Hay ciertas líneas rojas que nuestro compromiso cristiano, evangélico, no nos debería permitir cruzar.
Debo reconocer que no es habitual en mí, pero últimamente, y pese a mi empeño por dedicarle a las redes sociales el mínimo tiempo imprescindible, veo cosas que me dejan patidifuso. Sí, como lo oyen.
La sensación no es nueva; me suele ocurrir con los medios de comunicación en general. Lo novedoso es que ahora me quedo ojiplático con cosas que dicen, escriben y hacen personas que se consideran cristianas. Para mayor escarnio, el objeto (o víctima, según se mire) de sus palabras, escritos y acciones son otras personas que, mira tú por dónde, también se autodenominan cristianas. Y todo ello, como guinda del pastel, en nombre de la fe cristiana. Se supone que de su particular versión de la misma, claro.
Como diría el Predicador, “no hay nada nuevo bajo el sol” (Ecl 1:9). Además, si yo afirmara que cualquier tiempo pasado fue mejor, no sólo mentiría, sino que el autor de Eclesiastés me tildaría de necio (Ecl 7:10). Y con razón. No, no es eso. Lo que sucede es que ahora todo se magnifica con el uso de las diversas redes sociales. Por si teníamos poco con la lengua, de cuyo poder y peligro ya nos advierte Santiago (Sant 3:1-12), ahora tenemos infinidad de medios que amplifican hasta límites insospechados cualquier cosa que digamos, escribamos o hagamos. Con lo cual, si ya era necesario ser sabio y practicar el noble arte del dominio propio antes de la era digital, ahora lo es todavía más, si cabe.
Soy el primero en reconocer que no todo vale, que hay ciertas líneas rojas que nuestro compromiso cristiano, evangélico, no nos debería permitir cruzar. Ahora bien, la verdad y el amor son dos caras de la misma moneda. Radicalidad no es lo mismo que fanatismo. Hablar no es insultar. Actuar no es boicotear. Exhortar no es anatemizar. Discrepar nunca puede ser una excusa para calumniar.
Cuidado con invocar que descienda fuego del cielo sobre los demás (Lc 9:51-56), porque fácilmente se puede volver en nuestra contra. Cuidado con pretender tener la exclusiva de la verdad y la ortodoxia (Mc 9:38-41), porque el Señor tiene auténticos seguidores en los lugares que, a simple vista, nos pueden parecer más insospechados. Cuidado con el celo desencaminado y la ira supuestamente santa (Sant 1:20), porque podemos acabar seriamente heridos todos.
Vivimos tiempos difíciles y complejos. La sociedad es más diversa, más relativista, más poscristiana, y también más intolerante. No sé si más que nunca o tanto como siempre, pero lo es. Los cristianos, por nuestra parte, no somos ajenos a todos estos cambios ni al clima de confrontación y crispación que nos rodea. Ahora bien, no estamos llamados a imitar a los demás, sino a ser distintos. El Señor no nos ha encargado que creemos bandos, sino que derribemos muros. El nuestro es un mensaje alternativo, una vida nueva y esencialmente diferente. Y eso hay que anunciarlo y vivirlo tanto dentro como fuera de las iglesias, tanto en la vida real como en Internet.
Las reacciones viscerales e irreflexivas, cuando no directamente crueles y despiadadas, pueden resultar humanamente comprensibles, pero difíciles de justificar en un creyente que hable, escriba y actúe a través de las redes sociales, como es el caso de casi todos nosotros. El ciberespacio tiene memoria. Las “palabras” no se las lleva el viento. Las “batallas” no quedan recogidas en unos pocos libros al alcance de una minoría, sino que están a la vista de todo el mundo mundial. Aunque solamente fuera por eso, deberíamos preferir callar ciertas cosas antes que hacerlas públicas, emprender una retirada estratégica antes que llevar la razón a toda costa y “aniquilar” al contrario.
Sé que no es fácil encontrar el punto de equilibrio. Doy fe de ello. Pero nadie dijo que fuera a serlo. En la actualidad y en el futuro que más o menos se vislumbra, son muchas las cuestiones doctrinales y morales que nos obligarán a tomar partido, a sopesar la postura que debemos adoptar frente a la sociedad en que vivimos y a nuestro propio círculo de correligionarios. Los desafíos actuales y futuros serán un auténtico campo de minas para todos aquellos que queremos tomar la decisión más correcta, la más justa, la que tomaría Jesús de Nazaret. Todos tenemos el mismo Libro, anhelamos ser guiados por el mismo Espíritu, pero no vemos las cosas de la misma manera. Esto es así. Siempre ha sido así y lo seguirá siendo hasta el fin de los tiempos.
A la luz de noticias y debates recientes, recogidos en este y otros medios de comunicación y en multitud de aportaciones realizadas en redes sociales (con mayor o menor fortuna, todo hay que decirlo), es innegable que se avecinan momentos complicados. Es bien sabido que nosotros, los cristianos evangélicos, no tenemos un papa, que nadie puede imponer a las iglesias evangélicas un pensamiento único, ni siquiera sobre el papel, y que esa gran ventaja/inconveniente tiene sus servidumbres, nos guste o no. Y si a algo nos obliga nuestra propia idiosincrasia es a una unidad en la diversidad, a una pluralidad sana y respetuosa que no se convierta en caos.
Hace tiempo que vengo echando en falta que al frente de las iglesias, asociaciones, denominaciones y entidades evangélicas en general haya personas con vocación y don pastoral. Personas que se ganen la confianza del colectivo mediante el servicio y el ejemplo. Personas cuya autoridad no resida en el cargo, en el número de votos conseguidos, en la titulación, en la cantidad de amigos influyentes que puedan tener o en la habilidad para desenvolverse bien en determinados ambientes. Personas que, nada más y nada menos, puedan dar el golpe de timón necesario en cada momento, que persigan más el buen nombre del Dios de la obra que el de la obra en sí, que sepan corregir con amor los excesos y respetar otras opiniones en cuestiones no fundamentales. Que puedan arbitrar en situaciones de conflicto y aportar serenidad, templanza y una buena dosis de cordura.
También anhelo con las mismas fuerzas que todos los creyentes en particular, empezando por mí, aprendamos a anteponer el bien común al propio, que seamos capaces de examinarnos a nosotros mismos y no de estar buscando obsesivamente la paja en el ojo ajeno, que asumamos que no tenemos una visión del todo, que podemos estar equivocados, que lo importante es que el mundo crea en el Señor Jesús, no que crea necesariamente a nuestra manera.
Sí, algunas cosas me dejan patidifuso. No puedo evitarlo. Es más, me resisto a evitarlo. Llámenme ingenuo si quieren. En realidad, llámenme lo que quieran, siempre que eso sirva para que consideremos juntos la posibilidad de que nuestro testimonio pueda llegar a ser diferente, mejor, más cristiano, más evangélico. ¡Ah! Y por si alguien piensa que estoy siendo demasiado contemporizador con mis palabras, que no “defiendo la verdad” como se debe, que tendría que definirme en todo momento con absoluta claridad y fustigar a los discrepantes, les diré que el “Así dice el Señor” me lo reservo para el púlpito. Ahí procuro no dar opiniones personales. En Internet se opina, y ninguna opinión es infalible, por mucho que pueda ser superior, más exacta o justa que otras.
Paz.
Rubén Gómez - Pastor, autor y traductor – España
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