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Por qué escribí Loruhama

Por regla general no suelo explicar las razones que me motivan a escribir un libro. Actúo así porque creo que en el prólogo -en el caso de obras de no-ficción- o en la trama -en el caso de las de ficción- quedan más que expuestos los motivos en términos amplios y accesibles.
LA VOZ AUTOR César Vidal Manzanares 22 DE OCTUBRE DE 2009 22:00 h

Luego -por supuesto- dejo al lector la tarea de captar las sutilezas del texto o de adentrarse críticamente en los datos que proporciono. En el caso de Loruhama -mi última novela- voy a hacer una excepción. No la hago porque su edición sea fruto de eso que ahora llaman una joint venture entre una editorial de Estados Unidos -Thomas Nelson- y otra española que permitirá la difusión del libro a uno y otro lado del Atlántico. Mi experiencia es que mis libros en español apenas tardan unas semanas en llegar a América y sólo un poco más en traducirse a otras lenguas. No, en realidad ésa no es la causa, y voy a detenerme en las razones que me impulsaron a escribir Loruhama porque es un libro especialmente redactado para un tiempo de crisis como el que actualmente estamos atravesando.

Cuando hablo de crisis -entiéndaseme bien- no me refiero a la caída de ciertos valores en bolsa o a un aumento del desempleo. Ninguno de los dos fenómenos carece de importancia; pero yo deseo plantearme cuestiones más relevantes. Al referirme a una crisis -en primer lugar- estoy poniendo el dedo en la llaga de una civilización que ha entrado en crisis; que sufre un peligro real de desaparecer y que -no obstante- no reacciona sino que hunde la cabeza bajo tierra como si fuera un avestruz multipersonal.

En segundo lugar, me refiero a una crisis cuyos orígenes se hallan en el corazón humano y se manifiestan -primeramente- en la vida privada. La expresión de esa crisis puede apreciarse en fenómenos como el hedonismo que inspira la vida de la mayoría de la sociedad; como el aumento del número de abortos que -por ejemplo- en el caso de España supera ampliamente la sangría demográfica de la guerra civil; como el consumo desordenado de sustancias como el alcohol o las drogas y -que no se ofenda nadie- en una religiosidad que no pasa -en buen número de casos- de constituir una sucesión de prácticas supersticiosas y que no tiene influencia alguna real y positiva en la vida de una nación y poquísima en la de sus fieles.

Generalmente la gente religiosa suele pensar que sus ideas y prácticas han perdido peso en una sociedad concreta y que por eso esa sociedad anda tan mal. La realidad -me temo- es que esas mismas personas no se dan cuenta de que nunca tuvieron de verdad ese peso en los corazones, ni de los individuos ni de la nación. Y que lo que parecía influencia espiritual se limitaba en su mayor parte al atavismo social. Así -cuando el maridaje de ciertas instituciones religiosas con el poder queda limitado- su influencia se reduce o desaparece, y la sociedad se colapsa moralmente; pero no porque haya abandonado a sus dirigentes espirituales de antaño, sino porque nunca se produjo un verdadero nuevo nacimiento en la mayoría de los que los seguían.

A decir verdad ha bastado suprimir la obligatoriedad para que todo se derrumbe o -como decía un compañero del colegio- es que si la misa deja de ser obligatoria no va a ir ni Dios; y perdonen todos por la crudeza de la expresión que yo sólo me limito a reproducir. Al final -en tiempos de crisis- casi lo único que conservan esos segmentos sociales es el atavismo religioso y la amargura de los que descubren que en su religión son muy pocos los que obedecen los principios morales predicados.

El resultado de esa mezcla de crisis de civilización, de desviación del corazón y de reducción de la religiosidad al atavismo, en no escasa medida, es la erosión de una sociedad hasta colocarla al borde del desplome y -desde un plano espiritual- la expectativa indudable del juicio de Dios.

Sin embargo no se trata sólo de eso. Frente a una perspectiva tan aciaga -que pocos captan- también existe una posibilidad clara e innegable de restauración para aquellas sociedades que desean pasar de la indiferencia espiritual o el atavismo religioso a la conversión genuina; del odio y el resentimiento al perdón, del hedonismo a una vida sencilla, y de la vida centrada en uno mismo al amor hacia los demás.

Posiblemente uno de los ejemplos más claros que encontramos en la Biblia -y en la Historia- de lo que estoy señalando en las líneas anteriores sea la vida del profeta Oseas que es -precisamente- el tema que abordo en mi novela Loruhama.

El personaje en cuestión vivió el final de la sociedad en que vivía; captó a la perfección cómo la religiosidad de su época oscilaba entre la superstición y el afán de lucro; se percató de la manera en que su pueblo se había separado de Dios y -dolorosamente- captó que el Señor iba a descargar Su juicio.

Sin embargo su existencia fue mucho más allá porque en su vida cotidiana tuvo que encarnar de manera terrible lo que significaba el abandono del Dios de amor y el sufrimiento derivado de ese comportamiento.

Con todo -a pesar de los paralelos- en mi obra el protagonismo no lo tiene Oseas sino su esposa -Gomer- la madre de Loruhama. La elección de Gomer en lugar de Oseas para mi era obligada porque siempre me ha interesado más el pecador que la persona aparentemente virtuosa, el extraviado que el religioso, y la oveja perdida que las noventa y nueve que permanecen en el redil. Siquiera en eso me parezco a Jesús.

Loruhama es la historia de una crisis que sacudió hasta sus cimientos a la sociedad de Israel pero -sobre todo- es el descubrimiento de que no hay crisis nacional que no nazca de millares de decisiones personales tomadas en ese campo de batalla que es el corazón humano. Es la afirmación de que no hay posibilidad de escapar del juicio de Dios cuando –de manera voluntaria y reiterativa- se ha decidido no escucharlo.

Pero también es una manifestación de la confianza alegre en que Dios va a buscar al ser humano como el pastor a la oveja perdida. Mueve y remueve hasta encontrarlo como la mujer hizo con la moneda extraviada y sale a su encuentro para celebrar una fiesta por su recuperación como el padre del hijo pródigo. Esa es -en esencia- la historia que he intentado narrar en Loruhama.

Que ustedes la disfruten. Pero -sobre todo- la reflexionen.
 

 


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