Pues bien al año siguiente, el rabino Menasseh ben Israel publicaba “La esperanza de Israel”. Mucho menos ambicioso que los puritanos se conformaba con que dejaran que los judíos volvieran a Inglaterra. Así fue. Primero, Cromwell invitó a los judíos a establecerse en Inglaterra convencido de que de esa manera el Señor le bendeciría en su lucha contra Portugal, España y Holanda. A lo mejor no lo hizo, pero la pequeña Inglaterra, en enorme inferioridad de condiciones, logró vencer a las tres potencias marítimas con notable facilidad. Por cierto, en 1655 los judíos fueron readmitidos en Inglaterra aboliéndose el decreto de 1290.
Naturalmente, aquella visión no se limitaba a los puritanos de este lado del Atlántico. Al otro lado, Cotton Mather (1639-1723), autor de más de un centenar de libros de teología, también apoyaba el regreso de los judíos a su solar patrio.
Aunque los puritanos no se mantuvieron mucho tiempo en el poder en Inglaterra, su impulso fue decisivo. En 1714, John Toland publicaba un libro favorable a que se concediera la plena ciudadanía a los judíos y en 1753, el parlamento aprobaba un proyecto de ley que otorgaba la ciudadanía a los judíos que hubieran residido tres años en Inglaterra.
Por supuesto, todos esos esfuerzos humanitarios fueron siempre de la mano del deseo de comunicar el Evangelio y es que cuando hay humanitarismo sin Evangelio lo primero que sabemos es que no hay Evangelio y lo segundo que descubrimos es que, generalmente, tampoco hay humanitarismo.
En 1809, se creó la Sociedad londinense para promover el cristianismo entre los judíos. Menos de tres décadas después el gobierno británico instruía a su embajador ante el sultán de Turquía para que permitiera a los judíos de Europa “regresar” a Palestina. Fue precisamente entonces, en 1838, cuando Lord Shaftesbury hizo acto de presencia. Una década antes de que Marx sembrara el odio por Europa llamando a la lucha de clase, Lord Shaftesbury, un cristiano evangélico y muy conservador, había logrado que Gran Bretaña aprobara las primeras leyes de protección laboral de niños y de mujeres. Seguramente el buen lord no lo sabía, pero con su comportamiento cristiano estaba librando a su nación de las terribles revoluciones que asolarían Europa en ese siglo y el siguiente. Pero además Lord Shaftesbury defendía con entusiasmo el regreso de los judíos a su tierra e insistía en que los cristianos tenemos una deuda con ellos por transmitirnos el Antiguo Testamento. Por cierto, a esas alturas los dirigentes judíos ingleses pensaban que Lord Shaftesbury no estaba bien de la cabeza y que lo que decía carecía de sentido.
En 1839, un grupo de cristianos evangélicos dirigió un Memorando sobre la restauración de los judíos a –bien significativo– los poderes protestantes de Europa y América. Éstos eran Gran Bretaña, Prusia, Holanda, Suecia y Noruega, Dinamarca, Hannover, Wurtemberg, los electores alemanes, Suiza y Estados Unidos. Dos años después, por primera vez en más de milenio y medio, un obispo judío ocupaba la sede de Jerusalén. Era el anglicano Michael Solomon Alexander. Veinticinco años después, Lionel de Rothschild se convirtió en el primer parlamentario judío de Gran Bretaña y en 1868. un judío converso, Benjamín Disraeli, era nombrado primer ministro.
En 1882, William Hechler, un pastor evangélico, publicó un curioso libro titulado “La Restauración de los judíos a Palestina”. Cuatro años después, Theodor Herzl, el padre del sionismo moderno, apuntaba en su Diario su primer encuentro con Hechler al que describía como “un individuo simpático y agradable, con la barba larga y gris de un profeta” y añadía que dos años antes que él ya había proclamado el regreso de los judíos a su tierra. Aún faltaba una década para que el propio Herzl escribiera El Estado judío y once para que se reuniera el primer congreso sionista en Basilea.
Podría seguir multiplicando los ejemplos de cómo cristianos evangélicos que conocían profundamente las Escrituras comprendieron que su destino y el de sus naciones estaba muy vinculado con su actitud hacia los judíos. No se equivocaron un ápice. Y es que en la Biblia hay reglas muy claras para lograr la prosperidad personal y nacional. Reglas que nos hablan de unos jueces independientes y de unos impuestos bajos, de una educación en principios bíblicos y de ahorro, de un amor hacia los judíos y de esfuerzo personal, del temor de Dios y del trabajo bien hecho. El Señor bendice a quienes obedecen esas enseñanzas y deja a su destino a los que deciden volverles la espalda.
Para concluir esta sección permítaseme formular una predicción. Dentro de cinco, de diez, de quince años, las naciones que hayan seguido los principios contenidos en la Biblia habrán prosperado, mientras que aquellas que los desprecien habrán ido a peor.
Por supuesto, siempre habrá quien intente disculpar esa situación aludiendo al calentamiento global, al imperialismo, a la globalización o a la carabina de Ambrosio. Pero no nos engañemos. La razón ya quedó expresada hace más de tres mil años cuando un varón de Dios le dijo a Elí de parte del Señor:
“Yo honraré a los que me honran y los que me desprecian serán tenidos en poco” (I Samuel 2, 30).
Al final, todo se reduce a obedecer los principios no de los hombres sino de las Escrituras. A ver si nos enteramos…
CONTINUARÁ
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