A la monde,
A la sendo,
A la lendo,
Amén.
A esa edad no podía explicarnos nada. Y cuando creció ya no se acordaba, de modo que nunca supimos qué quería decir con esa linda oración. ¿Lo sabremos alguna vez?
Colton Burpo es un niño que hoy tiene 11 años y que de pronto ha saltado desde las páginas de un libro (por nacer; aun se está gestando en el vientre de la Casa Grupo Nelson) para contarnos de su visita al cielo. En el libro, escrito por su padre, Todd Burpo, pastor de una pequeña iglesia Wesleyana en el pueblo de Imperial, estado de Nebraska, Colton relata con una seguridad casi imposible en un niño de menos de cuatro años lo que allí vio y vivió.
Un año antes que él naciera, su madre había tenido una pérdida cuando apenas había completado dos meses de embarazo. Por razones obvias, nunca mencionaron el caso a su hijo nacido catorce meses después, pero Colton dice que al llegar al cielo una pequeña niña que se presentó como su hermana corrió a su encuentro abrazándolo efusivamente con grandes muestras de alegría. Era la hermanita que no había alcanzado a nacer. Y que platicó con su bisabuelo Pop que había muerto cuando Todd, su padre, que ahora anda por los 40 era todavía un jovencito.
Eso significa que es probable que nosotros lleguemos a saber qué quería decir Pablo Andrés cuando oraba con esas palabras dando gracias por los alimentos.
Nuestros nietitos Andrés Esteban y Sophia exigen ser ellos los que den gracias cuando se sientan a la mesa con sus abuelos. Y, después que nos tomamos de las manos, oran así:
God is Great
God is Good
Let us thank Him
For our food. Amen
Now, eat!
(El
«Now, eat!», «¡Ahora, a comer!» al igual que el amén) es un grito lanzado con los dos pares de brazos en alto.
El libro al que hago referencia y que posiblemente nazca con el nombre El cielo es real está escrito en un estilo narrativo excelente aunque sin ningún tipo de pretensiones ni expectativas grandilocuentes. El autor, hombre sencillo, pastor de una iglesia modesta en un pueblo que no tiene más de 2 mil habitantes, se dedica a relatar lo que para él y su esposa Sonja ha sido una travesía de vida de varios años que los ha llevado de sorpresa en sorpresa. Y lo hace no solo con elegancia sino con unción del cielo.
La obra, en efecto, podría decirse que tiene dos méritos: uno, contar la experiencia extraordinaria de un niño y dos, hacerlo sin el menor asomo de ostentación. Esto último se percibe leyendo. El estilo es ágil, preciso, directo. La traducción, excelente. Y seguramente que la presentación también lo será.
La historia arranca cuando el pequeño Colton debe ser internado de urgencia por una repentina enfermedad que termina siendo una apéndice perforada. Diagnósticos errados permitieron que durante cinco días el cuerpo del niño estuviera contaminándose al punto que se llegó a temer por su vida. En la mesa de operaciones, y mientras la intervención quirúrgica está en progreso, el niño abandona su cuerpo y llega al cielo. Allí, y antes de regresar a su habitación terrenal que ya había sido convenientemente «reparada», además de conocer a su hermanita que nunca nació, a su abuelo muerto muchos años antes que sus padres ni siquiera se hubieran llegado a conocer, platica con Dios, se sienta en las rodillas de Jesús, observa la presencia de la virgen María y del ángel Gabriel, sentado a la izquierda de Dios en tanto que el trono de la derecha lo ocupa Jesús. Percibe en el recinto celestial el inmenso amor de Dios y la dulzura de la mirada de Jesús. Es testigo de batallas futuras que se habrán de librar en la Tierra en las que vence el Hijo de Dios y con él, el bien sobre el mal.
Una enseñanza que la lectura de este libro me ha dejado es lo que ha motivado que escriba este artículo.
Antes de dar mi propia opinión sobre el tema, transcribiré una porción que pudiera ser la pertinente:
Una noche de ese otoño, Sonja había acordado con Colton que le leería una historia de la Biblia. Se sentó en el borde de la cama y le leyó la historia mientras nuestro hijo la escuchaba tapado por su manta y con la cabeza apoyada en la almohada. Cuando Sonja terminó de leer, llegó el momento de orar.
Una de las grandes bendiciones que recibimos en nuestra vida como padres es escuchar las oraciones de nuestros hijos. Cuando son pequeños, los niños oran sin la presuntuosidad que a veces aparece en nuestras plegarias de adultos; sin esa especie de «oracioné», ese idioma que usamos más con la intención de agradar a cualquiera que pueda estar escuchando, que a Dios.
Siempre había sido consciente que cuando oramos en público, los adultos caemos con demasiada frecuencia en la tentación de usar el lenguaje oracioné. Nos preocupa más quedar bien con los que nos escuchan «aquí abajo» que alcanzar con nuestras plegarias al que quiere escucharnos «allá arriba». Un poco tratando de desalentar esta práctica, Jesús advierte tomando como punto de referencia a los fariseos: «Y cuando ores, no seas como los hipócritas; porque ellos aman el orar en pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos de los hombres; de cierto que ya tienen su recompensa. Mas tú, cuando oras… no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos. Nos os hagáis, pues, semejantes a ellos» (Mateo 5.5-8).
Ni tampoco es necesario que gritemos como si Dios fuera sordo. Eso queda, como decíamos en el artículo anterior, para los falsos profetas. O los profetas de Baal pero no para nosotros.
Los creyentes tenemos en la oración, pública o privada, el arma más efectiva puesta por Dios a nuestra disposición para enfrentar las adversidades pero también para comunicarnos con Él en alabanzas a través de su Hijo Jesús. La oración es el recurso que, manejado desde nuestra condición de seres humanos y por tanto mortales, se adentra en los dominios del espíritu (quizás debería decir, más bien, del Espíritu para evitar confusiones con quienes creen que todo lo que pertenece al reino espiritual es de Dios). «Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes» (Efesios 6.12).
A través de la práctica personal hemos descubierto que las oraciones que tienen más posibilidades de traspasar el techo y llegar a la presencia de Dios son aquellas que hacemos en la intimidad de nuestro cuarto. Allí donde no hay gente a la que queramos impresionar; allí donde podemos desnudar nuestra alma y decirle a Dios con un lenguaje directo y franco lo que queremos que oiga de nosotros.
Cuando tengamos que orar en público, no seamos como los hipócritas porque en la satisfacción meramente humana de haber hecho una “buena” oración está la recompensa. Magra recompensa. Pobre y lamentable recompensa.
Es lo que nos quiso enseñar Jesús. Y acerca de lo cual prevenirnos.
Desterremos, pues, de nosotros la oración hecha en lenguaje oracioné.
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