Hace más de una década – creo que va a reeditarse el año que viene - escribí una Historia de la guerra civil española basada en los testimonios y recuerdos de gente anónima que la había sufrido en los dos bandos. Recuerdo que una de ellas, antiguo combatiente de la batalla del Ebro, señaló en un momento dado la
conveniencia de la cobardía en ciertas ocasiones porque los valientes tienen más probabilidades de convertirse en baja. Es más, en un momento dado añadió que si él estaba en esos momentos charlando conmigo, se debía al hecho de que, afortunadamente, en su árbol genealógico había existido algún cobarde que, gracias al miedo, había sobrevivido.
El juicio es discutible, pero no cabe duda de que encierra importantes elementos de verdad. El miedo es no pocas veces un mecanismo de defensa frente al dolor o la desgracia y, precisamente por ello, resulta tan fácil ceder a él. La Biblia indica incluso que ese miedo ha sido un instrumento de esclavitud utilizado por el Diablo a lo largo de milenios contra el ser humano, pero, a la vez, subraya que el hecho de que Jesús haya vencido a la muerte nos libera de ese yugo (
Hebreos 2:15).
Nosotros, por definición, no debemos dejar que el miedo nos domine ya que contemplamos con una perspectiva correcta el valor de lo terrenal y, sobre todo, sabemos que Jesús es el Señor.
El miedo va dirigido contra tres aspectos fundamentales de nuestra existencia: nuestros bienes, nuestros seres queridos y nuestra vida e integridad.
Si callamos en lugar de predicar el evangelio con valentía, se debe a que tememos experimentar pérdidas en alguna de esas áreas. No deseamos sufrir detrimentos ni mermas en nuestras amistades, en nuestra posición social, en nuestro empleo, en nuestra forma de vida y, muchísimo menos, en nuestra salud, nuestra libertad o nuestra vida.
Ese temor se expresa en muy variadas gamas y puede ir desde el deseo de no desagradar a un hermano que se sienta a nuestro lado en la iglesia al ansia por evitar ir a la cárcel pasando por el temor al despido. Sin embargo, la predicación del Evangelio exige aceptar esas posibilidades de todo corazón.
Debemos ser conscientes de que la persecución o el rechazo de las autoridades no debe asustarnos si es por defender el Evangelio, sino, más bien, llenarnos de gozo porque nos ofrece la posibilidad de sufrir por Aquel que padeció en la cruz por nosotros.
Eso es lo que vemos en Pedro y Juan intimidados por orden del Sanhedrín, la máxima autoridad de su época (
Hechos 4:18 ss) e incluso azotados al negarse a callar y al estar dispuestos a obedecer antes a Dios que a los hombres (
Hechos 5:40 ss). Ciertamente, su mensaje era antipático – pasaba por acusar a todos de ser responsables de la muerte de Jesús – pero, como una medicina divina, su amargura encerraba también la curación. La salvación estaba en entregarse a ese Jesús despreciado y ejecutado.
Esa misma conducta hallamos en un Pablo encerrado en prisión supuestamente por quebrantar una ley civil –la que impedía introducir gentiles en el Templo– pero, en realidad, víctima de unas autoridades y una sociedad que no estaba dispuesta a escucharlo.
Cuando leemos la carta a los Filipenses, encontramos a un hombre equilibrado, profundo y, sobre todo, alegre porque comprende que incluso en cadenas puede servir a Jesús y extender su mensaje (
Filipenses 1:18). Sin duda, no era una situación grata ni se complacía en ella de manera masoquista, pero el apóstol sabía ver más allá de esta vida y de sus posibles tesoros. Podía afirmar que todas las pérdidas materiales – posición, respeto, dinero, trabajo… - no le parecían significativas a cambio de ser fiel a Jesús, de recibir la justificación que no es por obras sino por fe y de gozar un día la resurrección (
Filipenses 3:4-11).
Pablo, era, a fin de cuentas, una persona en la que se había encarnado la predicación de Jesús, que sabía que
“nada hemos traído a este mundo y que nada nos podremos llevar” (
I Timoteo 6:6-8), que todos los que deseen vivir piadosamente padecerán persecución (
II Timoteo 3:12) y que era consciente de que
“no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio” (
II Timoteo 1:7).
Decía Cromwell, en la que época en que se había alzado contra el despotismo de Carlos I y defendía las libertades inglesas, que deseaba tener en sus filas hombres “que no tuvieran miedo de los hombres y sí, temor de Dios”.
Es lo mismo que el Señor desea para predicar el Evangelio: personas que no se dejen llevar por el miedo y cedan en su integridad para conservar ganancias terrenales o complacer a los hombres, sino que estén dispuestos a arrostrar cualquier riesgo y pérdida por amor de El y de su Evangelio, que tengan no miedo a los hombres, sino temor de Dios.
Pero
del temor de Dios hablaré, Dios mediante, la semana que viene.
Continuará
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