“En el pueblo protestante se conceptúa el suicidio como si fuera el pecado imperdonable”
La conmoción producida por el «caso Ashley Madison» ha sido enorme. Hechos similares salen a la luz de vez en cuando, y los medios informativos toman buena cuenta de ellos. Pero que se descubran cuatrocientos casos de esta naturaleza de una vez resulta demoledor. Es como un aldabonazo en la conciencia del pueblo de Dios que debe conducirle a una profunda reflexión sobre su fe y su práctica.
Lo más sobrecogedor de todo este oscuro asunto es que varios afectados por el escándalo se hayan quitado la vida, y quizá muchos otros lo hayan pensado o intentado. Se ha conocido concretamente el caso de John Gibson, que era pastor y profesor de un seminario teológico. Es prácticamente imposible analizar lo que ha pasado por la mente de estos hombres para llegar a tan fatal decisión. Se habla de vergüenza o de rabia como factores determinantes, pero sin duda es algo mucho más complejo. ¿Consideraron el juicio de Dios? ¿Previeron consecuencias eternas para ese tipo de actos? ¿Sopesaron el impacto que tendría en sus familiares y amigos? No lo sabemos.
Tanto en conversaciones privadas como en prédicas públicas, he podido constatar que en el pueblo protestante se conceptúa el suicidio como si fuera el pecado imperdonable, al no haber la posibilidad de un posterior arrepentimiento. Esto, desde luego, choca con las doctrinas de la seguridad de la salvación y el nuevo nacimiento, mientras que huele a la doctrina católica romana de «morir en gracia de Dios». Se suele afirmar que en la conversión todos nuestros pecados (pasados, presentes y futuros) son perdonados. Pero a algunos les resulta imposible aceptar que pueda incluir el pecado de quitarse la vida. Es difícil saber qué opinaban al respecto estas víctimas de Madison.
Una cosa sí parece probable, y es que estos hombres prefirieron caer en manos de Dios antes que en manos de los hombres. Recordemos que esta fue la opción que adoptó el rey David cuando fue confrontado por los juicios que le anunció el profeta Gad: «Estoy muy angustiado. Te ruego que nos dejes caer en manos del SEÑOR porque grandes son sus misericordias, pero no caiga yo en manos de hombre» (2 S. 24:14).
¿Por qué ese temor a caer en manos de hombres? ¿No es Dios mucho más justo y poderoso para ejecutar sus juicios? Sí, pero hay una misericordia en Dios que los hombres (aun los hombres cristianos) muchas veces no conocen ni muestran.
A través del profeta Amós, Dios le dice a su pueblo: «¿Cómo podré abandonarte, Efraín? ¿Cómo podré entregarte, Israel? ¿Cómo podré yo hacerte como a Adma? ¿Cómo podré tratarte como a Zeboim? Mi corazón se conmueve dentro de mí, se enciende toda mi compasión» (Am. 11:8). Y esa es, generalmente, la actitud del pueblo de Dios hacia los que caen públicamente.
Suele haber en las iglesias un proceso de restauración a partir del momento en que el pecador público reconoce su culpa y muestra arrepentimiento. El problema, sin embargo, radica en que los puentes que deberían conducir a dicho proceso (en algunos casos) están rotos o son inexistentes. Se espera pasivamente a que el transgresor se acerque humillado a nuestra torre de marfil para, desde allí, concederle magnánimamente el perdón y la restauración. Pero no es así como actúa Dios.
Cuando Adán cayó, Dios no esperó pasivamente a que se arrepintiera, sino que vino a buscarle preguntando: «¿Dónde estás?» (Gn. 3:9). Antes que el hijo pródigo se arrepintiera y regresara, ya su padre le estaba esperando con los brazos abiertos. Antes que Pedro mostrara arrepentimiento públicamente, Jesús le atrajo con la pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» (Jn. 21:15). En el arrepentimiento y la restauración, Dios siempre toma la iniciativa. «La bondad de Dios —dice Pablo— te guía al arrepentimiento» (Ro. 2:4).
Es preocupante, sin embargo, el grado de hipocresía que se da en estas situaciones. Si John Gibson, por ejemplo, hubiera confesado públicamente en su iglesia su pecado, ¿cuántos habrían dicho: «Yo soy John Gibson. Yo consumo pornografía. Yo he sido infiel en alguna ocasión a mi mujer. Yo cometo adulterio con mis ojos frecuentemente. La única diferencia es que a mí no me han pillado»? Probablemente nadie diría cosas parecidas.
Quizá (y es solo una hipótesis), si hubiera más humildad y menos hipocresía, John Gibson y los demás no se habrían suicidado. Quizá por eso prefirieron caer en manos de Dios antes que en manos de los hombres.
En algunos casos, se llega a adoptar la actitud del hermano del hijo pródigo, quien, ni aun después de regresar este arrepentido, aceptó la restauración iniciada por su padre. ¡Que Dios nos libre de semejantes actitudes! Por el contrario, sigamos la exhortación paulina: «Hermanos, aun si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradlo en un espíritu de mansedumbre, mirándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado» (Gá. 6:1).
Demetrio Cánovas Moreno – Editor jubilado - San Luis de Sabinillas, Málaga - España
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