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Sodoma: regreso a la cultura de la vida

El pecado de Sodoma (XIV)

En la Biblia, la vida es un valor de importancia incomparable. En el libro del Génesis, aparece descrita como un don directo de Dios (Génesis 2:7) lo que explica que en el pacto con Noé – el suscrito por Dios con toda la Humanidad – se incluya la referencia a que ha de pagar con su sangre aquel que ha derramado la del prójimo (
LA VOZ AUTOR César Vidal Manzanares 22 DE ENERO DE 2009 23:00 h

No voy a entrar en un debate sobre la pena de muerte, pero creo que debería llamar a reflexión que cuando en el Antiguo Testamento se incluyen referencias a ésta siempre se sustentan en el hecho, evidentemente muy grave, de que ha de castigarse a aquel que ha arrancado la vida a otro ser humano, disposición que, como hemos visto, no aplica sólo a Israel, sino a todos los descendientes de Noé.

Ese valor de la vida no se limita a la ya desprendida del claustro materno. Por el contrario, hay repetidas referencias al hecho de que la vida del feto es amada por Dios. Isaías (49:1) podía indicar cómo Dios había puesto Sus ojos en él cuando aún se hallaba en el vientre de su madre y Lucas narraría cómo el feto de Juan el Bautista saltó de alegría ante la cercanía de una María encinta con el mesías (Lucas 1:44). Por cierto, Jesús se hallaba en un proceso de su gestación en que hubiera carecido de protección legal frente al aborto en no pocas naciones. Con todo, en mi opinión, el texto más conmovedor al respecto se halla recogido en Job 10:8-11 donde el protagonista de este libro afirma sobre Dios: “Tus manos me hicieron y me formaron… como a barro me diste forma… me vestiste de piel y carne y me tejiste con huesos y nervios. Vida y misericordia me concediste”. El pasaje tiene una enorme importancia porque lo pronuncia no un judío que ha recibido la Torah sino un gentil que, sin embargo, pretende complacer a Dios.

Creo que no es casual que las referencias a la santidad de la vida o a la intervención de Dios en la preservación del feto aparezcan en la Biblia relacionadas con gentiles. Se intenta indicar con ello que semejantes concepciones van más allá de lo confesional y enraízan con una ética universal que se dirige a todos los seres humanos sin excepción. El mandato del shabbat o el código dietético kosher se limita única y exclusivamente a Israel y, por supuesto, las iglesias del s. I – las que creyeron que “el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe en Jesús el mesías, nosotros también hemos creído en Jesús el mesías, para ser justificados por la fe en el mesías y no por las obras de la ley, ya que por las obras de la ley nadie será justificado” (Gálatas 2:16-17) – no los guardaron. Sin embargo, no puede afirmarse esa misma distancia en lo referente a la vida. Ésta es sagrada en todas sus manifestaciones para todo hombre, sea cristiano, judío, pagano o ateo.

Como ya hemos señalado con anterioridad, una sociedad que se va deshumanizando hasta el punto de centrarse en su placer y en su disfrute de manera preeminente y que no duda en convertir a los demás en instrumentos de ese goce inmediato acaba cayendo en una creciente falta de sensibilidad y de compasión que afecta a las relaciones más cercanas. Sin embargo, el camino de descenso moral no ha concluido. Aún debe dar una vuelta de tuerca más, la que consiste en considerar que es un bien, un verdadero avance social, el dar muerte a aquellos seres humanos que nos estorban, un comportamiento, por cierto, reservado, por regla general, para los insectos, parásitos y sabandijas. Al respecto, la evolución de la situación legal en España a impulsos de la cultura de la muerte constituye, a mi juicio, un verdadero paradigma de desplome moral en las últimas fases del pecado de Sodoma.

Hasta la llegada del partido socialista al poder a inicios de la década de los ochenta del siglo pasado, en España el aborto era ilegal. Las penas –contra lo que pueden creer algunos– no eran tan elevadas como en el caso del homicidio, posiblemente porque se consideraba que el feto era no tanto una vida como una esperanza de vida, es decir, un bien jurídico menor y, sobre todo, se buscaba castigar a los que practicaban los abortos más que a las mujeres que hubieran decidido abortar. Inicialmente, el partido socialista intentó despenalizar el aborto no hasta el punto de considerarlo un derecho, pero sí de una manera relativamente amplia. El recurso de inconstitucionalidad planteado por la oposición de derechas a inicios de los años ochenta acabó determinando una sentencia del tribunal constitucional que establecía que el aborto –a diferencia de la vida– no es un derecho, pero que, en determinados supuestos, cuando colisionaba el bien de la vida con otros bienes jurídicos, el aborto quedaba despenalizado. Así, el aborto pasó a ser legal en los supuestos de embarazo por violación, malformación del feto o peligro para la salud física o psíquica de la madre.

La resolución era moralmente muy discutible -¿qué culpa tiene una criatura de ser fruto de una violación? ¿no existe otra manera de disponer de esa vida salvo destruyéndola? ¿cómo puede considerarse moral destruir una vida porque puede sufrir malformaciones? etc– pero acotaba en teoría el número de abortos. En la práctica, la situación no tardó en ser muy distinta. A inicios de este siglo, ya el 97 por ciento de los abortos se realizaban bajo la cobertura del último supuesto y en la inmensa mayoría de los casos el peligro para la salud de la madre discurría, supuestamente, por el terreno psíquico y no físico. En otras palabras, en la práctica, algún médico firmaba un certificado señalando que la mujer podía sufrir algún daño psicológico y se procedía a practicar el aborto. El fraude de ley fue espectacular y a inicios de este siglo España superó el millón de abortos, una cifra verdaderamente sobrecogedora. En paralelo, se creó una floreciente industria abortista que atraía a gente de otros países y entre cuyos propietarios se encontraban políticos de partidos de izquierdas.

¿Cómo reaccionó la sociedad española ante esa industria –verdaderamente lucrativa– de la muerte? Salvo algunos grupos pro-vida especialmente comprometidos, con absoluta indiferencia. El fraude de ley se prolongó cuando el partido socialista abandonó el poder y fue sustituido por el PP. Es cierto que en algunos casos se arbitraron pasos para intentar disuadir de la práctica del aborto, pero no se adoptaron medidas para que la ley se cumpliera realmente e incluso no faltaron administraciones locales gobernadas por el PP que decidieron que debía dispensarse la píldora abortiva. A pesar de que la ley no se modificara, lo cierto es que la sociedad continuó aletargada y la práctica se incrementó. Y entonces llegó Rodríguez Zapatero…

El gobierno de Rodríguez Zapatero se ha traducido, entre otras cosas, en un entronizamiento de la cultura de la muerte como doctrina político-social oficial. No sólo se ha planteado la ampliación de la despenalización prácticamente total del aborto sino que además éste se está presentando – en contra de la jurisprudencia del Tribunal constitucional – como un derecho de la mujer. Por añadidura, desde hace años se está llevando a cabo una campaña de opinión en favor de la eutanasia que, previsiblemente, puede ser legalizada antes del final de la legislatura.

La manera en que esa cultura de la muerte ha ido impregnando la sociedad todavía se encuentra más acentuada en regiones como Cataluña. El gobierno autonómico de esta región española ha decidido la promulgación de una ley que permitirá abortar sin consentimiento paterno a las jóvenes de 16 años. La medida es de dudosa legalidad ya que, constitucionalmente, las comunidades autónomas no pueden legislar en estas áreas, pero nada indica que el proyecto vaya a verse detenido. De hecho, el nuevo estatuto de autonomía de Cataluña – pendiente de sentencia ante el tribunal constitucional – se permitía incluir la legalización de la eutanasia o el matrimonio polígamo a pesar de que no existe cobertura legal para que las comunidades autónomas legislen sobre esos temas. Por cierto, no deja de ser significativo que los diputados autonómicos catalanes católicos – es decir, opuestos al aborto – no votaron en contra del estatuto y, a lo sumo, buscaron alguna excusa para abstenerse. Como ejemplo de resistencia frente al mal o de defensa de la vida, hay que reconocer que semejante conducta dejó mucho – muchísimo – que desear.

¿Qué puede esperarle a una sociedad que desprecia así la vida? Si no hay arrepentimiento, sólo el juicio justo de Dios. A menos que esa sociedad se vuelva a Dios, decida defender la vida en todas sus manifestaciones, se esfuerce por ayudar compasivamente a las mujeres que piensan en abortar mostrándoles un camino mejor y retire su apoyo a los que desean facilitar el avance de la cultura de la muerte ante esa sociedad sólo se abre la cierta perspectiva del juicio del Dios de la vida.

CONTINUARÁ: La salida de Sodoma: la responsabilidad colectiva y el anuncio de la conversión


Artículos anteriores de esta serie:
 1La soberbia de Sodoma 
 2Sodoma y la `abundancia de pan´ 
 3La abundancia de ociosidad de Sodoma 
 4Sodoma y la ausencia de compasión 
 5Sodoma y cómo no olvidar la compasión 
 6Consumación de la soberbia (Sodoma) 
 7La abominación de Sodoma 
 8El juicio de Sodoma 
 9La salida de Sodoma: arrepentimiento 
 10Sodoma: cambio de vida bajo la Palabra 
 11Dejar Sodoma: otros valores materiales 
 12La salida: redimir el tiempo de Sodoma 
 13Sodoma: decadente ideología de género 
 

 


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