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Pequeña conspiración para acabar con el mundo

La bibliotecaria del perdido pueblo casi fantasma de Llanos del Paraíso dice que no lee porque la lectura es para mentes ociosas. Eso la salvó del apocalipsis. Aquí, en esta noche lluviosa de verano (llegará el invierno y echaré de menos estas noches), leyendo libros, atando cabos, al final comprendí que es por culpa de la cafeína por lo que ya no creo en todo esto. Me refiero al orden mundial. Como la pintada que encontré en un puente camino de la playa, que pedía la muerte para el nuevo orden,
EL ALMA DEL PAPEL AUTOR Noa Alarcón Melchor 21 DE AGOSTO DE 2010 22:00 h

No hay nada peor que tener subversivos ignorantes. Cosas inconexas, tal vez. Sí, es cierto, aparentemente, nada de esto tiene que ver entre sí. Tal vez sólo pueda explicar lo de la cafeína.
La cafeína me hace entender que no hay redención posible para el mundo. Parece algo obvio y trillado, pero créanme si les digo que yo me acabo de dar cuenta hace bien poco y que sigue siendo una idea novedosa, a pesar de que ya se apuntaba desde que fuimos expulsados de Edén. Es de esas cosas que uno no debe dar por hechas. Y también ha contribuido Happiness™ (2002), de Will Ferguson, novela subversiva en la cual la bibliotecaria de Llanos del Paraíso se salva del apocalipsis por no leer libros. Bueno, Zygmunt Bauman y su angustiosa mirada del mundo también han contribuido.

Esta noche tan fantástica, a eso de las once, me he preparado un café con leche y me he sentado delante del ordenador a escribir. Cafeína, lluvia veraniega y una madrugada por delante, una felicidad que sé que no me conviene. Todo es por culpa de la cafeína. Confesaré que la semana pasada compramos por error Coca-Cola sin cafeína y dio buen resultado sin pretenderlo. Así, por probar, estuve a dieta estricta sin cafeína (ni té, ni café, ni coca-cola) y conseguí burlar ligeramente el insomnio. He estado unos días dedicándome a dormir con calma y premeditación. Pero, por otro lado, han sido unos días muy aburridos.

Por si alguien no lo sabe aún, hay una parte no identificada de mi mente que opina que malgasto un tiempo precioso en dormir, que podría aprovecharlo en hacer muchas otras cosas, y por lo tanto, con los años, el insomnio me ha ido comiendo terreno. Tengo el sueño tan ligero que a veces ni me doy cuenta de que me he dormido. Es una lucha inhumana contra mí misma, a expensas de mi sentido común, obligarle a mi cuerpo a descansar al menos seis o siete horas diarias para poder rendir. Por eso era una buena idea dejar la cafeína… hasta que dejó de pesar el sentido común.

No pude resistirlo. La Coca-Cola sin cafeína tiene un pase, pero el café descafeinado es un crimen contra la humanidad. No sabe a nada. No tiene esa sensación vibrante de una buena taza de café o de té en el paladar. Las infusiones no están mal, pero son tristes. Uno se las toma cuando está enfermo o cuando está triste (siempre asociaré las infusiones a eso, como cuando se murió mi bisabuela y mi abuela dejó durante días siempre preparada una jarra de tila en la cocina para quien quisiera echarse un vaso, a modo de duelo).

Después de tantos años trabajando en cafeterías hay cosas de las que no se puede, sencillamente, prescindir. Y no es sólo eso. No tanto como la cafeína es esta sensación de que la madrugada es el mejor momento del día, sobre todo en verano. Pero sobre todo la sensación ambivalente de placer y culpabilidad. Lo peor es que no soy de las que necesitan un café por las mañanas… yo soy de las que lo necesitan por la noche. Eso no es bueno, lo sé. Juega en contra de mi supervivencia, pero me abandono a ello a menudo.

Por otro lado, Zygmut Bauman (sí, sigámosle el hilo a este monólogo interior o flujo irracional) también tiene la culpa de mi descreimiento. Me encanta lo que escribe, pero desespera un poco. Apenas he pasado del primer capítulo de su Vida líquida (2005), y ya me ha quedado suficientemente claro que todo lo que consideramos inmutable e imperecedero está abocado a un final catastrófico. Y da mucho miedo pensarlo.

Él dice que el modelo de vida occidental, la sociedad del bienestar, sólo puede mantenerse mientras haya una parte de la humanidad que siga oprimida, por lo tanto, esa manía tan estadounidense de llevar la democracia y la sociedad de consumo a los pueblos oprimidos no es más que un inútil y peligroso paternalismo. Muchos tachan su análisis de la modernidad de negativista y comunista (y de antiamericano y de sionista también, puestos a poner etiquetas), y es totalmente cierto: lo que no quiere decir que no tenga una temible y amenazante razón.

En realidad, en Vida líquida Bauman analiza esa naturaleza dualista del hombre occidental moderno, que por un lado cree que su modelo de sociedad es insuperable (y que es la Salvación), y por otro lado se debate por salir a flote día a día de la propia miseria moral y espiritual que le impone esa sociedad aparentemente perfecta. Para él, el modelo consumista europeo y, sobre todo, estadounidense no se diferencia en nada del evangelismo agresivo de los primeros católicos que llegaron al Nuevo Mundo. Como ese chiste en el que un hombre le preguntaba a otro cómo era que podía saberse que los españoles nunca llegaron a aquella isla concreta de la costa del Pacífico. «No lo sé, ¿cómo?», preguntaba. «Porque no hay ninguna iglesia aquí», decía el otro. De igual manera que aquellos curas cabezotas y obcecados, los occidentales de hoy en día viven convencidos de que su «estado del bienestar» es la solución a todos los males, la verdadera Salvación para el hombre. Pero lo dicen sin saber que están dentro de una jaula pensando que todo es perfecto. Son hámsters de laboratorio que se sientan a media tarde en un café a dilucidar las ventajas de su libertad.

Y aquí es donde Happiness™, tiene mucho que decir.

Will Ferguson, su autor, nos habla de ese mundo occidental estadounidense (pero por extensión el mundo occidental completo) pagado de sí mismo, feliz en sus infelicidades, a la vez que nos ofrece una de las sátiras más valiosas del mundo editorial moderno. Lo siento por los aspirantes a escritores, pero esa primera escena donde se ve cómo el editor decapita con crueldad y alevosía uno tras otro manuscritos no solicitados es terriblemente cierta. Edwin de Valu es editor de obras de autoayuda en una prestigiosa y denostada (sí, ambas cosas) editorial estadounidense, cuya vida es tan miserable que para no perder su trabajo decide presentarle a su jefe uno de los manuscritos más horriblemente escritos que ha tenido entre manos en mucho tiempo. Pero no pasa nada, nadie en la editorial lee los libros que publican, de eso se encargan los becarios.

 
El libro es extraño y ya desde el principio al pobre de Edwin le da mala espina. Lo publica sin esperanza, sin publicidad, esperando que la caída no duela mucho, convencido de que va a ser un fracaso. Al fin y al cabo, él es editor de libros de autoayuda, y todos y cada uno de ellos prometen ser la solución que nunca son. En realidad, el sistema funciona porque ninguno de esos libros funciona: la gente no adelgaza, no deja de fumar, no consigue pareja. Así, siempre comprarán otro libro que les prometa que esta vez sí adelgazarán, dejarán de fumar y dejarán de enamorarse del mismo idiota de siempre. En realidad, como nos cuenta Ferguson, el mundo más allá de la editorial es el que está basado en una sociedad insatisfecha consigo misma. Por eso, cuando ese libro de autoayuda funciona, cuando el mundo descubre que el gurú que se hace llamar Tupak Soiree tiene razón, comienza el fin del mundo tal y como lo conocemos.

Los primeros en caer son los imperios del tabaco y del alcohol, pero después todo va degenerando hacia una especie de pesadilla / sueño New Age en la que la dicha (palabra importante en la novela) lo empaña todo, una dicha artificial que zombifica a todo aquel que lee el libro, que hace que todos abandonen sus trabajos, sus familias, sus casas; todo el mundo supera sus defectos, asume sus complejos, hace las paces con el cosmos y pasa a ser feliz, tan feliz que ya no le importa nada y se va a vivir al campo a comunidades autogestionadas. El dinero se sustituye por abrazos… y el mundo moderno muere.

A pesar de que la editorial de Edwin se hace tan rica como un país centroamericano (en algún momento del libro comenta que Lo que aprendí en la montaña, el libro de Tupak Soiree, ya lleva vendidos 75 millones de copias en todo el mundo y sigue aumentando), a pesar de que el propio Tupak se convierte en un dios televisivo, un hombre de túnica blanca que sale por los platós de televisión engatusando a la audiencia, levantando aplausos y aclamaciones (bueno, llega un momento en que todo lo que ponen en la televisión tiene que ver con él, desde homilías de ex sacerdotes católicos hasta sermones de ex actores porno), Edwin decide que va a acabar con el hombre que ha acabado con todo lo que él amaba, incluida su tristeza.

Cuando puedan, si quieren, dedíquenle un rato a esta novela. Por razones ajenas a mí me veo obligada a decir que no es una obra maestra, a pesar de todo; pero es que el concepto de obra maestra está muy sobrevalorado. Es una novela divertida y grotesca, un poco cafre a veces, sin adornos, pero con un par de momentos gloriosos; algunos personajes, quizá, un poco sobreactuados (si se me permite decirlo así), pero otros son sencillamente insuperables por lo absurdos que son (como Jenni, la esposa de Edwin).

No es una obra perfecta, no tiene razón en todo. No te hace ser mejor persona (no es un libro de autoayuda, aunque hacia el final tiene un par de momentos autoayuda que hacen pensar gratamente en la poca seriedad con la que el autor se toma su trabajo), pero te hace ser un poco más listo.

La moraleja final es que no hay solución. Seremos infelices y seremos esclavos de nuestras infelicidades. Pero eso ya lo sabíamos desde que fuimos expulsados del Edén. La cosa no funciona. Yo podría dejar la cafeína y viviría un poco mejor, pero prefiero no hacerlo (no sé hacerlo), para no tener que abandonar estas madrugadas que tampoco me convienen.

Extrapolemos eso al resto de la Humanidad y así entenderemos cómo marcha la cosa. No tenemos que creernos las noticias ni los documentales ni las propagandas de que el mundo avanza hacia un futuro mejor. Que poco a poco, debido a los logros sociales, este mundo es un lugar mejor para vivir, y que sólo es cuestión de tiempo que todos los problemas del mundo se solucionen. ¿Verdad que no es la primera vez que lo escuchamos? «Qué suerte tenemos de vivir en este siglo». La prostitución, el tráfico de drogas, la marginación, la pobreza, el hambre, la guerra. Poco a poco, nos dicen, nos meten en la cabeza, iremos acabando con todos esos problemas. Sólo hay que ver el progreso tan fabuloso que hemos tenido desde el siglo XIX hasta ahora.

Will Ferguson, Zygmut Bauman y la cafeína son la demostración de que eso no es verdad.

El fin del mundo, tal como lo conocemos, según Will Ferguson llegará de un libro de autoayuda que supla las necesidades de la gente. Que les dé sentido a sus vidas, que les libere de sus complejos, que les vuelva altruistas y generosos. Y sin embargo, ¿no era la Biblia ese libro que nos habían prometido muchas veces que era capaz de hacer todo eso? No se dejen seducir por la publicidad engañosa: la Biblia no es otro libro de autoayuda ni el cristianismo es otro modo más de sentirse mejor que los demás.

El fin del mundo, tal y como lo conocemos, según Zygmunt Bauman, es que el modelo de sociedad de bienestar se imponga en cada rincón del mundo. Para sostenernos en este nivel de vida acabaríamos con los recursos del planeta en menos de cincuenta años. Para subsistir, necesitaríamos tres planetas más como la Tierra para proveernos de materias primas. Y no sé yo cómo subsistiría una sociedad en la que todo el mundo pretendiera ser clase media. No quiero ser clasista, pero miren cómo nos ha ido últimamente precisamente por eso.

El fin del mundo, según la paradoja de la cafeína, llegará inevitablemente porque las personas, imperfectas, irremediables, nunca podrán ni querrán abandonar sus imperfecciones. No, el mundo no mejorará. Solucionaremos problemas, pero los cambiaremos por otros. Viviremos felices dentro de nuestra jaula de hámster siempre que seamos capaces de seguir ciegos frente a los nuevos problemas, y tendremos esa sensación tan hollywoodiense de final feliz.

Al final, todo puede resumirse en lo que dice Edwin: «Soy editor de libros de autoayuda. Créeme, lo sé. Todo el mundo busca algo, pero lo importante es que nunca lo encuentran». O como dice Pablo: «No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios».
 

 


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