En esa destrucción existe un responsable que salta a la vista: la acción de la Iglesia de Roma con su Inquisición.
Es verdad que esta acción estuvo un tiempo como adormecida. En ese corto espacio de tiempo, donde nace y crece la Iglesia Española, especialmente en el contexto de Sevilla, se pueden vislumbrar las maravillas de la Providencia. En el mismo corazón del impío Tribunal, por medio de pastores que también públicamente predicaban en la ciudad, donde menos se podía pensar en sembrar o recoger frutos, allí se gestaba el nacimiento y desarrollo de una Iglesia fidelísima.
Aparte de razonamientos sociológicos para explicar el asombroso suceso, tenemos la experiencia de la Providencia en la percepción de los que nos han narrado su historia. El autor de Artes de la Inquisición asume esa milagrosa existencia “hasta que por fin decidió Dios enviar tiempos más duros para explorar el edificio de cada cual”. Juan Pérez de Pineda, en su Epístola Consolatoria dice: “Así desde la hora que entró la luz del Evangelio en nuestra España y comenzó a resplandecer, lo aborrecieron mortalmente los que ahora persiguen y matan a los fieles que son los alumbrados y vivificados por él. Siempre quisieron lo que ahora hacen, porque siempre le son enemigos y contrarios, pero no han podido concluir su deseo hasta ahora que Dios ha soltado la potestad de las tinieblas”.
Los resultados son conocidos.
De esa destrucción, en lo que atañe a la Iglesia Española en el exilio, el responsable no aparece tan claro. Pero también fue atacada hasta derribarla y aniquilarla. Es cierto que esos españoles exiliados en tantos lugares de Europa siempre estuvieron bajo el peligro de la Inquisición y sus colaboradores, pero la destrucción final no es achacable al Tribunal.
Aunque se necesiten matices, lo cierto es que, en cuanto a comunidad específica, a la Iglesia Española la arruinó el cuerpo protestante, o una parte del mismo al menos. Esos episodios de persecución se pueden reconocer en las dificultades (y persecuciones) de, al menos, dos de nuestros padres: Casiodoro de Reina y Antonio del Corro, ambos pastores de esa Iglesia Española, ambos actores de una biografía donde la fe se comprueba en su dificultad y victoria.
Nos quedamos al lado de Antonio del Corro en Inglaterra. Remito al lector a la excelente introducción y, de modo especial, al discurso a “los generosos varones de ambos Templos” (sólo la lectura de esas páginas merece el precio del libro) en el volumen VI de “Obras de los Reformadores Españoles” –Comentario Dialogado a Romanos–.
El obispo de Londres había concedido a la “Iglesia Española” un local y una remuneración a su pastor, Casiodoro de Reina. No duró mucho la situación, pero demuestra, claro está, que también en el cuerpo protestante hubo gente que apoyó a nuestra Iglesia.
Antes ocurrió en Ginebra, donde se instaló una comunidad española bajo el amparo de Calvino, al cual nuestros padres consideraron siempre como un pastor fidelísimo (no debemos mezclarlo, pues, con los “calvinistas” que luego tanto perjudicaron a los nuestros). A esa comunidad de españoles en Londres quiere Antonio del Corro reunirla como Iglesia y así, por fin, encontrar la ocasión de que –según sus palabras– “en algún lugar pudiera reunirme con la congregación de mis compañeros para, por una parte, aprender enseñando, por otra, enseñar aprendiendo la pura doctrina del Evangelio… y me reuní en Londres… y comencé a enseñar públicamente la doctrina de la Sagrada Escritura… no sin gran angustia de los envidiosos”. Duró la situación un bienio. ¡Los envidiosos, tantas veces los mismos caníbales! “Satán se sirvió de sus acostumbradas estratagemas y disolvió aquella congregación de extranjeros españoles… y la derribó hasta los cimientos… y a mí me privó del descanso sólo degustado en unos primeros sorbos”.
Antonio del Corro, experimentado y conocedor confesará que “al final es por la providencia del designio divino y afirmo que por su voluntad se ha obrado en mí esta ruina de la iglesia española… y que de ello se derivarán para mí y para mis compañeros utilidades quizá mayores que las que pueda intuir la humana prudencia”. Reconocer la acción de la providencia divina no es lo mismo que rehuir señalar responsabilidades por la conducta impía.
Había aprendido nuestro reformador a “explorar los corazones de aquellos que con su boca predican que ellos aspiran perpetuamente a la propagación de la gloria divina, a pesar de que de otra manera, con sus intentos y falsas acusaciones, por no decir, engaños, se empeñan en impedirla … Entre tanto, pido a Dios que se arrepientan aquellos hombres que con sus malicias, por no decir algo más fuerte, se atrevieron a demoler aquel edificio, ciertamente despreciable para los ojos de la carne, puesto que fue construido a base de piedras desechadas por su aspecto, pero resultó agradabilísimo y hermosísimo para la mirada divina”.
¿Por qué no encontró nuestra Iglesia lugar en medio de las naciones protestantes? ¿Por qué la persiguieron hasta derribarla a la que había escapado del fuego inquisitorial? La persona y el ministerio de Antonio del Corro puede ser un indicativo. “No buscar el aplauso del teatro, sino la edificación de la Iglesia”; los pastores deben “ser fieles dispensadores de la verdad divina… absteniéndose de cuestiones pendencieras y de discusiones que suelen tener más de curiosidad que de utilidad”. Una Iglesia demasiado libre para un protestantismo que ya señalaba artrosis escolástica en la sequedad de la sabiduría humana.
¡Ah! A esa Iglesia no la aniquilaron del todo. Sus raíces han brotado.
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