Los tiempos cambian que es una barbaridad. Siempre ha sido así, pero en las últimas décadas esos cambios han sido auténticamente vertiginosos.
Es cierto que en cualquier período histórico han convivido distintas formas de entender y practicar el culto cristiano. Más clásicas o más contemporáneas, más rígidas o más flexibles, más solemnes o más informales, más internacionales o más étnicas, más racionales o más experienciales. En lo personal debo decir que me importa bastante poco el debate sobre qué tipo de culto resulta más apropiado, relevante o atractivo. Se trata de una discusión demasiado trufada por elementos puramente subjetivos.
Lo que sí me importa, y mucho, es el contenido que se esconde detrás de cada una de las posibles manifestaciones cúlticas. No es que la forma, la liturgia, no sean importantes. Sencillamente es que son algo secundario.
Tuve un profesor de filosofía que le daba mucha importancia al concepto de “descentramiento” a la hora de analizar la historia del pensamiento humano. Dicho en términos sencillos, en filosofía se suele entender por descentramiento el efecto de apartar o deshacerse de un modelo que servía hasta entonces como principio rector, como referencia o base comúnmente aceptados. Todo descentramiento implica una sustitución. Se puede sustituir a Dios por el hombre, al hombre por una cosa, etc., pero siempre se sustituye lo anterior por algo distinto. Con permiso de ateos, nihilistas y posmodernos de diverso signo, los seres humanos no podemos concebir realmente el vacío, la nada, el “no ser”.
Pues bien, haciendo una pequeña aplicación práctica de este concepto, me atrevería a decir que
en el culto cristiano de hoy día se han producido varios tipos de descentramiento; a saber:
El descentramiento de la Palabra, tanto leída como predicada. Por un lado, la Biblia no se lee mucho ni se lee bien en público. Además, es perfectamente comprobable que en muchos ámbitos la predicación ya no ocupa el lugar central del culto. Reflejo, tal vez, de que las Escrituras tampoco son el centro de la vida diaria de los creyentes. La música, entre otros elementos llamados a tener un papel importante pero complementario, ha ido ocupando paulatinamente el hueco dejado por la Palabra.
El descentramiento del sermón expositivo, que ha dado paso al sermón temático o, peor aún, a la charla de autoayuda. Esto no hace sino abonar el terreno para que surjan grandes desequilibrios. Las personas no escuchan
“todo el consejo de Dios” (Hechos 20, 27). No sé si será por un seguimiento sesgado de la consigna atribuida al teólogo Karl Barth, cuando afirmaba que el predicador debía sostener la Biblia en una mano y el periódico en la otra, pero lo cierto es que en muchos casos nos hemos quedado sólo con el periódico.
El descentramiento de la razón. Se busca alimentar las emociones. El objetivo último es sentir, experimentar. El baremo que nos hemos autoimpuesto a la hora de calificar el culto es cuánto hemos podido sentir o no la presencia del Señor. No si hemos aprendido algo, o si se nos ha estimulado a la acción. Como efecto colateral, nuestra vida cristiana se ha convertido en una especie de montaña rusa, de caminar vacilante al albur de las circunstancias.
El descentramiento de la verdad en favor de la opinión. De las categorías universales hemos pasado a lo anecdótico, al relativismo. Del “así dice el Señor” al “depende”. De “la Biblia dice” a “este autor comenta”. Claro que, más grave todavía, si cabe, es ese terrorífico “Dios me ha dicho…” o “el Señor me ha mostrado…” que se emplea tan a menudo para cubrir nuestras inclinaciones e intereses particulares con un barniz de espiritualidad totalmente desencaminada.
Los resultados de estos descentramientos esbozados de forma necesariamente somera han sido realmente devastadores. El “culto” se ha convertido en un espectáculo. De lo que se trata es de entretener, y como la capacidad de atención de los hombres y mujeres de nuestro tiempo es tan corta y se dispersa con tanta facilidad, hay que ser muy variado y muy dinámico. Todo acto que no se corresponda con ese objetivo (las lecturas, la predicación, la ofrenda, el silencio contemplativo, la cena del Señor…) hay que abreviarlo, cuando no eliminarlo.
Otro efecto pernicioso, a mi juicio, es que este tipo de “culto” que tanto abunda en la actualidad está pensado para personas extrovertidas. No hay lugar para el recogimiento, para la reflexión. Esto, de entrada, significa dejar al margen a una parte sustancial de la congregación, que además se siente culpable, o incluso estigmatizada, porque no es “como los demás”.
Siento que mi diagnóstico no pueda ser más positivo, pero es que muchos “cultos” giran en torno a las personas, a sus intereses y a sus necesidades. Y digo yo: ¿el culto no era, por definición, para el Señor? ¿Dónde y por qué se produjo el cambio? ¿No se trataba de que Dios fuera exaltado y nosotros menguáramos? Precisamente.
Concluyo. Si renunciamos a ser el centro de atención, a nuestro esnobismo cronológico y a tantas otras cosas que nos han desnaturalizado como discípulos de Cristo, posiblemente haya esperanza de retornar a las
“sendas antiguas” (Jeremías 6, 16) de las que, seguramente, no debíamos habernos apartado.
Ni todo lo nuevo es malo, ni todo lo antiguo es bueno. Ahora bien, recordemos que dentro de la necesaria flexibilidad y enculturación en lo formal, hay un Dios, un Señor, una Palabra, un mensaje, una vida, un testimonio, que no se pueden sacrificar en el altar de la modernidad. Son la esencia, el núcleo al que debemos regresar una y otra vez.
Quiera el Señor llevarnos a un profundo examen de conciencia, y que nuestras reuniones solemnes sean de verdad un aroma agradable delante de él. Dicho de otro modo, que el culto nunca deje de ser la exaltación majestuosa del único Soberano y Rey, la ocasión en que su Palabra autoritativa sea proclamada con poder y el momento en que todo nuestro ser caiga postrado delante de su santidad y gloria infinitas, para levantarnos renovados y convertidos en hacedores de la Palabra.
Rubén Gómez - Pastor, autor y traductor – España
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