El dolor y la pérdida de un bebé, ya sea en el vientre o en el parto en este caso, son insondables.
“Una voz se escucha, mucho llanto y sollozo... Es Raquel, que llora a sus hijos, y no quiere ser consolada porque ya no viven.” (Jer. 31.15)
Octubre es el Mes Internacional de conmemoración y concientización de muertes perinatales e infantiles. Es decir, es el mes donde las familias, parejas y madres que hemos perdido un bebé en nuestro vientre o después de nacer, nos condolemos.
El fenómeno de la muerte perinatal e infantil es más común de lo que parece. Según la OMS (citado en Conacyt, 5 julio, 2018), en México hay 62 muertes fetales cada día, mientras que más de 2 millones de recién nacidos mueren en el mundo durante el primer mes de vida (muerte neonatal).
El dolor y la pérdida de un bebé, ya sea en el vientre o en el parto en este caso, son insondables. Para la ciencia y el personal médico se llama "aborto espontáneo" o "muerte perinatal". Para mí, que perdí a mi primer bebé, fue "muerte en vida". Aunque es más común de lo que parece, al mismo tiempo es uno de esos dolores indescriptibles que se callan.
Mi niño Paulo murió a las 19 semanas el 31 de diciembre de 2012. Y con él nos morimos mi esposo y yo. Se marchitó la esperanza, la fe se secó... no queríamos ser consolados... Los amigos, hermanos y seres queridos llegaron con sus palabras, como todos lo hacemos, bien intencionadas pero hirientes: "Ya es un angelito", "Dios te va a dar dos", "Dios sabe por qué hace las cosas" o "Quizás no estabas lista para ser madre" (son cosas que no se olvidan). Pero ninguna de ellas tuvo ni tiene fundamento para brindar consuelo...
A raíz de esa experiencia, comprendimos cuán incapacitados estamos como pueblo cristiano para responder al dolor de las pérdidas desde una posición empática, reflexiva y que vaya más allá del cliché. La muerte es una experiencia definitiva y difícil, que nos obliga a replantearnos, incluso, hasta lo que pensábamos eran nuestras certezas más profundas.
Mi esposo y yo servíamos como encargados de una pequeña misión fuera de la Ciudad de México, y lamentablemente tuvimos que pasar solos por nuestra crisis espiritual, emocional y existencial. Recibimos promesas de resurrección, urgentes argumentos para defender a Dios y advertencias sobre no enojarnos con Él, entre otras cosas, pero pocos se tomaron el tiempo para sentarse a llorar con nosotros y escucharnos en silencio. Ahora sé que ese es uno de los primeros pasos del acompañamiento pastoral para el corazón que sufre.
Mi niño falleció una vez. Pero lo vuelve a hacer una y otra y otra vez cuando debo responder a los cuestionarios médicos "de rutina". Mi bebé murió dentro de mí. Y mientras me inducían las contracciones para "darlo a luz" una enfermera me preguntaba si iba a querer su cuerpo (¿qué debía responder? ¡Lo que yo quería era a mi niño en mis brazos!).
Mi corazón se durmió en mi vientre... Así fue como conocí el silencio del sepulcro, en la sala donde me hacían el último ultrasonido… Quizás así se sintió también Abba cuando perdió a mi hermano Jesús…
Hace ya casi 6 años de esto y no, no he dejado de llorarlo. Además, algo ocurrió en mi útero, nos asustamos, tenemos miedo. ¿Quiero tener hijos? Sí quiero... pero tengo miedo de embarazarme otra vez... los médicos me ofrecen razones, los creyentes hacen promesas en nombre de Dios… pero yo aún tengo miedo. Desde hace 6 años vivo cargando aquí muy dentro una tristeza que no se va, que se queda, que se instala en mí cada víspera de año nuevo. No me malinterpreten; no vivo a través de ella. Pero ya dejé de negarla y resistirla, y ahora forma parte de mi vida... pero no, no se va. ¿Sana? Sí, pero no se va.
Cuando por fin pude hablar (tres años después) y nombrar cada uno de los detalles y sensaciones por su desdichado nombre, descubrí que muchas mujeres, parejas y familias han pasado por lo mismo... y todos hemos sobrevivido y seguimos siendo funcionales. Pero cinco, diez, quince, veinte años después, seguimos llorando al recordar al hijo o hija que... al que le íbamos a poner... y le íbamos a enseñar... Pero que se fue.
Octubre es el mes. Este año tomé valor y no quise dejarlo pasar, porque la gracia dentro de mí me anima a romper el silencio. Soy cristiana, coheredera de la gracia, amo con todo mi ser al Señor y he decidido seguir a Cristo. Pero perdí un hijo, mi primer hijo, mi promesa, mi herencia, y todavía me duele hasta el alma. Escribo esto pensando en ti, amiga, hermana. Para que no sigas callando, para que no pienses que debes llorar en silencio, para que sepas que el dolor se sana hablando, para que sepas que yo también lloro contigo.
Yo también fui mamá de una promesa que se quedó dormida en la semana 19 y ya no despertó…
Ruhama Abigail Pedroza García
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