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Cristianos en política

El compromiso político del creyente (I)

Hace un tiempo los organizadores de un congreso evangélico – omito los datos y pido que no se hagan especulaciones al respecto – me pidieron que elaborara una ponencia sobre el compromiso político del creyente. Por razones que no hace ahora el caso, finalmente, no permitieron que se pronunciara la ponencia aunque, de todas formas, circuló ampliamente por otros medios y, al fin y a la postre, alcanzó una difusió
LA VOZ AUTOR César Vidal Manzanares 21 DE FEBRERO DE 2008 23:00 h

Por ello he decidido interrumpir temporalmente la serie sobre evangelización que estoy escribiendo e intercalar esta ponencia. Espero que ahora siga siendo de utilidad para mis hermanos. Ahí va el texto.

«Los organizadores me pidieron hace unos meses que elaborara una ponencia sobre el compromiso político del creyente. Debo reconocer que la propuesta me provocó un cierto estupor al que debo referirme de manera obligada. A diferencia de otros creyentes que me han antecedido y que vendrán después de mí, yo no milito en ningún partido político. Se trata de una circunstancia que respeto y no condeno, pero confieso que no tengo la menor intención de militar nunca en una formación de ese tipo y, si se me permite parodiar a Groucho Marx, tendría serias dudas sobre un colectivo que se dedicara a esos menesteres y que aceptara integrarme en sus filas como militante. Dada esa circunstancia, pedirme que hablara del compromiso político no podía sino causarme sorpresa.

En segundo lugar, la propia formulación ahondó mi estupor. El término compromiso político no sólo no aparece en la Biblia sino que es, históricamente hablando, de muy reciente creación. Lo inventaron los partidos socialistas en un intento de convencer a determinadas personas de cierto peso social de que su respaldo no sólo sería estimable sino además obligado. Así, del escritor se esperaba que tuviera un compromiso político aunque como tal se entendía que apoyara con su nombre y su prestigio determinadas causas y campañas propagandísticas.

Durante décadas los cristianos estuvieron excluidos de ese compromiso porque el cristianismo era uno de los enemigos que había que abatir y resultaba absurdo pedir a sus miembros siquiera que se convirtieran en compañero de viaje. La situación comenzó a experimentar un cambio a partir de los años treinta y, sobre todo, tras la segunda guerra mundial. Ya en los años veinte del siglo pasado, el italiano Antonio Gramsci comprendió, tras visitar la URSS, que el socialismo no lograría imponerse sobre una sociedad ni siquiera aunque el mecanismo de represión fuera tan despiadado como el de los bolcheviques rusos. No podría a menos que lograra llevar a cabo un adoctrinamiento que cambiara las mentes y corazones de toda una sociedad y para ello resultaba indispensable implicar en la lucha final a sectores como los cristianos. no es que a éstos les fuera a esperar un papel importante – si es que iban a tener alguno – tras la victoria final, pero, de momento, se pedía que tuvieran un compromiso político. En realidad, se les instaba con un eufemismo a convertirse en instrumentos del camino hacia el socialismo, camino, por cierto, que le costó al género humano durante el pasado siglo la pavorosa cifra de más de cien millones de muertos. Por supuesto, no podía ser que los responsables de este congreso me pidieran desarrollar este punto de vista. Llegué así, pues, a la conclusión de que puesto que no pertenezco a ningún partido ni tampoco soy un defensor del concepto gramsciano de compromiso político, los organizadores tan sólo pretendían invitarme en calidad de dos circunstancias que se corresponden – esta vez sí – con la realidad, las de que soy evangélico e historiador.

Lo cierto es que si repasamos histórica y actualmente la relación de los cristianos con la política hay que reconocer que las posiciones han sido muy variadas.

Por supuesto, ha existido siempre un núcleo variable numéricamente, pero nada escaso que sostiene que la política no es ocupación para un creyente y que incluso abogaría por abstenerse en unas elecciones. Argumentos – justo es decirlo – no les faltan. En Lucas 4:5 ss se nos enseña, por ejemplo, que Satanás tiene poder sobre los gobiernos de este mundo, tanto que puede ofrecérselos al que, postrado, le adore. No debería sorprendernos por ello que muchos hayan considerado que hay que mantenerse lo más alejados posible de esas esferas de acción diabólica.

Esa posición ha existido codo a codo con otras más participativas en las que los cristianos acababan dejando su impronta en la configuración política de una sociedad. Al respecto, el papel de los puritanos ingleses en las revoluciones inglesas del s. XVII y, sobre todo, en la norteamericana del siglo XVIII me parece extraordinariamente relevante. He dedicado una parte de mi trabajo como historiador a dejar de manifiesto que la democracia es un resultado directo de esas revoluciones que, a diferencia de la francesa o de las socialistas del s. XX, tenían un concepto pesimista del ser humano, pero que, precisamente partiendo de esa base bíblica, dieron lugar a sistemas de una notable libertad, justicia y solidez.

Sin embargo, la propia postura de los puritanos no fue la línea general. No debería sorprendernos porque la democracia es una forma de gobierno que fracasó estrepitosamente en el mundo clásico, que volvió a aparecer ayer por la noche en términos históricos y que, en buena medida, está ausente de la vida de la mayoría de los creyentes en el globo. Si se tiene en cuenta tan elementales principios no sorprende que nuestro Juan Pérez en pleno siglo XVI no soñara con una división de poderes y una toma democrática de decisiones. De hecho, en su Suplicazión a don Felipe II se conformaba con poder adorar a Dios de acuerdo con los principios contenidos en la Biblia y en poder enseñar a otros a hacerlo. En otras palabras, la libertad religiosa era el derecho primordial y de manera nada sorprendente, encontramos esa misma visión en Lutero, en Calvino y, si se me permite recordarlo, en la declaración de 1939 en la que los representantes de las iglesias evangélicas saludaban la victoria de Franco en la guerra civil española en términos extraordinariamente positivos. La lectura de tan singular documento indica dos cosas. Primero, que nuestros hermanos de antaño se sentían muy felices de haberse librado de una experiencia como la soviética en territorio español y, segundo, que lo único que esperaban era que se les permitiera vivir libremente de acuerdo con su fe.

Todo lo dicho hasta ahora me permite aterrizar finalmente –y supongo que con alivio de los presentes – en la materia más perfilada de esta exposición. Una exposición que, a mi juicio, debería enunciarse como ¿qué debería esperarse políticamente de un cristiano? La respuesta, en términos bíblicos, en términos históricos y en términos prácticos, me parece – ahora sí – que resulta relativamente fácil de enunciar.

Lo primero que el Señor espera de un cristiano es que sea un buen ciudadano. Quizá no sea suficiente para los que creen en la revolución, en la llegada de la utopía o en otras esperanzas políticas, pero la Biblia al respecto es muy clara.

A) El creyente debe someterse a las autoridades superiores. En ese sentido, el texto de Pablo en Romanos 13 resulta tan obvio que no merece la pena detenerse en él. La Biblia enseña que existe un principio de orden público que, incluso en una sociedad corrompida por el pecado, siempre es mejor que la anarquía o la ausencia de orden. Un buen cristiano se someterá a él independientemente de que le guste más o menos. Independientemente, en realidad, de que se ajuste o no a su cosmovisión.

Pedro, escribiendo en un contexto claramente peligroso para los cristianos, señalaba: “Por causa del Señor, someteos a esta institución humana, ya sea el rey, como a superior, ya a los gobernadores, como enviados por él para castigo de los malhechores y alabanza de los que hacen el bien. porque esta es la voluntad de Dios: que haciendo el bien, hagáis enmudecer la ignorancia de los hombres insensatos; como libres, pero no como los que tienen la libertad como pretexto para encubrir la malicia, sino como siervos de Dios. Honrad a todos. Amad la fraternidad. Temed a Dios. Honrad al rey” (I Pedro 2:13-17).

Desde luego, por si alguien tiene dudas acerca de la visión cristiana de Pedro podría seguir leyendo los versículos siguientes. En ellos, el apóstol presenta una visión del mundo laboral y conyugal que horrorizaría a muchos, pero que a mi me parece políticamente incorrecto y, por lo tanto, delicioso. Aunque eso es secundario. En realidad, lo relevante es que es cristiano.

B) El creyente debe orar por sus gobernantes. Al respecto, Pablo – el Pablo encarcelado a la espera de que Nerón acabara con su vida – escribió a Timoteo (I Timoteo 2:1 ss): “Exhorto, pues, ante todo, a que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias, por todos los hombres; por los reyes y por todos los que están en eminencia, para que podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad. Porque esto es bueno y agradable delante de Dios nuestro Salvador, el cual quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad”.

Al respecto, resulta de interés recordar una cita de Tertuliano, escribiendo a inicios del s. III, en su Apología, una obra destinada a defender a sus correligionarios de la persecución imperial. Escribía Tertuliano: “Rogamos siempre por todos los emperadores, pidiendo para ellos una vida prolongada, un imperio tranquilo, una casa libre de peligros, ejércitos fuertes, un senado fiel, un pueblo leal, un mundo en paz.

Continuará
 

 


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