¿Cómo puede un creyente saber lo que tiene que hacer para proceder rectamente y agradar a Dios en todo momento? ¿Cómo actuar, en las situaciones concretas de la vida, para que, por una parte, la conciencia se sienta realmente liberada de opresiones indebidas y, por otra parte, eso no degenere en un subjetivo desorden moral?
Los no creyentes acusan a la moral religiosa de estrechez y legalismo. Muchos la ven como una moral opresora y anticuada, intransigente, enemiga de la libertad y del auténtico desarrollo de la persona. La verdad es que quienes se quejan de esas cosas puede que tengan buena parte de razón.
Por eso se comprende la reacción extrema que representó, en la segunda mitad del siglo XX, la llamada moral de situación: nada de leyes, nada de normas o de principios absolutos y universalmente válidos, etc. Era la postura diametralmente opuesta al legalismo que abunda en todas las religiones. Una postura que llevaba consigo el peligro casi inevitable de disolver el comportamiento ético de las personas en la más completa anarquía.
De ahí que los teólogos y moralistas hayan tenido que afrontar, en los últimos tiempos, la delicada tarea de liberar a la conciencia creyente de la antigua opresión alienante, pero salvando, al mismo tiempo, los principios irrenunciables de un comportamiento que pretenda ser auténticamente humano y coherente con las exigencias de la fe.
La respuesta que la ética del Nuevo Testamento da a esta cuestión es muy clara: el discernimiento personal de la voluntad de Dios, de acuerdo con las exigencias de la fe, que representa, a un tiempo, la más completa liberación interior que puede vivir un creyente y la exigencia más radical que brota del mensaje de Jesús de Nazaret.
La idea de Dios asociada con la felicidad no está presente en la conciencia de todos los creyentes, porque la fe se suele relacionar con normas, obligaciones, censuras y juicios. “Dios castiga a los malos y a los buenos también, como se descuiden”, dicen muchos. Sin embargo todos deberían saber que nuestra felicidad se encuentra en Dios, pero que para realizarnos plenamente debemos sentirnos plenamente libres.
Desgraciadamente, cuando falta formación ética bíblica aparecen las polarizaciones peligrosas: “A mí que me digan exactamente lo que tengo que hacer”, o bien, “A mí que me quiten de encima esta insoportable carga de libertad.”
Las situaciones, por ejemplo ante la enfermedad o el entorno peculiar en el que cada uno nos movemos, deben ser comprendidas antes de prescribir normas. En la nueva realidad que vivimos necesitamos comprender el lenguaje en el que deben darse pautas para solucionar dilemas que provienen de nuevas situaciones tecnológicas.
Para ello, el discernimiento ha de ser tan bíblico como espiritualmente maduro. Para vivir de acuerdo con nuestras nuevas situaciones debemos fijar la vista en Cristo.
Cuando la ley religiosa y sus tradiciones ocupan la voz de la conciencia, que siempre exige más, muchos cristianos derivan hacia el legalismo. ¿Dónde encontrar reglas fijas para casos complejos y nuevos? Si comprendemos que la ley en sí no tiene poder para transformar al ser humano, ¿cómo desarrollar una ética sensible que nos haga entender que todos necesitamos más amor del que merecemos?
Diego Calvo Merino – Prof. Teología Facul. Adventista – Sagunto (España)
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