Todas aquellas barreras que cortan los sueños detienen la justicia, oprimen a nuestros semejantes, promueven la indiferencia. Son muros que nacen en lo recóndito de nuestros corazones. De allí a cristalizarse en bases de hormigón hay tan solo un paso.
¡Cayó el Muro de Berlín! Fue la noticia más importante que circuló en el mundo entre los días 9 y 10 de noviembre de 1989.
Este muro erigido por más de 28 años separó a hermanos, familiares y amigos, dividiendo a Alemania en dos. Fue un intento por desmembrar a la ya azotada nación que había sido repartida como despojo de guerra entre los ganadores de la Segunda Guerra Mundial, y sesgó a un pueblo que, a decir verdad, era quien se encontraba en el medio.
El “Muro de la vergüenza”, como también se le llamó, fue testigo de más de cien personas masacradas por cometer su único crimen: ¡tratar de saltarlo!
Lo cierto es que hoy día otras murallas se mantienen tan firmes como los cimientos que sostienen sus intenciones. Entre ellos están:
El “Muro de la Tortilla”, como coloquialmente se le conoce, construido con el propósito de detener a los emigrantes latinos a territorio estadounidense. Ha cobrado más vidas juntas que el Muro de Berlín en todos sus 28 años de existencia. Según algunas fuentes, cerca de 3 mil personas han muerto buscando “trepar al sueño americano”.
La valla Palestina. Es una barrera levantada por el gobierno de Israel que separa a los colonos palestinos. Pese a la severa declaración de la Corte Internacional de Justicia de que este muro atenta contra los derechos humanos, el gobierno israelí ha hecho caso omiso por derrumbarlo.
El muro de Irlanda separa a la nación en dos grandes bloques, paradójicamente a los evangélicos de los católicos.
Tal como precisó Eduardo Galeano al referirse en su pensamiento Muros: “Otros muros han brotado y siguen brotando en el mundo y aunque son mucho más grandes que el de Berlín, de ellos se habla poco o nada”.
Me doy cuenta que no todos los muros, tienen la intención de servir como estructuras de demarcación o protección. Dialécticamente hablando, un muro marca un estatus: los “de adentro” y los “de afuera”, y por lo general los de condición más vulnerable estarán en el peor de ambos lados.
Además, hay otras barreras invisibles a la vista humana, pero perceptibles en sus manifestaciones cuyo fin es el mismo: separar, dominar, aislar, incomunicar o imponerse ideológicamente sobre otros.
¿Qué decir de aquellos otros muros que impiden el acceso a la educación, a la salud y a los servicios básicos a millones de personas, que se encuentran en extrema pobreza en nuestras naciones? ¿O qué de aquellos otros que se levantan con la indiferencia social?
Martin Niemöller, miembro de la resistencia durante la Alemania nazi, en uno de sus pensamientos compartía los resultados que causa la indiferencia cuando ésta paraliza la conciencia:
“Cuando los nazis vinieron a llevarse a los socialistas, guardé silencio, porque yo no era comunista. Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio, porque yo no era socialdemócrata. Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté, porque yo no era sindicalista. Cuando vinieron a llevarse a los judíos, no protesté, porque yo no era judío. Cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar.”
Por último, ensanchamos nuestros muros cuando juzgamos a otros por su color de piel, nacionalidad, etnia o posición social.
Todas aquellas barreras que cortan los sueños detienen la justicia, oprimen a nuestros semejantes, promueven la indiferencia. Son muros que nacen en lo recóndito de nuestros corazones. De allí a cristalizarse en bases de hormigón hay tan solo un paso.
Alexander Cabezas Mora – Teólogo y pastor - Costa Rica
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