Lo que el Señor espera de un cristiano es que defienda la libertad religiosa. Creo que, en buena medida, este principio queda contemplado en el anterior.
Las oraciones de los creyentes persiguen el bien del reino y que ese bien incluya un disfrute tranquilo de la libertad de adorar a Dios de acuerdo a la Biblia. No deja de ser significativo, al respecto, que en
Hechos 4:19-20, Pedro y Juan indicaran a las autoridades que debían juzgar si era justo que las obedecieran antes que a Dios porque no podían “menos de decir” lo que habían visto y oído.
Los apóstoles no esperaban que las autoridades del Templo o el gobernador romano les concediera un pie de igualdad con el sistema sacerdotal. En realidad, ni siquiera parece que eso les preocupara lo más mínimo. Lo que sí les importaba era afirmar su derecho a predicar el Evangelio. Permítaseme subrayarlo: a predicar el Evangelio. Si por alguna razón, ese derecho era conculcado, desobedecerían a las autoridades porque no podían en conciencia dejar de comunicar el mensaje de salvación por medio de la fe en el sacrificio expiatorio de Cristo en la cruz.
La defensa de la libertad religiosa está relacionada, desde mi punto de vista, con algo tan elemental como el derecho a la libertad de enseñanza, pero no puedo detenerme ahora en ese aspecto. Permítaseme, sin embargo, recordar una anécdota de hace casi treinta años atrás. Sucedió en Barcelona, en cada del conocido teólogo José Grau. Cuando yo, que era un joven bastante despistado, me permití identificar laicismo con libertad religiosa –sí, lo sé, es una verdadera estupidez, pero ruego de la clemencia de los presentes que se considere un pecadillo de juventud- Grau me comentó que era mucho mejor la clase de religión. Una de sus hijas, sin ir más lejos, sufría en la clase de ética a un docente que utilizaba como texto el “Por qué no soy cristiano” de Bertrand Russell. Cuando en lugar de un enseñante aislado es todo un programa el que va en esa línea, hay que llegar a la conclusión de que la libertad religiosa tendrá que defenderse en las aulas lo mismo que en las iglesias.
Lo que el Señor espera de un cristiano es que de un testimonio profético.
Mencionaba hace unos instantes a Tertuliano y su Apología. Permítaseme que reincida. Hace más de milenio y medio, el conocido padre de la iglesia escribía: “Para nosotros (obviamente los cristianos), indiferentes ante el afán de la gloria y la ambición de poder, no hay necesidad alguna de partidos y ninguna cosa es más ajena que los asuntos de política; una única república, común a todos, reconocemos: el mundo”. Esta declaración de principios la indica Tertuliano, para, acto seguido, desgranar de manera profética, una verdadera diatriba de la sociedad en la que vivía. Comenzando por las diversiones de su tiempo, el autor va señalando la inmundicia de la sociedad pagana para recalar, al final, en una descripción de las iglesias de su tiempo que – lo creo sinceramente – debería servirnos de elemento de reflexión hoy en día. Lamentablemente, no podemos hacerlo ahora.
Tertuliano no era, desde luego, original. En su obra, resuena el Pablo que en los primeros capítulos de la carta a los romanos indica que conductas como la injusticia, la fornicación, la avaricia, la homosexualidad, la murmuración, la insolencia, la desobediencia a los padres o la falta de piedad son frontalmente opuestas a Dios y que además están insertas en un proceso perverso de degeneración. Se trata de un proceso en el que, primero, se perpetra el mal; luego se justifica el mal y, finalmente, se persigue a los que no se prestan a defender ese mal. Desde luego, cuando se observa cómo nuestra sociedad ha ido, en mayor o menor medida, aceptando los presupuestos de los grupos de presión homosexuales o los principios antifamiliares de algunas utopías educativas hay que concluir que Pablo no describía sólo la sociedad de mediados del s. I, sino un proceso de deterioro moral con paralelos en todos los tiempos.
El ejemplo paulino tiene claros paralelos en otras partes de la Biblia. Pedro, por ejemplo, indica cómo la falta de arrepentimiento acarrea el juicio de Dios (
2 Pedro 3:1 ss) y no otro fue el mensaje de Jesús cuando lloraba ante Jerusalén. Todos ellos amaban a sus contemporáneos y, precisamente por eso, les habían comunicado el Evangelio. Sin embargo, también precisamente por ello, les resultaba obvio que debían anunciar a la vez el juicio profético. Una sociedad que no se arrepiente, a fin de cuentas, como cualquier individuo sólo se está colocando en el camino del juicio de Dios y, como señaló Ezequiel, aquel creyente que, debiendo hablar, calla, se coloca en una situación de responsabilidad. El principio es obvio:
“Convertíos y volveos de todas vuestras transgresiones, y no os será la iniquidad causa de ruina” (
Ezequiel 18:30)
Me consta que
la idea de que Dios ejecuta juicios no está en los primeros lugares en la escala de popularidad de la gente. El que así sea, sin embargo, no debería afectar a nuestro deber. Seguramente, a Joel no le gustó anunciar una plaga de langostas por la falta de arrepentimiento, pero lo hizo. Seguramente a Ezequiel no le agradó señalar el final del sistema político judío, pero lo hizo. Seguramente a Elías no le entusiasmó anunciar una sequía terrible, pero lo hizo.
Creo sinceramente que esa situación sigue estando vigente en el día de hoy:
Una sociedad en la que, de manera legal, se decide el asesinato de decenas de miles de criaturas en clínicas abortistas no escapará del juicio de Dios.
Una sociedad en la que, de manera legal, se ataca a la familia como institución de manera sistemática y programada no escapará del juicio de Dios.
Una sociedad en la que, de manera legal, se decide institucionalizar el matrimonio de homosexuales – una práctica que ni siquiera se dio en las encanalladas sociedades paganas – no escapará del juicio de Dios.
Una sociedad en la que, de manera legal, la eutanasia puede convertirse en una realidad no escapará del juicio de Dios.
A decir verdad –y si juzgamos por los no escasos precedentes que presentan la Biblia y la Historia– en una sociedad así lo lógico sería esperar que a la sequía siga la crisis económica y a ésta, el colapso político a menos... a menos que se vuelva hacia Dios.
Anunciar, pues, el Evangelio, las consecuencias de rechazarlo y el juicio futuro constituyen, por lo tanto, una parte esencial e irrenunciable de lo que el Señor espera de un cristiano.
La Biblia y la Historia muestran que las relaciones entre los cristianos y el poder político no siempre han sido fáciles. De manera bien significativa, en el Nuevo Testamento, no encontramos diatribas contra el imperialismo romano pronunciadas por Jesús o Pablo, tampoco referencias a la socialización de los latifundios imperiales, ni mucho menos la formación de grupos de resistentes cristianos partidarios de lograr la independencia de Roma.
Sí aparecen repetidos hasta la saciedad principios esenciales. Son los principios que dicen que:
Siempre seremos buenos ciudadanos incluso aunque los gobiernos sean pésimos.
Siempre obedeceremos las leyes a menos que se opongan a la ley de Dios.
Siempre oraremos por los gobiernos para que Dios los oriente, tengamos paz y, si fuera Su voluntad, los conduzca al arrepentimiento.
Siempre anunciaremos el Evangelio de la salvación por la fe en el sacrificio expiatorio de Cristo en la cruz.
Siempre daremos un testimonio profético de juicio que le espera a una sociedad y a unos individuos que rehúsan arrepentirse y dan la espalda a Dios, y
Siempre seremos conscientes de que “nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transfigurará el cuerpo de nuestro estado de humillación, conformándolo al cuerpo de la gloria suya, en virtud del poder que tiene también para someter a si mismo todas las cosas”.
Muchas gracias. Que Dios les bendiga.
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