñanza de hombres y la enseñanza contenida en la Biblia, una vez más nos quedamos con la Biblia.
Continuará
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