A diferencia de lo que hoy en día es común escuchar en personas que se consideran herederas del mensaje de Jesús, éste ni contrapuso caridad con justicia ni condenó
la limosna(1). Por el contrario, la consideró una manifestación más que legítima y obligada de servicio a Dios aunque con claras condiciones, la de mantener su secreto y la de no buscar el ser alabado por los hombres:
Mirad que no hagáis vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos por ellos. De lo contrario, no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos. Cuando pues hagas limosna, no hagas tocar trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las plazas, para ser alabados por los hombres. En verdad os digo, que ya tienen su recompensa. Pero tu cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu mano derecha, para que sea tu limosna en secreto: y tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará en público. (
Mateo 6:1-4)
Algo similar debía suceder con
la oración. En lugar de convertirla en un ejercicio de exhibición de religiosidad a la vista de todos, entre sus discípulos debía recuperar su verdadero sentido que es el de la comunicación íntima entre el ser humano y Dios, una comunicación que, por su propia naturaleza, rehuye la publicidad y busca el contacto directo que sólo se puede hallar en lo recóndito:
Y cuando ores, no seas como los hipócritas; porque ellos aman el orar en las sinagogas, y en las esquinas de las calles en pie, para ser vistos por los hombres. En verdad, os digo, que ya tienen su pago. Pero tú, cuando oras, entra en tu habitación, y cerrada tu puerta, ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará en público. (
Mateo 6:5-6)
Pero la oración no sólo debía estar desprovista de publicidad y exhibicionismo. Además tendría que desnudarse de esas fórmulas que se repiten una y otra vez. Esa repetición de plegarias idénticas era, a juicio de Jesús, un comportamiento más propio de los paganos que rodeaban a Israel que de la relación que Israel había tenido durante siglos con su Dios:
Y orando, no seáis repetitivos, como los gentiles; que piensan que por su palabrería serán oídos. No os asemejeis a ellos; porque vuestro Padre sabe de qué tenéis necesidad, antes de que vosotros se lo pidáis (
Mateo 6:7-8)
Es precisamente en este punto del Sermón del Monte, cuando Jesús introduce la oración conocida vulgarmente como el
Padre nuestro, una plegaria que guarda numerosos paralelos con oraciones judías de la época y que no pretendía – a tenor de las palabras previas de Jesús – convertirse en un modelo destinado a ser repetido una y otra vez (como los paganos) sino a servir de modelo de oración sencilla y humilde dirigida a un Dios al que se contempla como Padre.
Es ese “Padre nuestro” –y no sólo “mío”– el que cuenta con un nombre que ha de ser santificado (
Mateo 6:9), el que cuenta con un Reino cuya venida se anhela (
6:10) y cuya voluntad el discípulo desea cumplida no sólo en el cielo sino también en esta tierra (
6:10). Es ese “Padre nuestro” el que puede darnos el sustento diario, “el pan nuestro de cada día” (
6:11).
Es ese “Padre nuestro” al que se acude en petición de perdón por las deudas que tenemos con El, de la misma manera que nosotros le pedimos que nos ayude a perdonar a los que tienen deudas con nosotros (
6:12). Es ese “Padre nuestro” al que se suplica que no permita que caigamos en la tentación y que nos libre del Mal, algo que está totalmente en Sus manos ya que suyo es “el reino y el poder y la gloria por todas las eras” (
6:13).
Continuará
1) La presente serie está tomada sustancialmente de un libro que con el título de Jesús, el judío será publicado en breve por la editorial Plaza y Janés. En la citada obra, de notable extensión, el autor muestra las conexiones de la enseñanza de Jesús con el judaísmo de la época y procede a interpretarla sobre ese contexto
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