Continuamente somos llamados por parte de la corriente dominante en el cristianismo actual a realizar un ejercicio de exacerbada y piadosa mansedumbre, soportando la lluvia de ataques e improperios de la que somos testigos a diario contra nuestro Señor. No es políticamente correcto, y causa sorpresa cuanto menos, si de forma enérgica se responde a cualquier agresión.
No me estoy refiriendo a desenvainar la espada rápidamente como Pedro en Getsemaní, no. Ni siquiera es necesaria una confrontación violenta con complicadas doctrinas teológicas o astutas argucias militares jesuitas. Decía C.H. Spurgeon que para defender la Biblia
''abran la puerta y dejen salir al león; él se cuidará solo.''. Me refiero a luchar contra esa tibieza reinante que sitúa nuestra doctrina en un punto intermedio entre Dios y el pecado; a esa tendencia relativista de no importunar demasiado por presentar de forma diáfana y poco digerible para el pecador la Palabra de Dios, por miedo a recibir la bofetada que nos hará tener que poner la otra mejilla; por miedo a ser etiquetados de forma inmediata como excluyentes, radicales, o crédulos, o locos directamente si nos encontramos ante no creyentes. Para que exista una verdadera conversión debe existir un verdadero arrepentimiento; y para que exista un verdadero arrepentimiento debe existir una profunda consciencia y conocimiento del pecado; y eso difícilmente se podrá lograr si maquillamos, dulcificamos y pintamos de rosa la Palabra para hacerla más agradable y digerible al pecador.
Pero el síndrome que pretendo describir se suele dar con menos frecuencia e intensidad en el cristiano para con el no creyente. Ahí parece que todos tenemos interiorizada la lucha.
Sin embargo, cuando la agresión proviene de entornos religiosos, parece que el halo de la bobaliconería aparece y de repente las cosas no se pueden llamar por su nombre. Todo se relativiza. Todo es discutible. Todos tienen parte de razón. Todo tiene un porqué. ¿Y Dios?
Presentando los escritos apostólicos que nos llaman a dialogar con el hermano con dulzura y cariño, olvidan que la lectura de la Biblia ha de hacerse completa, y en mi mente tengo al Jesús bíblico criticando muy duramente a los muy religiosos fariseos de su época, haciéndoles rasgarse las vestiduras a su paso; un Jesús firme, revolucionario, claro y transparente caiga quien caiga. Ése es mi Redentor; el que a necios y débiles nos escogió antes de la fundación del mundo, sin tibiezas, sin complejos; llamando '
hacedores de maldad' a algunos de los que le dicen
'Señor, Señor'; expulsando a los mercaderes del Templo. ¿Cómo los expulsó? Seguro que no con sonrisas o
usando la técnica del cristiano-tortuga: aquél que mete la cabecita en su caparazón, donde se siente seguro, y evita la defensa de su Señor soportando ahí dentro toda suerte de golpes, bien protegidito, hasta que llegue el día o la tormenta pase.
Para ofrecer la segunda mejilla, primero hay que sacar la cabeza del caparazón y ofrecer la primera. Y cantarle las verdades del barquero
'al que es malo'(Mat 5:39). No es cuestión de pedirle al Doctor Eigidio (Juan Gil) cuando fue penitenciado por la Inquisición en Sevilla en 1552 que no se retractara de su Fe ante las torturas que estaba sufriendo y las que habían de venir, como sí hicieron otros que iban cantando salmos camino a la hoguera si ningún instrumento de tortura bucal se lo impedía; cada uno haga uso de la valentía que Dios le dio. Pero, en palabras de Juan Calvino:
"Un perro ladra cuando su amo es atacado. Yo sería un cobarde si es atacada l verdad de Dios y permanezco en silencio."
Juan Ramón Méndez Martos - Protestante Reformado – Sevilla (España)
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