En 1514, Alberto de Brandeburgo, arzobispo de Magdeburgo y administrador de Halberstadt, fue elegido arzobispo de Maguncia. En aquella época, los cargos episcopales no sólo implicaban unas tareas pastorales, sino que llevaban anejos unos beneficios políticos y económicos extraordinarios, hasta tal punto que buen número de ellos eran cubiertos por miembros de la nobleza que contaban así con bienes y poder más que suficientes para competir con otros títulos.
EL NEGOCIO DE LAS BULAS
El arzobispado de Maguncia era uno de los puestos más ambicionados no sólo por las rentas inherentes al mismo sino también porque permitía participar en la elección del Emperador, un privilegio limitado a un número muy reducido de personas, y susceptible de convertir a su detentador en receptor de abundantes sobornos.
Al acceder a esta sede, Alberto de Brandeburgo acumulaba, sin embargo, una extraordinaria cantidad de beneficios y por ello se le hacía necesaria una dispensa papal. La dispensa en si sólo planteaba un problema y era el hecho de que el Papa siempre estaba dispuesto a concederla pero a cambio del abono de una cantidad proporcional al favor concedido. En este caso exigió de Alberto la de 24.000 ducados, una cifra fabulosa imposible de entregar al contado. Como una manera de ayudarle a cubrirla,
el Papa ofreció a Alberto la concesión del permiso para la predicación de las indulgencias en sus territorios.
De esta acción todavía iban a lucrarse más personas. Por un lado, por supuesto, se encontraba Alberto que lograría pagar al Papa la dispensa para ocupar su codiciado arzobispado, pero además la banca de los Fugger recibiría dinero a cambio de adelantar parte de los futuros ingresos de la venta de las indulgencias, el Emperador Maximiliano obtendría parte de los derechos y, sobre todo, el Papa se embolsaría el cincuenta por cien de la recaudación, destinándolo a concluir la construcción de la basílica de san Pedro en Roma.
MEDIOEVO E INDULGENCIAS
Para comprender lo que significaba la venta de indulgencias hay que situarse en la mentalidad de la Europa del Bajo Medievo.
En esos siglos cobró una enorme importancia la creencia en el Purgatorio. Aunque el dogma no fue definido como tal hasta el s. XV, ya contaba con precedentes de los siglos anteriores y había recibido un inmenso impulso. Inicialmente, la creencia en el purgatorio no había estado ligada a las indulgencias pero no tardó mucho en relacionarse.
Resultaba obvio que si el Papa era el custodio del tesoro de los méritos de Cristo y de los santos podía aplicarlos a los fieles para que, a cambio de ciertas prácticas, éstos sufrieran por menos tiempo en el purgatorio. No pasaron muchos años antes de que semejantes concesiones fueran obtenidas mediante pago y crearan, como en el caso que nos ocupa, un negocio extraordinario.
Como todas las ventas naturalmente, ésta también utilizaba recursos propagandísticos extraordinarios.
Sus vendedores afirmaban, por ejemplo, que apenas sonaban en el platillo las monedas con las que se habían comprado las indulgencias, el alma prisionera en el purgatorio volaba libre hasta el cielo. Además, dado que semejante beneficio podía adquirirse no sólo para uno mismo sino también para otros, no pocas familias dedicaban una parte de sus recursos a beneficiar a sus seres queridos ya difuntos y padeciendo en el purgatorio.
LA POSTURA DE LUTERO
Lutero consideró que semejante conducta era indigna y decidió comunicarlo en un escrito privado y muy respetuoso a su obispo, el prelado de Brandeburgo, y a Alberto de Maguncia que era el responsable de aquella campaña concreta de venta de indulgencias. Lo hizo además siguiendo el uso propio de los profesores universitarios, es decir, redactando un conjunto de tesis que podían ser discutidas con diversos argumentos a favor o negadas con otros en contra. Así nacieron las noventa y cinco tesis.
Las primeras tesis de Lutero apuntan al hecho de que Jesucristo ordenó hacer penitencia –literalmente: arrepentíos en el texto del Evangelio– pero que ésta es una actitud de vida que supera el sacramento del mismo nombre. Precisamente por ello, el Papa no podía remitir ninguna pena a menos que previamente lo hubiera hecho Dios o que se tratara de una pena impuesta por sí mismo. De esto se desprendía que
afirmar que la compra de las indulgencias sacaba a las almas del purgatorio de manera indiscriminada no era sino mentir, ya que el Papa no disponía de ese poder. En realidad, según Lutero, mediante predicaciones de este tipo, se estaba pasando por alto que Dios perdona a los creyentes en Cristo que se arrepienten y no a los que compran una carta de indulgencia. La clave del perdón divino se halla en que la persona se vuelva a Él con arrepentimiento y no en que se adquieran indulgencias.
Con arrepentimiento y sin indulgencias es posible el perdón pero sin arrepentimiento y con indulgencias la condenación es segura. Por otro lado, había que insistir también en el hecho de que las indulgencias nunca pueden ser superiores a determinadas obras de la vida cristiana. Aún más, el hecho de no ayudar a los pobres para adquirir indulgencias o de privar a la familia de lo necesario para comprarlas era una abominación que debía ser combatida.
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