Esa veneración va unida para remate de un verdadero descuido hacia no pocos pastores en activo. Con enorme dolor, debo señalar que esas conductas son graves.
De entrada, no existe libro menos hagiográfico que la Biblia.
Si las Escrituras fueran un libro exclusivamente humano y no divino, ignoraríamos que Moisés fue castigado sin poder entrar en la Tierra prometida, no sabríamos que su hermana María fue castigada por murmurar, careceríamos de datos sobre el pecado de David y Betsabé, no tendríamos la menor idea de las quejas terribles de Job y, por supuesto, jamás nos habríamos enterado de que Pedro negó a Jesús tres veces. Dato tras dato se nos habría ocultado para que pensáramos que eran seres perfectos, angelicales, “santos”.
Esa línea contemplada en la Biblia ha sido una conducta seguida por la Reforma. Por supuesto, Lutero podía ser admirado, pero cuando se le ocurrió disparatar en el ocaso de su vida con los judíos, Melanchton, su discípulo preferido, lo desautorizó y los pastores se apresuraron a decir que no había que hacerle ni caso. De manera similar, en Ginebra – la Ginebra donde fue quemado Miguel Servet – se alzó un monumento pidiendo perdón por aquella ejecución no negada ni disculpada porque las de la Inquisición fueran mucho más numerosas, sino aceptada y lamentada con sincero arrepentimiento.
Precisamente una de las grandezas de la Reforma – el retorno a las Escrituras – se tradujo en eliminar no sólo el culto a los santos porque
“sólo al Señor adorarás y rendirás culto” (Lucas 4, 8), sino también la decisión de no crear otros nuevos. No siempre hemos seguido ese camino en los últimos tiempos y las consecuencias son preocupantes.
Se ha ocultado la verdad sobre personajes “canonizados” cuya estela para el pueblo evangélico difícilmente hubiera podido ser más nefasta y se mantiene su “legado” que, al fin y a la postre, sólo nos acarreará el juicio de Dios y lo más grave es que la verdad que existe tras la “historia oficial” es más que conocida por muchos… como aquel hermano que en el funeral de uno de esos “santos” lo recordó con ironía apenas encubierta como un “buen gourmet”. Sin duda, lo había sido con el dinero que había robado durante años. Ni que decir tiene que hace años que decidí no asistir a funerales de ese tipo aunque sí ore en mi casa porque el personaje en cuestión se haya arrepentido antes de morir de lo que hizo.
Estas canonizaciones discurren en paralelo con el descuido que sufre más de uno y más de dos pastores. No son pocos los que están mal pagados, los que tienen que vivir con enorme estrechez, los que carecen de asistencia médica, los que si fueran llamados ahora a la presencia del Señor dejarían a una familia a la intemperie. En algunos casos – hasta donde yo sé excepcionales – alguno de estos pastores ha terminado incluso por desarrollar un espíritu de amargura e incluso de acentuada envidia hacia hermanos a los que el Señor ha bendecido materialmente. Su actitud no tiene excusa, lo sé, pero ¿hasta qué punto ha sido abonada por la indiferencia de sus propias congregaciones?
Y es que en lugar de venerar a “santos” que rara vez lo son, contando historias que fueron muy distintas y perpetuando legados nefastos, deberíamos adoptar una profunda decisión de arrepentimiento y seguir la exhortación que afirma: “acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la Palabra de Dios, considerad el resultado de su conducta e imitad su fe” (Hebreos 13, 7). A ver si nos enteramos…
CONTINUARÁ
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