Dios habla a su pueblo por labios del profeta Malaquías
(Mal 1:6-9) y pregunta sencilla y directamente a los sacerdotes:
“¿Dónde está mi honra?”, no porque la exigiera arbitrariamente, sino porque a pesar de haber demostrado Dios su amor tan grande con maravillosos portentos, nunca había recibido una respuesta a la altura de sus misericordias de parte de Israel. Dios nunca falló, su palabra siempre ha sido fiel y verdadera, pero la respuesta de su pueblo no ha tenido la misma firmeza, y sus sentimientos son fluctuantes y condicionados.
Israel profesaba que Dios era su Padre y su Señor, se sentía pueblo suyo, por lo cual Dios, simplemente, exige que lo que confiesan con sus labios se note en sus acciones. Está pidiendo que se note el temor reverente y el amor que profesan a su creador en su servicio diario, que no sean solo palabras. Pero lejos de existir reconocimiento entre su pueblo y de reflexionar en sus acciones, surge de su ceguera espiritual, desde su complaciente insensibilidad la pregunta:
“¿En que hemos menospreciado tu nombre?”. Los sacerdotes que debían velar por la pureza espiritual del pueblo estaban corrompidos e imposibilitados por su ceguera: no vieron su desamor hacia Dios, desconocieron a su Señor y escondieron su culpa.
Dios estaba desagradado de las ofrendas de su pueblo, pues no eran fruto de su pobreza sino de su avaricia, de su desinterés. Su mezquindad era la expresión de su mal corazón, sus ofrendas defectuosas eran el fruto de haber sacado a Dios del centro de la vida y transformarlo en prescindible.
Ofrendas de un corazón que desconoce a Dios
Dios argumenta contra su pueblo y les desafía a pensar:
“Preséntalo, pues, a tu príncipe; ¿acaso se agradará de ti, o le serás acepto?”. Les dice:
“Lleva la misma ofrenda que traes ante mí y ofrécela a tus príncipes. ¿La aceptará? ¿Se agradará de ti? ¿Recibirá él la oveja defectuosa, la ciega o la enferma, alegremente?”. Dios no está agradado de su pueblo, siente el menosprecio, ve la indiferencia, y enfrenta a su pueblo.
La Biblia enseña que Israel no rechazó públicamente a Dios, seguía sintiéndose pueblo suyo, pero su indiferencia y falta de preocupación por su relación con Dios era peor que el desprecio. Desconocieron a su Señor, mostraron desinterés por agradarle y no reaccionaron; lo encontraron justo y apropiado. Israel no se detuvo a meditar en sus acciones, siguió caminando como si nada pasara. ¿Podrían sus ofrendas defectuosas ser tomadas en cuenta por Dios?
La falta de reflexión sobre la forma en que servían a Dios fue definitoria de la disciplina. Nunca se cuestionaron si lo que ellos estaban ofreciendo era realmente lo que Dios exigía. Por eso dice
: “Me han desconocido, dice Jehová” (Jer 9:3), porque menospreciaron su amor y olvidaron su carácter Santo, trayendo ante su altar lo que les sobraba, lo defectuoso, como si ellos estuvieran haciendo un favor a Dios al ofrendar, como quien da una limosna. Pero Dios no es un pordiosero, es el Rey de Gloria, Creador del universo, Todopoderoso, que no necesita de nosotros, ni de nuestras ofrendas, sino que por su misericordia permite que podamos servirle y traer ante su altar nuestras vidas para rendirlas plenamente a Él. Nosotros somos los pordioseros, que nada podemos ofrecerle a Dios, que sin Él no existimos y, solo por misericordia, Dios mira nuestras insignificantes ofrendas y servicio, y solo por su amor lo acepta como olor grato.
¿Qué calidad ante Dios tiene mi ofrenda?
Aunque el mundo postmoderno se caracteriza por la mediocridad y la búsqueda obsesiva del placer y huida del sufrimiento, el sacrificio y el dolor, debemos ofrecer lo más valioso, lo mejor, pues nuestra ofrenda debe estar relacionada con la comprensión que tenemos de Dios. Sabemos que es Alto y sublime, Eterno en amor y misericordia, por lo tanto presentémonos cada día como ofrenda viva a sus pies.
¿Qué ofrenda hemos traído, la defectuosa o la perfecta? Cuando hablamos de ofrenda, nos referimos a:
- ¿Consideramos realmente importante nuestra relación personal con Dios?
- ¿Dedico tiempo a solas de calidad a mi búsqueda de Dios?
- ¿Presto la misma atención al Sermón que a mis pasatiempos?
- ¿Estoy comprometido a derrotar mis debilidades y ser luz del mundo?
- ¿Estoy luchando con mis hábitos pecaminosos?
- ¿Honro a Dios con mi forma de ser?
- ¿Ofrendo mi mejor esfuerzo para evangelizar al círculo de personas en el que me desenvuelvo?
- ¿Es el propósito de Dios para mi vida un factor relevante en las decisiones que tomo?
Confiar en Dios es creer que merece lo mejor, porque solo Él es Dios. Es considerar a Dios tan importante como para negarme a mí mismo y servirle en obediencia, es creer que vale la pena dedicarle mi vida porque me ha prometido una patria realmente mejor, una patria celestial.
Victimas de una Religión Sintética
Nos hemos acostumbrado a una religión barata, sin esfuerzo, que sirve a mis propósitos, que me valgo de ella para exigir el favor de Dios, que nos ha enseñado a cuestionar los propósitos de Dios, a resistirnos a su voluntad como un niño mimado que quiere salirse con la suya y continuamente presentamos ante Dios un corazón condicionado, con una obediencia parcial, ofrendas miserables y defectuosas, frutos de un corazón egoísta que solo desea hacer su voluntad, que no ha entendido que Dios es Santo y que no necesita de nosotros, que solo por su misericordia estamos hoy en pie y existimos.
Vivimos una cultura evangélica tolerante que no ofende la vida pecaminosa del hombre, que justifica un cristianismo mediocre, acomodado para no incomodar a nadie, sin exigencias, que rebajó el evangelio hasta un sencillo mensaje positivo e irrelevante, incapaz de transformar vidas, que no busca ser distinto al mundo que se conforma con estar “bendecido” económicamente.
Siempre las exigencias de Santidad han sido incomprensibles para el hombre, el evangelio es locura para los que se pierden, así lo dice la palabra de Dios, porque considera la Santidad exagerada, porque no están al servicio de sus intereses, porque es un ofrenda demasiado cara para ser presentada ante las plantas de Cristo, porque el corazón está lleno de avaricia, y el yo gigante consume el deseo de agradar a Dios, pues prefiere un evangelio que le hable de bendiciones, de su potencial y de sus merecimientos, y como incautos somos cautivados por ese evangelio sintético que alimenta nuestros sentidos, pero que no produce vidas santas.
Eso no es el evangelio. Es una religión barata y Dios la abomina, no la quiere y un día, al presentarnos ante Él, nos dirá:
“No os conozco, obradores de iniquidad”… y gritaremos pidiendo explicaciones
: “¡Señor, en tu nombre yo hice cosas importantes! ¡Iba a la Iglesia siempre! ¡Soy un hombre exitoso! ¡Doy mucho dinero para la Iglesia! ¡Yo prediqué tu palabra!”. Pero Dios nos dirá:
“Nunca os conocí…”. Ese es el resultado de una religión barata, a mi medida, pero que nada tiene que ver con Dios.
¿Qué nos compromete más: nuestra salvación o el deseo de sentirnos exitosos? Dios nos mira tal como a los sacerdotes de Israel y nos dice:
“Ve e invierte el mismo tiempo que dedicas a buscarme y utilízalo para ser exitoso, para ser profesional. ¿Lo lograrías? ¿Te bastaría para lograr tus sueños o quedarías en la mitad del camino y serias contado como alguien que no se esforzó lo suficiente? ¿Y por qué, si yo soy Tu Señor, me das lo defectuoso y lo que te sobra?”
En busca de la mejor ofrenda para Dios
Dios quiere lo mejor, no las sobras. Debemos buscar experiencias relevantes con Dios, darle el servicio que Él espera de nosotros, esforzarnos por ser mejores cristianos, por vivir un evangelio relevante, que transforma vidas, que limpia corazones, que vence el pecado y se aparta del mal por amor a Dios. Basta de religiosidad: debemos ser verdaderos hijos de Dios.
Marcelo Riquelme Márquez - Pastor – Paillaco (Chile)
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