Pero es que Plutón esta lejos, lejísimos. Tan distante que se permite el caprichoso lujo de, a estas alturas de la vida, mostrarnos dos nuevos satélites que en realidad siempre habían estado allí.
Como las revelaciones dadas por Jesús a sus contemporáneos, nos hallamos ante verdades sorprendentes que ya existían como tales desde antes de que el humano fuese.Siempre nos habían enseñado en el colegio que Plutón era el último planeta del Sistema Solar. Al menos así me lo tuve que aprender yo sin que a nadie se le pasara por la cabeza siquiera discutirlo. Pero en los últimos años los astrónomos han mantenido un acalorado debate sobre esta afirmación. Para muchos, Plutón es tan pequeño que no merece llamarse planeta, tesis que ha ganado adeptos al descubrirse algún asteroide de mayor tamaño que el tradicionalmente considerado noveno planeta. El estado de la cuestión es que muchos científicos ya no reconocen a Plutón como planeta sino como mero pedrolo.
Tras esta historia del planeta que nunca fue a uno se le queda cierta sensación de timo. Tras habernos quedado sin ver los dibujos de la tele mientras nos aprendíamos de carrerilla la lista de los nueve planetas, ahora hay que desaprenderla.
Y es que añadir conocimiento no produce ninguna sensación encontrada, pero asumir que lo que creíamos cierto hasta ahora ya no es verdad produce cierta humillación.
Ni siquiera en los temas que afectan a toda la humanidad nos gusta rectificar, ¡cuánto más nos violenta el cambiar de opinión, actitudes o estructuras personalísimas de pensamiento! Me miro a mí mismo y en derredor y observo lo tremendamente impopular que resulta que las personas rectifiquemos en coherencia, por muy de sabios que digamos que esto es. No es corriente ver humanos que desaprenden lo que asumieron en su juventud.
¡Yo soy así! o
¡qué le voy a hacer! es la gran falacia que espetamos cuando no queremos seguir creciendo como personas.
Raro nos resulta descubrir nuevos planetas o grandes asteroides pululando por en el Sistema Solar en que vivimos, pero más raro aún resulta ver a un adulto cambiar de verdad, en serio, y de aquí en adelante.Si nos fijamos, tanto las nuevas lunas de Plutón como la mejora del individuo tienen en común que son parte del sentido y fin de la creación de Dios. No me pregunte usted por el propósito divino de los asteroides del cinturón de Kuiper, pero sí que sabemos a través del Evangelio que el sentido vital de quien ha entregado su vida a Jesucristo pasa por el privilegio y el deber de “perfeccionarse” de forma continuada, siempre en órbita alrededor de quien nos alumbra y nos mantiene unidos a él de una forma real que los ojos carnosos no lo ven.
Jesús, a sabiendas de que, al igual que Madrid, nunca terminaremos las obras de mejora en este mundo, no nos deja por imposibles, sino que nos reta de forma directa: “
Sed, pues, vosotros perfectos” (Mateo 5, 48); un desafío que el apóstol Pablo repite en varias de sus epístolas.
Convivir con personas arrogantes y perennemente predecibles es de lo más normal en este mundo caído, pero es nuestra obligación luchar y rogar al Padre para no permitir que esto sea lo cotidiano entre los Hijos de Dios. Entre los nacidos de nuevo la rutina tiene que ser la del cambio y la superación guiada por el poder sobrenatural del Espíritu de Dios. Si nos despejamos de nuestras falsas seguridades y nos entregamos de verdad a los brazos del Padre, esto es posible. Y de hecho, tiene que serlo.
Un cristiano puede convertirse en alguien respetuoso, educado, constante e incluso culto, pero cuando se estanca por tiempo y no ofrece mejoras ni frutos de nuevas cotidianidades es que algo falla. Cuando nos volvemos difíciles de cambiar caemos en el espanto de la resistencia al poder de un Evangelio radical que sólo fluye para transformación. Es como si sucumbiéramos ante el trucado canto de la endeble y mundana seguridad que un día nos proporcionaron los cuatro conceptos básicos de la vida que aprendimos en juventud. Pero que pena, pues nada más esclavizante que tratar de mantener por siempre lo infantil, aquello que no es del todo de Dios y que lo hemos agarrado sólo porque un día decidimos arrastrarlo por siempre con nosotros a modo de cadena fantasmal. Como si ya fuesen sabios o dioses, algunos deciden entregar su forma de ser a los conformismos de este mundo, algo que me lleva a pedirle a Dios que cada día me haga desaprender parte de estas cosas.
Volviendo con los astrónomos y sabiendo que para algunos de éstos observadores de lo alto, Plutón ya es sólo la última piedra del Sistema Solar, pienso que fue muy acertado que por allá en 1930 diesen al nuevo objeto descubierto el nombre de Plutón, el dios romano de las profundidades, los infiernos y las sombras. Si la Escritura presenta a Jesús como la piedra angular del Universo (Mateo 21, 42), veo muy propio que la más distante y fría piedra de la creación lleve entonces el nombre del dios romano de los Infiernos y las tinieblas. Con este gesto de sacarlo de la lista oficial de planetas, Plutón representa ahora los valores del gélido y abundante mundo sin Dios, aquel donde la arrogancia convierte a las personas en piedras de actitudes y pensamientos esclavizantes donde el orgullo y la falta de autoestima forma individuos
cabezotas donde Dios anhela ver hijos libres que crecen sanos.
hermanos, tened gozo, perfeccionaos […]
y el Dios de paz y de amor estará con vosotros '
(2 Corintios 13:11 )
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