La información nos satura, nos pervierte y nos llena la cabeza de cuervos empeñados en sacarnos los ojos. Nos resulta imposible filtrar la veracidad de cada dato e ir indagando en las fuentes o en las motivaciones de quienes nos proporcionan cantidades ingentes de información. Casi todo lo que nos cuentan hay que asumirlo o rechazarlo por fe.
Da rabia, pero ante la imposibilidad de saber si lo que veo u oigo puede ser verdad o no, asumo con resignación que mis criterios se ven golpeados por una espantosa lluvia meteórica de infamias y difamaciones que no siempre son reconocibles. Nadie nos alerta de esta nueva plaga, pero nuestras bocas y corazones se vician de esta falta de sosiego reflexivo y de la demanda de parámetros de juicio suficientes para esbozar una coherente postura ante los asuntos que nos rodean.
Ante tan espeluznante desconcierto uno tiene que decidir ser prudente; tardo para hablar y para juzgar. En las iglesias se escuchan multitud de oraciones que piden salud, buena economía y el fin de los impíos que atosigan a los justos. Sin embargo, poco eco es el que se escucha de las plegarias del tipo a las de aquel sabio Salomón, a quien Dios le dice:
“agradaste al Señor porque has demandado esto, y no pediste para ti muchos días, ni pediste para ti riquezas, ni pediste la vida de tus enemigos, sino que demandaste para ti inteligencia para oír juicio, he aquí lo he hecho conforme a tus palabras; he aquí que te he dado corazón sabio y entendido.” (1ª de Reyes 3, 11-12).
Es fácil decir que Manolo o Juan es mejor cristiano que Andrés o Josefa, pues las comparaciones, odiosas ellas, son el habitual recurso para nuestros juicios rápidos cuando la realidad de fondo no es más que nuestro desconocimiento acerca de la profundidad con la que Dios escudriña el fondo de las personas. Podemos decir que Antonia es de carácter irascible, y que el encargado de recoger las sillas de la iglesia es un creyente de
menor nivel que el carismático predicador de turno. Torpeza humana, pues no sabemos hasta que punto un individuo queda marcado por su trayectoria de vida, los dones naturales, sus padres, los ambientes sufridos, o hasta por su condición biológica.
Quizás quien sólo quita los asientos y gruñe de vez en cuando es quien, por su historia de vida, estaba abocado a convertirse en un violento violador o asesino, pero gracias a su disposición hacia la obra de Dios, ahora está allí, como un gigante de fe ante los ojos de Dios y como un atrofiado enano ante los rápidos juicios humanos. Quizás ese gran predicador tan admirado por su retórica estaba llamado a servir a Dios en asuntos más arriesgados como el de ser misionero en medio de una guerra africana. Quien sabe si su miedo lo ató a la comodidad de un púlpito en un país tolerante o a la complacencia de una feligresía agradecida. Para Dios, este orador es un cobarde, para los hombres y mujeres: un héroe de la fe. De nuevo, la parábola de los talentos muestra un mundo de corazones invisibles al ojo humano.
Una mezcla de humildad y rigurosidad resulta esencial para quien quiere parecerse a Jesucristo. El dolor que nos infringe un comentario injusto acerca de nuestra persona no sólo lo hacen los demás, pues tú y yo también los ejecutamos, sólo que unas veces nos damos cuenta y otras jamás se nos revela. Traer una nueva y fresca dinámica de búsqueda y súplica de sabiduría en los juicios que ejecutamos trae paz, aunque no sea una de las peticiones más comunes. Abrir la mente, desear la verdad y no pensar que la mayoría siempre tiene razón mientras andamos en el temor de Dios es lo que abre caminos. Y es por ahí por donde se camina firme, con pies de plomo. Más despacito.
Dios se revela en el Antiguo y Nuevo Testamento como el único que escudriña los corazones (Jeremías 11, 20; Apocalipsis 2, 23). Nosotros, a menudo, cuando callamos estamos más guapos, más sabios y más exentos de satánicos juicios injustos,
“porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido” (Mateo 7, 2).
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