Podrían enumerarse de la siguiente manera:
· El síndrome católico
· El sentimiento de inferioridad evangélico
· Los valores del Evangelio: predicación del Evangelio, respeto a la vida, justicia y testimonio profético
· La unidad del Cuerpo de Cristo y
· La educación de nuestros hijos
Comencemos con lo que yo denomino el síndrome católico.
Desde el s. IV – que se dice pronto – España es una nación oficialmente católica. Es cierto que hasta el s. X contó con una liturgia propia (como la diócesis de Milán), pero su vinculación a Roma resulta innegable. Esa circunstancia ha marcado la Historia nacional de una manera extraordinariamente importante.
Es cierto que en el s. XV se intentó una reforma de la iglesia, pero se llevó a cabo dentro de la iglesia católica y siguiendo sus parámetros. Cuando en el s. XVI dio inicio la Reforma protestante su influjo en España se limitó en buena medida a gente ilustrada que era capaz de leer – un verdadero lujo – y estudiar la Biblia. No pocos de los protestantes de aquella época fueron gente excepcional, pero, o desapareció por la represión inquisitorial o, en un número muy significativo, optó por el exilio.
Aunque la relación espiritual con ellos resulta innegable, lo cierto es que el protestantismo actual se estableció a finales del s. XIX en España y algunas denominaciones no aparecieron hasta las postrimerías del s. XX.
Esta circunstancia ha pesado enormemente sobre nosotros provocando, entre otras cosas, lo que yo denominaría el síndrome católico. Éste nos ha marcado de manera muy negativa siquiera porque, en lugar de desarrollar comportamientos nacidos directamente de la Biblia y del riquísimo legado protestante nos hemos entregado a imitar – quiero creer que inconscientemente – formas católicas como si de mayores quisiéramos llegar a alcanzar algunos de sus comportamientos.
Los ejemplos son muy diversos, pero desearía señalar algunos. El primero es el modelo de relaciones con el Estado. Esto nos llevó en los años ochenta a aceptar como ideal la firma de unos pactos con el Estado.
Ya en aquel entonces – hablamos de hace más de dos décadas – me manifesté totalmente contrario a ese modelo. Entendía yo que si firmábamos unos acuerdos que pretendían igualarse a los suscritos por la Santa Sede los resultados serían negativos.
En primer lugar, nunca podríamos obtener un trato igual porque mientras que la Santa Sede es un Estado y, por lo tanto, los acuerdos con ella tienen rango de tratado internacional y por ello se ven colocados por encima de la constitución; los evangélicos (gracias a Dios) no somos un Estado y el rango legal de nuestros acuerdos siempre sería inferior. Además temía que eso nos llevara a aceptar en el seno de la entidad evangélica a grupos como los adventistas (por cierto, magnífica serie la que sobre ellos ha escribito Amable Morales en Protestante digital) y que nos dividiera porque, al menos, algunas denominaciones no aceptarían ese planteamiento y se mantendrían fuera.
Temía igualmente que los resultados positivos serían muy escasos y que, por añadidura, serviríamos de coartada moral a los suscritos por la Santa Sede haciendo un triste papel de “tontos útiles”.
Semejante planteamiento llevó a un no muy avispado reportero del País a colocarme el letrero de “progresista” (¡vaya ojo!) en un reportaje donde, entre otros errores, aparecía una foto de un bautismo de los Testigos de Jehová como muestra de rito evangélico y mi segundo apellido iba mal reproducido.
Nunca he tenido el menor problema a la hora de reconocer mis errores, pero, a más de dos décadas de distancia, me temo que todas aquellas apreciaciones se han visto confirmadas incluso más allá de lo que yo hubiera sospechado.
Pero de todo ello nos hubiéramos visto libres si no hubiéramos padecido el síndrome católico.
Ese síndrome tiene también otras manifestaciones como un denominacionalismo atroz que me recuerda la rivalidad entre órdenes religiosas; la proliferación de comités ocupados casi siempre por los mismos y de escasa operatividad; el culto a determinados personajes totalmente intolerable desde una perspectiva reformada e incluso recientemente la aparición de un “santoral” evangélico español más que discutible.
Creo – y lo digo con temor y temblor – que detrás de esa actitud se esconde un complejo de inferioridad evangélico totalmente injustificado, pero innegable y a él me referiré en mi próxima entrega... a ver si nos enteramos.
Continuará
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