No voy a entrar demasiado en detalles para especialistas, pero la película –de no ser tan mortalmente aburrida– provocaría una sucesión ininterrumpida de sobresaltos por sus inexactitudes. Por ejemplo, como muy bien captó mi hija al instante, Amenábar reproduce en Alejandría
una escultura de la loba capitolina… con los niños añadidos por Antonio de Pollaiuolo en pleno Renacimiento. El cómo en Alejandría pudieron averiguar lo que sucedería en Italia un milenio después se me escapa, pero temo que se deba solamente a la ignorancia rampante de ciertos asesores.
También
la indumentaria de los soldados romanos resulta tan anacrónica como si nuestras tropas en Afganistán aparecieran con el atuendo de los garrochistas del general Castaños en la batalla de Bailén. Y a esos detalles, casi menores, puede añadirse el de retratar
una biblioteca de Alejandría que aparece reducida a unas estanterías esmirriadas.
Otros errores son mucho peores porque denotan ya no sólo inexactitud sino manipulación de la realidad. Para empezar, hay que hacer referencia a
la destrucción de la biblioteca de Alejandría por los cristianos… que nunca tuvo lugar. Hubo una destrucción casual de la biblioteca llevada a cabo durante la guerra alejandrina de Julio César y otra, totalmente voluntaria, ejecutada por los musulmanes convencidos de que el Corán bastaba y sobraba, pero nunca tuvo lugar una llevada a cabo por los cristianos y mucho menos en la época de Hipatia.
Tampoco se parecía mucho Hipatia al personaje que aparece en Ágora. Era fundamentalmente una filósofa neoplatónica –lo que explica su desprecio por el cuerpo y su decisión de no mantener relaciones sexuales– que era apreciada tanto por cristianos como por paganos. De haber vivido hoy y haberse comportado así, habría provocado el desprecio de las feministas al uso que habrían censurado su ética sexual.
Su muerte tuvo razones políticas –que no ideológicas– y resulta discutible que estuviera relacionada con Cirilo de Alejandría. Según señala Sócrates, “se difundió calumniosamente entre el populacho cristiano, que ella era la culpable de impedir que Orestes se reconciliara con el obispo”. La convicción de que así pudiera ser llevó a algunos, bajo la dirección de un lector llamado Pedro, a atacar a Hipatia cuando regresaba de su casa y a darle muerte.
Sócrates señala que semejante hecho arrojó no poco oprobio sobre Cirilo y la iglesia de Alejandría y, a continuación, realiza la siguiente afirmación: “Seguramente, nada puede estar más lejos del espíritu del cristianismo que la aceptación de matanzas, peleas y asuntos de este tipo”.
Esta afirmación de Sócrates, contemporáneo de los hechos, dice mucho sobre dos aspectos. Primero, que el cristianismo –a diferencia de otras creencias– siempre ha sabido lo que está bien y lo que está mal simplemente comparándolo con la enseñanza de Jesús. De ahí que pudiera hallar también el camino para desandar sus pecados.
Segundo, que el cristianismo podía ejercer esa superioridad moral incluso refiriéndose al paganismo que lo había perseguido despiadadamente durante tres siglos y sin necesidad de ejercer una manipulación como la de Amenábar en su última película.
Pero
a ese enfrentamiento entre cristianismo y paganismo me referiré en mi próximo –y último– artículo sobre Ágora.
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