El problema del terrorismo es vivido – y resulta lógico – desde una perspectiva cercana que distorsiona considerablemente la realidad. El terrorista ve sólo a través de sus objetivos y así puede asesinar e incluso burlarse de los parientes de los asesinados como hemos visto trágicamente hace unos días en TV con ocasión del proceso de Txapote, el asesino de Miguel Ángel Blanco.
Desde su perspectiva limitada, el mundo queda reducido a “la lucha por la independencia”, a la “implantación del socialismo”, al “combate contra el imperialismo yanqui” o a “la liberación de la agresión sionista”. No existe nada más o poco más y desde ese ángulo limitado, distorsionado y falso, el terrorismo aparece legitimado.
Por lo que se refiere a las víctimas, su punto de vista sí se corresponde lamentablemente con la realidad y se trata además de una realidad que ha costado vidas, miembros o felicidad. Con todo, el dolor terrible sufrido no pocas veces limita su perspectiva.
Desde mi punto de vista, el terrorismo va mucho más allá de lo que habitualmente pensamos y queda engarzado en una dinámica espiritual maligna de consideraciones mundiales.
Históricamente considerado, el terrorismo es un fenómeno muy reciente que apareció en el s. XIX de la mano de la internacional socialista. Sus primeros pasos los dio en Rusia y España y contribuyó en ambos casos a descarrilar procesos de progreso reformista para implantar, en la primera nación, el primer estado totalitario de la Historia y, en el segundo, quebrar la monarquía parlamentaria y arrastrarnos a una de las peores crisis de la Historia de España. La implantación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en Rusia vino acompañada de la financiación y ayuda a los movimientos terroristas de todo el mundo. Esa situación comenzó ya en 1917 en naciones como Finlandia, pero se retrasó en otras partes del mundo hasta el final de la segunda guerra mundial. Con media Europa sometida a dictaduras socialistas, la URSS utilizó el terrorismo como una de las armas destinadas a debilitar al bloque occidental.
De manera nada casual, los terroristas del IRA y de ETA, de las FARC y de la OLP, por citar unos cuantos se entrenaban en los mismos campamentos del norte de África, Siria o el Líbano con manuales redactados en la URSS. Con seguridad, para los dirigentes soviéticos la independencia de Irlanda o Euzkadi no eran valores en si mismos, pero resultaban útiles en la medida en que contribuían a desestabilizar al enemigo.
La guerra fría – gracias a Dios – concluyó con la derrota del denominado socialismo real, eso sí, no antes de que éste hubiera costado la vida a más de cien millones de personas, más del doble que la guerra que provocó el nacional-socialismo alemán en 1939. La desaparición de la URSS y de las dictaduras socialistas en Europa significó un golpe durísimo para el terrorismo en sus más diversas manifestaciones. Desprovistos de su paraguas logístico, los distintos grupos terroristas intentaron adaptarse a la situación de las maneras más diversas. En ocasiones, como los palestinos, comenzaron a buscar una vía hacia la política convencional; en otras, se transformaron en redes de delincuencia internacional como en Colombia o el PKK kurdo; en otras, como ETA, sobrevivieron gracias a la ayuda de diverso tipo proporcionada por distintos partidos nacionalistas.
Con todo, parecía que la bestia había sido herida de muerte siquiera porque ya no había detrás de ella un respaldo internacional. Esa ilusión – me temo – apenas ha durado unos años. A inicios de nuestro siglo, los restos del naufragio de las dictaduras socialistas, los restos del fracaso de los movimientos tercermundistas y los restos de grupos terroristas han encontrado un lugar en el seno del emergente movimiento antiglobalización.
Cualquiera que lea, por ejemplo, la declaración de Sao Paulo descubrirá un plan para la conquista global del mundo basada en la mentira y en la violencia. En el texto se hace referencia a manidos tópicos como la maldad del capitalismo, pero, en el fondo, subyace el mensaje de siempre: el plan de conquista del mundo mediante dictaduras socialistas, la utilización de la agitación y la propaganda para intoxicar y adormecer a la población mundial, la apelación a palabras nobles como paz y justicia únicamente con fines propagandísticos, el uso de la buena fe de la gente sencilla, la creación de organizaciones pantallas y – deseo subrayarlo de manera especial - la infiltración en las iglesias para favorecer la toma del poder por los peores enemigos de la libertad que ha conocido el género humano. La verdad es que suena demasiado parecido al anuncio de “paz y seguridad” previo a la “destrucción repentina” (I Tesalonicenses 5, 3) como para pasarlo por alto.
Ignoro – sólo Dios lo sabe – si la bestia herida con la caída del muro de Berlín, una bestia diabólica engendrada sobre la mentira y la muerte, recibirá nueva vida. Sí sé que su corazón no puede ser más anticristiano y que su existencia innegable nos lleva a contemplar el terrorismo con nuevos ojos. No se trata de problemas aislados de alcance nacional, ni sus víctimas son únicamente una cuestión de ámbito local. Se trata, más bien, de una estrategia mundial, de una partida en un tablero de ajedrez universal, en la que los diferentes grupos terroristas son, al fin y a la postre, sólo peones y las víctimas, piezas desechadas en medio de una ola de sangre.
Pasar por alto ese hecho es comprensible en el caso de los que no saben – o no quieren saber – que la Historia es más que lo que aparece en los libros o se refleja en los diarios. No resulta, sin embargo, permisible para los creyentes. A decir verdad, estamos llamados a ver tras la guerra entre Persia y Grecia, la acción de planes y situaciones de carácter espiritual de mucho mayor calado (Daniel 10, 12-3). Si no tenemos en cuenta esos aspectos, si los pasamos por alto, si los sustituimos incluso por los análisis del mundo, no podremos juzgar de manera cabal un problema como el del terrorismo. No sólo. Por añadidura, seremos presa fácil de los demagogos y de los servidores del totalitarismo y, sin desearlo, podremos incluso transformarnos en caballos de Troya de una estrategia diabólica en el sentido más literal del término. El que tenga oídos para oír que oiga.
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