La Biblia da testimonio de Dios, del Verbo, de la Palabra hecha carne, pero no es Dios. La Biblia está inspirada por Dios, pero no es ni sustituye a Dios.
Si le preguntáramos a un cristiano español qué es la Trinidad, nos dirá que la Trinidad es el Dios Uno compuesto de tres personas: Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Correcto. Ahora bien, en la práctica de nuestra fe, se podría decir, en realidad, creemos en una Trinidad compuesta más bien de Dios Padre, el Hijo y la Santa Biblia.
En España leemos la Biblia. Más que la media europea, me atrevería a decir, y sé de lo que hablo porque formo parte del equipo de liderazgo de una iglesia internacional, bastante grande y “viva” en Ámsterdam. Pero también la idolatramos. En cierto modo, para mucha gente, la Biblia se ha convertido en una especie de Dios hecho palabras, versículos y pasajes que citar a diestro y siniestro, con los que cerrar conversaciones y sentenciar cualquier tema. Esto así porque la Biblia lo dice, sin derecho a réplica, sin razón ni explicación. ¿Os suena?
Pero claro, ¡la Biblia dice tantas cosas! ¿Debemos aniquilar a nuestros enemigos en un festín genocida que incluya a mujeres, niños y ancianos, o amarlos y bendecirlos? ¿Creó Dios primero al hombre, luego al resto de la creación, y por último a la mujer, o fue primero la luz, los cielos y la tierra y todo lo que los habita, y por último el ser humano, hombre y mujer, a imagen y semejanza de su Creador? ¿Son las mujeres la pieza de carne que se saca para saciar la lascivia y el ansia de violencia de los vecinos, o aquellas a quienes se les ha otorgado el enorme honor de ser las primeras testigos de la resurrección del Salvador? ¿Apedreamos a la adúltera, o la perdonamos?
¿Con qué nos quedamos? ¿Cuál es la verdad? ¿Quién es Dios, en medio de tantas leyes, historias, sangre, versículos y afirmaciones?
Porque, seamos honestos, cuando nos enfrentamos a semejante caos, se podría fácilmente llegar a la conclusión de que, a veces, Dios es inmoral. Si creemos que la Biblia (Dios) justifica el genocidio de los habitantes de Jericó, ¿por qué no iba a justificar el de los judíos europeos en el siglo XX, o el de los habitantes de las Américas a partir del siglo XVI? ¿O el apartheid, o la esclavitud, o el racismo, o cualquier situación inmoral contemporánea que incluya la distinción de personas?
Y si Dios no es inmoral, y lo que se cuenta, legisla y justifica en el Antiguo Testamento (y en algunas partes del Nuevo) no es aplicable hoy en día, ¿cambia entonces Dios? ¿Puede el Dios que afirma ser el mismo ayer, hoy y siempre, cambiar de opinión tan drásticamente? ¿Cómo podemos entonces confiar en un Dios que hoy dice digo y mañana dice Diego? ¿Decidirá este Dios el día de mañana que la salvación se otorga solo a quien mida más, o menos, de un metro setenta? ¿Qué seguridad tenemos en nada si Dios no es inmutable?
Y si Dios no es ni inmoral, ni cambiable, ¿no será que el problema a la hora de entender la Biblia no está en la naturaleza de Dios, sino en cómo leemos nosotros la Biblia? ¿No seremos nosotros, y no Dios, ni la Biblia, el eslabón débil de esta cadena?
Cuando leemos como el evangelio de Juan presenta al Bautista, entendemos que Juan el Bautista vino “como testigo para dar testimonio de la luz [es decir, de Jesús]”. Entendemos que Juan “no era la luz, sino que vino para dar testimonio de la luz” (Juan 1:7-8). Nos queda claro que el Bautista no era Dios, sino que vino a anunciar a Dios. Juan estaba inspirado por Dios, pero no era Dios. Lo mismo ocurre con la Biblia. La Biblia no es Dios, sino que da testimonio de Dios. La Biblia no es Dios, aunque lo que dice está inspirada por él. El mismo pasaje que describe a Juan podría usarse para describir a la Biblia:
Vino un libro llamado Santa Biblia. Dios lo envió como testigo para dar testimonio de la luz, a fin de que por medio de ese libro, todos creyeran. La Biblia no era la luz, sino que vino a dar testimonio de la luz. Esa luz verdadera [Jesús], la que alumbra a todo ser humano, venía a este mundo.
La Biblia dio testimonio de él, y a voz en cuello proclamó: “Este es de aquel de quien yo decía: “El que viene después de mí es superior a mí, porque existía antes que yo”.
El problema no es, pues, la naturaleza de Dios o el contenido de la Biblia, sino la manera en que la leemos. Porque muchos de nosotros leemos o hemos leído la Biblia como si la Biblia fuera Dios. Como si Dios y la Biblia fueran uno. Como si la Trinidad se compusiera, no del Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, sino del Dios Padre, Hijo, y la Santa Biblia. Pero no. La Biblia da testimonio de Dios, del Verbo, de la Palabra hecha carne, pero no es Dios. La Biblia está inspirada por Dios, pero no es ni sustituye a Dios.
¿Y quién sí es Dios? ¿Quién es el Verbo, la Palabra hecha carne? ¿Quién es la revelación última, la Palabra de Dios cumplida hasta la última yod? ¿Quién cumplió, consumó y personificó con su vida (y su muerte y su resurrección) todo lo que hay de Dios en la Biblia? Jesús, el Hijo de Dios. Jesús sí es Dios. Jesús es el Verbo, la Palabra hecha carne. Dios encarnado.
¿Cómo deberíamos leer la Biblia, entonces? La única manera de leer la Biblia es a través de Jesús, quien es la fiel imagen de lo que Dios es (Hebreos 1:3), la imagen del Dios invisible (Col 1:15). Dios encarnado. Dios hecho ser humano y manteniendo a la vez su divinidad. La Palabra hecha carne. Jesús, con su vida en la tierra, representa y refleja lo que Dios es mejor que cualquier pasaje de la Biblia. La Biblia apunta hacia él, da testimonio de él, pero la Biblia no es Dios. Jesús es Dios. Si queremos saber qué piensa Dios de la violencia, miremos a la vida de Jesús, que dio su vida sin violencia, aboliendo y rechazando así toda violencia. A Jesús, que dijo, amad a vuestros enemigos y bendecid a los que os maldicen. Si queremos saber qué piensa Dios de las mujeres, qué lugar ocupan en su corazón, miremos a Jesús, que las incluyó en su círculo más íntimo, las honró, respetó, amó, admiró y sirvió, las sanó y les otorgó el lugar de honor en el acontecimiento más importante de la historia humana: su resurrección. Si queremos saber qué piensa Dios de la política, miremos a Jesús, que dio al César lo que era del César, y a Dios lo que era de Dios. Si queremos saber qué piensa Dios del marginado, del pobre, del rechazado, miremos a Jesús, que, no solo los sanó, confortó, enseñó y alimentó, sino que dio su vida por ellos. Y así con todo.
Jesús es Dios. La Biblia no es Dios. Jesús es la Palabra de Dios hecha carne, la revelación última y más completa, final, de Dios. La Biblia da testimonio de él, pero no es él.
La Biblia es, además, la historia inspirada de cómo la humanidad, a través primero de una familia (Abraham y Sara) y luego de un pueblo (el pueblo de Israel), fue conociendo poco a poco a Dios. Paso a paso, nivel a nivel. La Biblia es un proceso. Cada palabra, cada versículo, cada relato, cada libro de la Biblia, forma parte de una historia mayor, cuyo objetivo es dar a conocer a Dios, revelado de manera última y definitiva en Jesús.
Así que, ¿cómo deberíamos leer la Biblia? Buscando, con la ayuda del Espíritu Santo, dos cosas.
En primer lugar, cómo esa historia supone un avance, una bendición, un movimiento hacia adelante en el proceso de aprendizaje y revelación acerca de quién es Dios. Para ello, ayuda saber qué estaba ocurriendo en el momento histórico que rodea a esa historia en particular. ¿Son las leyes de Moisés arcaicas y violentas? Con nuestros ojos del siglo veintiuno, por supuesto. Pero con los ojos de los pueblos que rodeaban a Israel, el decálogo y el resto de preceptos sobre sacrificios, esclavitud, pureza y demás suponen la diferencia entre el caos de sociedades regidas por dioses arbitrarios, y el orden de una sociedad regida por un Dios en el que se podía confiar, un Dios que nunca iba a exigirte algo que no hubiera sido establecido de antemano. Un Dios que, además, establece un pacto, una alianza con su creación.
En segundo lugar, debemos leerla buscando cómo esa historia apunta a Jesús. Y no me refiero con esto a cómo apunta o profetiza la venida de Jesús, o su muerte y resurrección, sino a cómo da testimonio de la naturaleza de Jesús como Dios hecho carne, como la Palabra de Dios que es la imagen perfecta de quién Dios es. Al leerla usando a Jesús como la medida de nuestra lectura, aprenderemos a entresacar, de entre todas esas historias, pasajes y, también, humanidad, a Dios. La identidad real de un Dios que, en última instancia, y diga el texto literal lo que diga, debe reconciliarse y medirse con el hecho de que ese Dios dio su vida por su creación.
Cuando Moisés y Elías aparecieron junto a Jesús en la cima del monte Tabor, Pedro, confundido, quiso construir tres enramadas, tres “tabernáculos”, uno para cada uno de ellos, honrándolos como iguales. En ese momento, Dios los envolvió en una nube y declaró: “Este es mi Hijo amado; estoy muy complacido con él. ¡Escuchadle!” (Mateo 17:5). Cuando la nube se levantó, Moisés y Elías habían desaparecido, quedando solo Jesús. Para un judío, Moisés es sinónimo de la Ley, la Torá, el Pentateuco. Elías, por su parte, representa a los Profetas. En el momento de la transfiguración, Pedro todavía consideraba que la Ley, los Profetas (es decir, el Antiguo Testamento) y Jesús están al mismo nivel. Que la Biblia se puede leer de manera plana, dándole la misma importancia al Éxodo que a las declaraciones y hechos de Jesús.
Sin embargo, el Padre, al confirmar que Jesús es su hijo amado, al anunciar que es a él a quien debemos escuchar, y al apartar a Moisés y a Elías de su lado, está afirmando que el Antiguo Testamento no puede eclipsar ni contraordenar a Jesús (como tampoco puede ninguna interpretación del Nuevo que no encaje con las enseñanzas y ejemplo de Jesús). Jesús es la Palabra definitiva. Jesús es el código, la contraseña, no solo para leer la Biblia entera, sino para entender quién es Dios. Jesús es el camino, la verdad y la vida, y nadie viene al Padre, nadie conoce al Padre, nadie puede entender al Padre o establecer lo que el Padre piensa, si no es a través de Jesús.
Así pues, ¿cómo debemos leer la Biblia? ¿Significa esto que podemos desechar el Antiguo Testamento, o todo aquello que no sean las palabras directas de Jesús? ¡Todo lo contrario! La Biblia es el gran regalo que Dios nos entregó a la humanidad, historia a historia, pasaje a pasaje, libro a libro, conforme íbamos avanzando, a veces de su mano y otras bastante alejados, con el propósito de revelarse a sí mismo. Capa a capa, “adaptándose”, por no encontrar una palabra mejor, a los tiempos y las circunstancias, revelando cada vez un poquito más, empujándonos cada vez un poquito más, haciéndonos avanzar hasta la culminación de la revelación en Jesús. Y de ahí, a los cielos nuevos y la tierra nueva, la segunda venida de Cristo, aquél que es la imagen del Dios invisible y por medio de quien todas las cosas forman un todo coherente. Biblia incluida.
Isabel Marín - Dra. Filolofía Hebrea - Ámsterdam (Países Bajos)
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