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El final de los samuráis

El final del shogunato Tokugawa y la recuperación del poder total por el emperador no significó el triunfo de los samuráis sino, por el contrario, su enfrentamiento con un sistema reformador. Contra el mismo se alzó Saigo —el Katsumoto de El último samurai— con la intención de mantener en pie el mundo de antaño.
LA VOZ AUTOR César Vidal Manzanares 08 DE JUNIO DE 2006 22:00 h

En 1854, el tratado de Kanagawa, localidad cercana a Yokohama, significó el establecimiento de relaciones comerciales con los Estados Unidos así como la concesión de dos puertos. Inglaterra, Rusia y Francia se vieron también beneficiadas por sendos acuerdos mercantiles. Esta apertura del Japón —a pesar de no realizarse en un plano de igualdad— beneficiaba económicamente a la nación pero despertó las inquinas de un sector de los samuráis que la veía como una apertura de puertas a los bárbaros.

Surgió así el movimiento de los shishi (hombres de los altos ideales) cuyo nacionalismo pivotaba sobre los objetivos de sonno (reverenciar al emperador) y joi (ahuyentar a los bárbaros). El personaje más importante de este movimiento fue Yoshida Shoin (1830-1859) que combinaba el nacionalismo con un cierto populismo y que convirtió en bandera la tesis de que el Shogun era incapaz de “servir al emperador y expulsar a los bárbaros”. Como tantos otros personajes en la historia de Japón, Shoin decidió abrir una escuela donde enseñar a otros su doctrina. Ubicada en Choshu, de ese centro saldrían los futuros constructores del Japón Meiji unas décadas después.

Cuando Japón firmó el tratado con Estados Unidos, Shoin anunció no sólo “la cólera de los dioses y de los hombres” sino que era “legítimo destruir y matar respetando los principios básicos de la justicia”, justicia que, no hace falta decirlo, quedaba identificada con su nacionalismo. Shoin concibió así un plan para derribar al Shogun que se vio frustrado y que concluyó con su detención y ejecución. Aparentemente, el Shogun había triunfado. En la práctica, sus días estaban contados.

En noviembre de 1866, el emperador concedió a las provincias rebeldes de Satsuma y Choshu el derecho de derribar al Shogun. Al año siguiente, el último shogún Keiti decidió entregar el poder formalmente en favor del emperador Mutsu Hito. Sin embargo, una cosa era que así lo viera Keiti y otra que los otros miembros del aparato del Shogun estuvieran dispuestos a aceptarlo. Cuando el 3 de enero de 1868, el emperador declaró que asumía todo el poder, Tokugawa Yoshinobu afirmó que semejante paso era ilegal y atacó Kyoto, la sede del emperador. Comenzaba así la guerra Boshin. A pesar de que las tropas de Tokugawa eran el triple que las imperiales, fueron derrotadas en Toba y obligadas a retirarse a Edo. Fue entonces cuando se destacó un samurai llamado Saigo Takamori en el que se inspira directamente el personaje de Katsumoto de la película “El último samurai”.

Saigo Takamori dirigió las fuerzas imperiales durante los meses siguientes de manera victoriosa por el norte y el este de Japón y, finalmente, en mayo de 1868 consiguió la capitulación de Edo. Con un gesto cargado de simbolismo, el emperador trasladó a continuación su capital a Edo que comenzaría a llamarse Tokio desde entonces. Aunque todavía hubo algún clan que se empeñó en resistir a finales de 1868, la victoria imperial era completa y daba inicio la Era Meiji.

TRAS EL FIN DE LA GUERRA
Con el final de la guerra, Saigo se convirtió, a pesar de su origen humilde, en consejero estatal y general en jefe del imperio restaurado. Profundamente nacionalista, Saigo propugnaba una expansión imperialista del Japón que consistiría en anexionarse Corea y que rompería todo tipo de relaciones con las potencias extranjeras. En otras palabras, ambicionaba un regreso al período anterior al shogunado Tokugawa, un verdadero retorno a la Edad Media. Cuando sus planes no fueron aceptados, Saigo dimitió y regresó a su lugar natal en Kagoshima, al sur del Japón.

Desde luego, el emperador Meiji era de una opinión muy diferente en cuanto a lo que debía ser el futuro de Japón. En 1871, abolió el orden feudal y de la servidumbre; decretó la igualdad jurídica de todos los japoneses; estableció pensiones para indemnizar a los nobles y creó un sistema de becas para estudiar en el extranjero. En 1872, se implantó un servicio militar obligatorio que pretendía fundamentalmente democratizar el oficio de las armas y modernizar el ejército de acuerdo con los modelos prusiano y francés —nunca norteamericano como en la película tantas veces citada— y se estableció la enseñanza obligatoria, la moneda nacional (ésta sí basada en el sistema monetario de Estados Unidos) e importantes reformas en la policía, la prensa, el derecho, el servicio postal, los ferrocarriles, la sanidad y la Hacienda. Japón se estaba modernizando y lo hacía sin perder su esencia nacional, un proceso que ya había tenido precedentes en siglos anteriores.

Con todo, ese proceso de modernización iba a chocar frontalmente con una mentalidad, la de los samuráis, que apetecía la perpetuación del sistema de castas en el que ellos se convertían, en cierta medida, en el alma de la nación. Cuando se declaró abolido su derecho a disfrutar de una posición social superior a la de los plebeyos, a llevar espada o a abusar impunemente de los socialmente inferiores el malestar se extendió rápidamente. Es cierto que algunos se alistaron en el nuevo ejército o incluso se integraron en el funcionariado que se estaba creando pero en muchos casos se vieron abocados a trabajar en la industria, el comercio o la agricultura, ocupaciones que consideraban intolerablemente indignas. Cuando el plan de invasión de Corea fue propuesto por Saigo, muchos pensaron que todo volvería al cauce que deseaban pero no fue así. En 1876, empezaron a producirse levantamientos samuráis contra el gobierno pero la gran rebelión estuvo capitaneada por Saigo.

Las razones para que así sucediera fueron diversas. Por un lado, contaba con el prestigio de haber sido un competente jefe militar durante la guerra Boshin y a esta circunstancia se añadía que de él había procedido el plan para anexionar Corea y, sobre todo, que en la zona gobernada por él en Kagoshima se había opuesto con éxito a la realización de las reformas gubernamentales, convirtiéndola en una especie de estado dentro del estado. En febrero de 1877, Saigo inició una marcha sobre Tokio. Lejos de ser un intento pacífico, como aparece en la película, Saigo tenía intención de derribar al gobierno y a medida que avanzaba hacia el norte se le fueron sumando millares de samuráis descontentos que compartían ese objetivo. Una vez más a diferencia de lo narrado en “El último samurai”, Saigo no disponía de unos centenares de hombres sino de un imponente ejército de casi cincuenta mil. Para enfrentarse con Saigo, el gobierno envió a fuerzas del nuevo ejército. No pertenecían a los samuráis sino que eran plebeyos a los que Saigo injurió como “sucios granjeros”. Sin embargo, a pesar de su falta de tradición militar y de no pertenecer a los samurais, los “sucios granjeros” demostraron un valor y una pericia notables y no sólo —otra diferencia con la película— una superioridad técnica. La batalla decisiva duró una semana entera y en el curso de la misma Saigo fue derrotado, herido y obligado a retirarse.

De acuerdo con el código samurai del Bushido, Saigo se practicó el seppuku abriéndose el vientre con su daga y siendo inmediatamente decapitado por un amigo íntimo. Buena parte de sus seguidores se negaron a aceptar que había muerte y muy pronto circularon leyendas que afirmaban que regresaría de la India, la China o incluso Rusia para restaurar el orden feudal. Sin embargo, lo cierto es que a partir de su muerte resultó relativamente fácil sofocar los núcleos de rebeldía samurai. Lo que vino a continuación, a pesar de Tom Cruise, no fue un retorno a las tradiciones nacionales que, dicho sea de paso, tampoco habían sido abandonadas del todo, y un abandono de las perniciosas ideas del occidente materialista y depredador. En 1878, se crearon los parlamentos regionales y de 1884 a 1889, el sistema político evolucionó hasta convertirse en una monarquía constitucional con una cámara de diputados electiva. Ese mismo año, de manera simbólica, el gobierno Meiji decidió reconocer públicamente el valor de Saigo y le indultó de manera póstuma.

Por lo tanto, la restauración Meiji no fue un movimiento de corrupción del Japón a través de su occidentalización al que se opuso una noble y caballeresca resistencia de los samuráis. Más bien fue un notable esfuerzo de modernización que pasó, de manera lógica, por una eliminación del régimen feudal y la supresión de los privilegios de casta. Esa fue, sin duda, la parte positiva. La negativa —a pesar del conmovedor final de “El último samurai”— fue que la cosmovisión samurai siguió teniendo un enorme peso sobre el Japón Meiji.

Las reformas —que tuvieron un éxito notable— nunca pretendieron acabar con las tradiciones japonesas sino que, de hecho, les proporcionaron un nuevo cauce. Así, el imperialismo japonés que provocó las guerras contra China (1894-5) y Rusia (1904-5) fue precisamente fruto de un código —el Bushido— que, a pesar de la derrota de Saigo y los suyos, seguía totalmente vigente.

Fue también esa manera de ver la existencia la que estuvo detrás del nacionalismo de los años treinta, la agresión contra China durante el siglo XX y el ataque a Estados Unidos en Pearl Harbor. La clase de los samuráis desapareció como tal a finales del siglo XIX pero no se trató del final romántico de caballeros nobles e idealistas sino de la desaparición incompleta de una casta medieval y agresiva. El hecho precisamente de que su espíritu perviviera tuvo resultados desastrosos para Japón y para la Humanidad, en general.
 

 


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