Aunque pueda parecer que la discusión no pasaba de ser una pérdida de tiempo por matices sin importancia, giraba en tomo a algo tan decisivo como es pasar de crecer, de manera más o menos adaptada, en un ambiente religioso a experimentar una conversión cuyo centro es Jesús.
Este año se cumplirá el trigésimo aniversario de mi paso por esa experiencia. La manera en que tuvo lugar resulta, a mi juicio, mucho más interesante que los antecedentes educativos o familiares. Sin embargo, debo decir que éstos también tuvieron su peso.
Había estudiado el bachillerato de letras con bastante aprovechamiento y cuando entré en la universidad para cursar Derecho me daba pena la idea de perder mis conocimientos de griego. Quizá si hubiera podido comprar una Odisea o un Hesíodo mi vida hubiera discurrido por otros rumbos, pero
en aquellos momentos el único texto relativamente accesible en griego era el Nuevo Testamento.
Me costó 125 pesetas en una edición muy manejable que forré con el mismo papel en que me la envolvió la vendedora de las Sociedades Bíblicas y, desde el día siguiente, dediqué una parte de las primeras horas de la mañana a leerlo. Comencé por el libro de los Hechos y recuerdo, por ejemplo, mis dificultades al desentrañar el discurso de Esteban al segundo o tercer día de iniciar aquel plan de preservación del griego. Sin embargo, poco a poco, las dificultades iniciales se fueron desvaneciendo y comencé a leer casi de corrido aquellos textos.
LA CERTEZA DEL PERDÓN
No recuerdo si fue a la segunda o a la tercera vuelta -desde luego, no fue en la primera- al Nuevo Testamento cuando
me topé de una manera muy especial con la carta de Pablo a los Romanos.
Por supuesto, conocía el texto, pero en aquella ocasión
se abrió ante mí con una luminosidad desconocida. Primero, me encontré con el hecho irrefutable de que era pecador (Romanos 3, 9);
segundo, con la terrible certeza de que la ley de Dios no podía salvarme ya que, por el contrario, me cerraba la boca al mostrarme cuánto me apartaba de ella en mi conducta cotidiana (Romanos 3, 19-20); y
tercero, descubrí que podía ser justificado por Dios no por mis obras sino por aceptar mediante la fe el sacrificio expiatorio de Cristo en la cruz (Romanos 3, 21-28).
Aquella enseñanza sencilla descrita por Pablo me mostraba a un Dios ante el que yo no podía comparecer con mis méritos, mis acciones o mis obras, sino ante el que sólo podía arrodillarme para aceptar el perdón que él me concedía de manera gratuita e inmerecida en Jesús.
Captar ese aspecto cambió radicalmente mi vida. A partir de ese momento, comprendí por qué Pablo señalaba que
«somos salvos por la gracia a través de la fe y no por obras para que nadie se jacte» (Efesios 2, 8-9) o por qué Jesús nos había comparado con una oveja incapaz de regresar al redil, una moneda perdida que no puede volver al bolsillo de su dueña o un hijo que despilfarra la fortuna familiar (Lucas 15).
En todos los casos, es Dios el que acude a buscarnos no porque lo merezcamos o porque nos lo hayamos ganado sino, simplemente, porque nos ama y lo hace -siento ser tan insistente- no porque seamos sus amigos, sino a pesar de que somos sus enemigos (Romanos 5, 1-11).
Cuando capté todo aquello, me puse de rodillas y recibí por fe la salvación que Dios me ofrecía en Jesús y mis pecados fueron totalmente limpiados. Como afirmó Jesús, en ese momento pasé de muerte a vida (Juan 5, 24).
Decía antes que a partir de entonces cambió mi existencia y es verdad. Como señala Pablo, el amor que Dios me había dado en Jesús era tan grande que me sentí más que impulsado a vivir como Él enseña (2 Corintios 5, 14).
Por supuesto, no hace falta que diga que en tres décadas no he dejado ni de equivocarme ni de ser un pecador.
Son muchas las veces en que tengo que volver a arrodillarme y a pedir perdón. Sin embargo, a lo largo de estos treinta años Jesús no ha dejado un solo instante de estar a mi lado y Su Espíritu ha seguido gravitando de mil y una maneras sobre mi vida.
Ésa es la verdadera clave de lo que pienso, siento, escribo, digo o hago. Y es que, como diría mi releído Pablo, disto mucho de haber alcanzado la perfección, pero prosigo hasta la meta (Filipenses 3, 12).
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