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El Chiru-Chiru

-¡Maldita sea!- gritó don Aquilino Méndez. Una gota espesa de sangre corría por su nuca. En un instante el zumbido se alejó de él, dejándole una punzada extraña.
OJO DE PEZ AUTOR Julia Jiménez Echenique 27 DE AGOSTO DE 2010 22:00 h

Comenzó a sentirse mareado, la visión borrosa persistía, aún abriendo los ojos. Bostezó movido por un cansancio repentino mientras se frotaba el cuello, estuvo a punto de caer pero Pedro, el pordiosero, le cogió en brazos.

- ¿Qué haces? – Gritó don Aquilino.- ¡Suéltame!
- ¿No ve le quiero ayudar? Casi se deja la nariz contra el suelo, hombre.- No lograba sostener la corpulencia de don Aquilino, se le resbalaban las grasas entre las manos.
- ¡Yo puedo solo!- Trató de soltarse pero volvió a tambalear.
- Bueno, decídase.- Pedro sudaba abundantemente - ¿Le ayudo o no le ayudo?

Don Aquilino Méndez miró el camino que llevaba hasta su casa, allá arriba, casi donde el pueblo perdía su nombre, y lo sintió como las antípodas de su calvario.

- Está bien, está bien. Pero cuidado no vayas a robarme.
- Lo que tenemos que aguantar los pobres…- Pedro se puso el brazo de don Aquilino tras el cuello y lo sostuvo por la muñeca con su mano derecha. La izquierda apenas rodeaba una parte de lo que un día fue la cintura de don Aquilino.
- Más deprisa, imbécil. Lo que pasa es que no has trabajado en tu vida y por eso no sabes lo que es el esfuerzo…- Aún somnoliento continuaba su arenga.
- Mire que le dejo aquí mismito, ¿Eh? ¡Qué barbaridad! ¿Y usted qué sabe lo que he trabajado yo?

Don Aquilino le miró de reojo, levantando con gran dificultad la cabeza, y rió.

- No lo sé pero lo intuyo, Pedrito. Tú siempre has sido y siempre serás un desgraciado.

Pedro no respondió, cuesta arriba le faltaba el aliento. La picadura de la nuca no paraba de sangrar y ya había formado un reguero escarlata que bajaba por la espalda de don Aquilino. El pordiosero se alegró de que, al menos, se le hubiese estropeado la camisa.

- Bueno, ya hemos llegado.- Le soltó como un saco de patatas en el portal de su casa.- ¿No me va a dar propina?
- ¿Por ayudar al único hombre de provecho que ha dado este pueblo? Es lo menos que podías hacer.

Doña Aurora abrió la puerta al oír las voces y, al hallar a su marido tendido y sangrando, comenzó a gritar.

- Pero Pedro ¿Qué le has hecho? ¡Ay por Dios, que alguien me ayude! ¡A mi Aquilino le ha querido matar!- En sus alaridos se perdían las explicaciones del mendigo.- Pero ¿Qué mal te hemos hecho nosotros? ¿Querías dinero? ¡No tenías más que pedirlo! ¡No hacía falta la violencia! ¡Socorro!

Don Aquilino se incorporó sobre sus codos y se sentó en el suelo, hizo un gesto con la mano y su esposa guardó silencio enseguida.

- Calla mujer.- gritó él.- No seas burra, más bien ayúdame y deja de decir sandeces. Para una cosa que hace Pedro bien en su vida.

La mujer estaba desconcertada, tiró de sus manos para ponerle en pié. Al tercer intento Pedro intervino y le empujó desde las ingentes nalgas.

- ¿Lo ve, señora? Hay que escuchar un poco, hombre. Su marido casi se funde con el pavimento allá en la plaza, si no llega a ser por mi… algo le ha picado, hágaselo ver con el médico.
- Ay Pedro, mil disculpas, yo creía que…- Don Aquilino Méndez interrumpió enseguida.
- Llévame para dentro y llama al médico enseguida que Pedro ya ha acabado con la faena y se va.

El mendigo vio perderse a la pareja tras la puerta de roble, de su enorme casa, desde su maravilloso jardín y solo pudo suspirar.
***

- No es grave, pero tiene gracia.- El médico envolvía el fonendoscopio con parsimonia.
- ¿Y dónde le ve usted la gracia?- Don Aquilino Santos ya había vuelto en sí, hastiado de la migraña insoportable.
- No es que yo le dé crédito.- Respondió el galeno.- Pero estas dos últimas semanas he tenido varios pacientes que me hablaban del Chiru-chiru.
- ¿De lo qué, doctor?- A doña Aurora aún le duraba la congoja.
- Ya sabe, ese insecto del acerbo popular, que te pica y, si no te mata, te ata irremediablemente a quien te salvó. Muchas indígenas afirman haber conseguido así a sus maridos, haciéndoles picar por el Chiru-Chiru cuando aún estaban solteros y acudiendo en su auxilio.
- Así que ahora me voy a casar con Pedro, doctor, por favor. Aurori, acompaña al doctor a la puerta que ya ha soltado bastantes sandeces por hoy.

Doña Aurora se fue disculpando con el médico por todo el pasillo, porque ya sabía del mal genio de don Aquilino, el mal carácter pero el buen corazón y demás retahílas consabidas.
- No se apure, señora.- Se despidió el galeno.- ¿Quién no sabe cómo es don Aquilino en este pueblo maldito?

Ella se quedó en la puerta, observando cómo la bata blanca se alejaba por el camino estrecho. Después miró el cielo, diáfano y sin atisbo de lluvia y resopló, porque sabía que no había cosa que más le molestase a Aquilino que el calor de Agosto.
***

Derecho al Ayuntamiento, con paso firme y la frente en alto. Don Aquilino Méndez llevaba bajo su brazo cinco rollos con títulos de propiedad. La mano izquierda en el bolsillo, haciendo tintinear el suelto.
- Una limosna, por piedad.

Pedro había escogido la sombra para su oficio y tendía la mano mirando al suelo, sin advertir a quién. Don Aquilino lo sintió entonces, por primera vez en su vida, el irrefrenable impulso de dar. No quería, despreciaba a aquel miserable infeliz, pero sacó las monedas del bolsillo y se las dio. Una vibración nueva salía desde su nuca y se extendía por el brazo hasta la otra mano, sacó la billetera del bolsillo interior de la chaqueta y le dio también todos los billetes que llevaba. Furioso pero autómata, aborreciendo sus actos pero incapaz de detenerlos. Pedro los recibía inmóvil, en silencio.
- No hacía falta tanto, solo le llevé hasta su casa.

Don Aquilino estuvo a punto de arrebatarle el dinero y recuperarlo, pero no le respondió la mano, la ira le enceguecía, tampoco pudo responder. Sus labios se tornaron en una sonrisa forzosa y su garganta se cerró, paralizando sus cuerdas bucales.
- Creo que le juzgué injustamente -prosiguió Pedro ante el gesto conciliador-. Es usted un buen hombre, don Aquilino. Dios le bendiga.

Aquello era demasiado, don Aquilino Méndez entró en el Ayuntamiento y subió las escaleras azorado. La escena previa se mostraba confusa en su mente. Solo tenía una cosa clara, a partir de entonces tendría que evitar encontrarse con Pedro, pues albergaba la inexplicable certeza de que si no se quedaría en la ruina. Su garganta se había abierto de nuevo pero la vibración persistía, y poco a poco regresaba al punto de donde partió, la mismísima picadura del Chiru-Chiru.
 

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