Afirmaba yo entonces que existe una serie de principios que construyen –o destruyen– las posibilidades de progreso de las naciones e indicaba además que esos principios (de los que daba una enumeración sucinta) aparecen expuestos con claridad en la Biblia. Se puede objetar que no tienen punto de contacto, por ejemplo, con el movimiento antiglobalización o con el socialismo que arruinó a media Europa y que se disolvió en cuanto desaparecieron los tanques soviéticos, pero de eso debería culparse al autor de la Biblia y no a mi que ya tengo bastante con intentar someterme a sus enseñanzas.
Uno de esos principios que gravita enormemente sobre la Historia de las naciones es la actitud hacia los judíos.
Permítaseme incluso adelantar una hipótesis, la de que el mayor y más rápido desarrollo de las naciones protestantes se ha debido a la aplicación de los principios económicos ya indicados en entregas anteriores – a diferencia de lo sucedido con otras naciones ortodoxas, católicas, islámicas o paganas – y también a su actitud hacia los judíos.
En esta época en que la progresía ha decidido que el Islam es un cúmulo de virtudes y el estado de Israel, un compendio de maldades afirmar esto es políticamente incorrecto, pero eso a mi me importa un bledo.
En esta entrega y en las siguientes intentaré, de hecho, mostrar que el sionismo no es una creación de judíos ateos, como se repite con frecuencia, sino de protestantes apegados a la Biblia y que ese comportamiento tuvo una repercusión clara en el destino de sus naciones. Que la Biblia afirma que Dios bendecirá a los que bendigan a los descendientes de Abraham y maldecirá a los que los maldigan no tiene discusión (Génesis 12, 3 ss).
Cuestión aparte es cómo se ha producido el desarrollo histórico de esa situación. En 1492, culminó en España una cadena de expulsiones que habían afectado a los judíos en todas las naciones europeas desde dos siglos atrás. Fue la última y en un momento en que parecía que no tendría lugar por lo que no extraña que resultara especialmente traumática. Esa actitud de antisemitismo generalizado experimentó un cambio radical con la Reforma, aunque fue paulatino.
En 1523, Lutero publicó un libro titulado Jesucristo nació judío. La obra, cargada de compasión, tendía la mano a los judíos y lamentaba la situación miserable a la que se habían visto reducidos en Europa. Veinte años después el mismo Lutero publicó su “Sobre los judíos y sus mentiras”. Este último texto de Lutero se originó en el descubrimiento de que había pasajes del Talmud injuriosos contra Jesús y su madre. La respuesta del reformador fue proponer la solución que se había llevado a cabo en España, es decir, la expulsión.
A esas alturas, los principios de la Reforma llevaban difundiéndose más de dos décadas y nadie hizo caso al reformador – lo que es bien significativo – comenzando por sus discípulos y siguiendo por su propio príncipe. De hecho, incluso se publicó alguna obra discutiendo frontalmente lo afirmado por Lutero. No era mucho, pero era un inicio, y, desde luego, hubiera sido impensable fuera de la Europa reformada.
En 1589, en Inglaterra fue condenado a la hoguera un autor protestante llamado Francis Kett. La razón era que había abogado a favor del regreso de los judíos a Israel. Se trataba de un mal principio, pero la situación cambiaría radicalmente con los puritanos. Por supuesto, los puritanos tienen mala prensa siquiera porque amaban la Biblia con todo su corazón y porque difundieron sus valores de una manera extraordinaria. Sin embargo, su legado resulta incomparable y en el tema del sionismo es esencial.
En 1608, un autor puritano llamado Thomas Darse publicó The Worldes Resurrection donde, partiendo de Romanos 11, abogaba por el regreso de los judíos a su solar patrio en Israel. Al año siguiente, otro puritano, Thomas Brightman, publicaba un libro similar con idéntico mensaje. En 1621, sir Henry Finch publicó The World´s Great Restoration donde sostuvo la misma tesis. Debió parecer excesivo al rey Jaime porque ordenó su arresto y le privó de todos sus bienes por mantener esa tesis. Fue puesto en libertad, pero moriría pocos años después. Desde luego, el escarmiento no tuvo mucho éxito porque en 1627, el puritano Joseph Mede publicó otro libro con tema similar. Y ahí no quedó la cosa.
Durante la década de los cuarenta, los puritanos llegaron al poder en Inglaterra. Pues bien a Joanna Cartwright y a su hijo Ebenezer, ambos puritanos, les faltó tiempo para solicitar la abolición del decreto de expulsión de los judíos. Pero no se limitaron a ello, además solicitaron del gobierno que Inglaterra fuera la primera nación que “transportara” a los judíos a la Tierra prometida a sus antepasados.
No quiero pensar lo que se diría hoy en ciertos ambientes de estas gentes, así que mejor no lo pienso.
La semana que viene, Dios mediante, seguiré contando la Historia… a ver si nos enteramos.
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