Prescindiendo del mensaje más netamente político de cada uno de ellos y del juicio que pueda merecernos, lo cierto es que
ambos realizaban esfuerzos notables por acercarse a los votantes evangélicos y, en general, a los de cualquier confesión cristiana; no escatimaban elogios para la obra social llevada a cabo por ellas y además se mantenían a años de luz de cualquier soflama laicista, simplemente porque una visión como ésa no entraba –afortunadamente- en sus parámetros.
En estos días, McCain ha escogido además como candidata a vicepresidenta a la señora Palin que es una pentecostal muy convencida y que tiene unos antecedentes como pro-vida y anti-corrupción verdaderamente encomiables. Semejante decisión ha tenido en Estados Unidos una repercusión extraordinariamente positiva. Me temo que en España sólo hubiera servido para que se despellejara desde los medios al que adoptara una medida semejante y que entre los despellejadotes mayores se encontrarían algunos evangélicos, pero no nos desviemos.
Las entrevistas de Warren ponían de manifiesto, entre otras cosas, que la invitación de un pastor evangélico como él no puede ser desdeñada por un candidato aunque el personaje en cuestión sea conservador políticamente –apoyó a Bush en las últimas elecciones– y mucho menos porque sea creyente. En otras palabras, que si en cuestión de candidatos estamos a años luz de lo que sucede al otro lado del Atlántico, en la de consideración la distancia se mide en docenas de galaxias. ¿Por qué esa diferencia?
La respuesta facilona y simplista consiste en indicar que la culpa de todo la tiene la iglesia católica y las hogueras de la Inquisición que han impedido el testimonio evangélico durante siglos.
No seré yo –que he escrito seis novelas sobre la Inquisición abordando temas como la ejecución del último ejecutado en España, un evangélico, o la persecución de Francisco de Enzinas– quien minimice el siniestro impacto del Santo Oficio en la Historia de España.
Sin embargo, me temo que intentar explicar todo lo que nos sucede remontándonos al s. XVI es una bobada tan grande como la de señalar que el hecho de que actualmente no nos haga nadie caso en el plano internacional se debe a la leyenda negra de Felipe II o al franquismo. Seamos –siquiera por una vez– maduros y afrontemos nuestras responsabilidades sin cargar todo al vecino.
Sin ánimo de ser exhaustivos, permítaseme dar algunos ejemplos:
1.- El uso de la libertad. Por mucho que se pueda matizar esta cuestión, lo cierto es que llevamos tres décadas de libertad religiosa. Es más, si creemos a los que incensaron los acuerdos que en su día firmó la FEREDE, los términos de esa libertad han sido la pera limonera. Yo he tenido ocasión de ver cómo han aprovechado la libertad los evangélicos norteamericanos en medios no pocas veces muy hostiles. ¿La hemos aprovechado nosotros también o hemos andado entretenidos en otras cuestiones?
2.- La convicción bíblica. Se puede pensar lo que se quiera de los evangélicos norteamericanos, pero si hay algo que los caracteriza es el amor a la Biblia y la convicción real de que es la Palabra de Dios.
No sólo eso.
Saben de sobra que el modernismo teológico es un veneno espiritual capaz de acabar con las iglesias y las denominaciones más robustas. Acéptese que alguien cuestione la autoridad de la Palabra de Dios y no tardará en verse la muerte espiritual y esto lo mismo va referido a cuestiones meramente dogmáticas vg: la inerrancia de las Escrituras o la doctrina de la divinidad, como éticas vg: aberraciones como los matrimonios de homosexuales o el aborto.
No es que no se hayan dado casos así en Estados Unidos. Es simplemente que es de conocimiento general que acaban en el desastre. Las reacciones de regreso a la Biblia vividas por los presbiterianos o los bautistas son, al respecto, paradigmáticas.
Posiblemente el caso de los bautistas sea el más cercano a nosotros. Pues bien, en Estados Unidos llegaron a la conclusión hace tiempo de que apartarse de la Biblia en cuestiones como el matrimonio de homosexuales sólo acabaría con las iglesias bautistas y actuaron en consecuencia. El resultado no ha podido ser más positivo.
Por lo que se refiere a los presbiterianos, tras el desastre de los años setenta, han comenzado a levantar la cabeza en el momento en que se han vuelto al Sola Scriptura con el entusiasmo de sus antepasados de la Reforma.
Temo que en España, por el contrario, no se es consciente de cómo esa levadura mínima numéricamente se ha ido incrustando en algunos organismos de decisión y de la misma manera que leudó algunas denominaciones en el pasado, acabará leudando a otras en el futuro (I Corintios 5, 6-8; Gálatas 5, 9).
3.- La responsabilidad individual. Si hay algo que caracteriza a la sociedad norteamericana es la idea de la responsabilidad individual y el ansia de que ningún poder superior se ponga a ordenar la vida de nadie.
Personalmente, creo que la base bíblica de esa conducta es obvia y si no basta recordar la manera en que Samuel advirtió a Israel que iban a pagar las bondades de “papá Estado” (I Samuel 8). En cualquier caso, en el área espiritual eso se traduce en la convicción de que no hay que esperar a que otros hagan las cosas relacionadas con el Reino de Dios sino que uno debe hacerlas y hacerlas ya.
No sólo eso. Debe actuar movido por el Espíritu y no por lo que decida un comité cuya finalidad fundamental es perpetuarse a si mismo y está formado por personajes que están en otros treinta comités. Eso ha proporcionado una pujanza extraordinaria a las iglesias independientes, pero también a las distintas denominaciones.
Temo, sin embargo, que el caso en España es muy diferente y que incluso estamos asistiendo a intentos crecientes de reducir a todo el pueblo evangélico a la férula de un comité de “representantes” cuya representatividad es muy discutible y cuya eficacia no es discutible. Simplemente brilla por su ausencia.
4.- La conciencia de una misión. Finalmente, el episodio de Warren arranca de la conciencia que tienen los evangélicos norteamericanos de tener una misión –una vida con propósito que diría Warren. Lo suyo no es vegetar en la iglesia, ni dejarse amoldar por los valores del mundo que los rodea, ni callarse ante la deriva de la sociedad, ni mucho menos echar la culpa de todos los males a la iglesia católica o a la proliferación de sectas. Lo suyo es cumplir con la Gran Comisión que ordena ir y predicar el Evangelio a toda criatura (Mateo 28, ) y
5.- La fe en Dios. Todo lo anterior es incomprensible sin hacer referencia a una fe firme en la acción del Señor en la Historia. Pocas veces he escuchado a un creyente norteamericano preguntarse por el qué dirán, por el “a ver si nos van a confundir”, por el “tampoco hay que exagerar” o por “eso no vamos a poder hacerlo”. Si acaso, los he visto ubicarse en el otro extremo con enorme despreocupación. Sin duda, es cuestión de gustos, pero yo personalmente prefiero a una iglesia que predica “a tiempo y a destiempo” (2 Timoteo 4,2) que una que se arrebuja en los bancos a la espera de tiempos supuestamente mejores, quizá porque estoy convencido como el apóstol de que pueden venir tiempos peores en los que no estarán dispuestos a escuchar nada (2 Timoteo 4, 3).
De esas circunstancias, entre otras, surge la situación actual en Estados Unidos y una influencia creciente de los evangélicos en las últimas décadas a pesar de que la afluencia de católicos –forman la conferencia episcopal que más ayuda a la Santa Sede en todo el mundo- haya sido creciente e ininterrumpida desde finales del s. XIX.
Arranca también un episodio –nada excepcional, por otra parte- como el del diálogo de Warren con Obama y McCain.
Sería interesante reflexionar sobre la manera en que un hecho así hubiera transcurrido en España. Pero de eso me ocuparé, Dios mediante, la semana que viene.
Continuará
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