Verdaderamente hicieron un uso tremendo del ingenio para arrojar luz sobre algunas de las cuestiones que hoy damos prácticamente por sentadas y volver la vista atrás y considerar algunos de esos experimentos conductuales se convierte en un ejercicio apasionante al que invito encarecidamente al lector.
Muchos de esos experimentos se han convertido hoy en verdaderos clásicos y los investigadores asociados a cada uno de ellos son figuras absolutamente representativas de lo que se constituyó como una metodología verdaderamente eficaz en las ciencias sociales y del comportamiento, como es la Psicología que, aunque no se nos puede olvidar que no es una ciencia exacta, hoy sigue con rigor maneras de trabajar absolutamente sistemáticas en la investigación que dotan a sus conclusiones de una solidez importante.
¿Cuántos han oído hablar, aunque sea a nivel popular, de los experimentos de Pavlov con perros y el reflejo de salivación? ¿O sobre los experimentos de Watson y el condicionamiento del miedo, por poner sólo algunos ejemplos?
La psicología social fue un campo especialmente fructífero y fascinante en este sentido. Autores como Stanley Milgram (con sus experimentos sobre la obediencia a la autoridad a partir del juicio contra Eichmann por crímenes contra la humanidad) o Solomon Asch con sus estudios sobre la conformidad ante la presión del grupo aportaron conclusiones que, como mínimo, hacían tambalear la idea tan extendida para muchos acerca de las bondades innatas del ser humano y su capacidad infinita para hacer el bien.
Descubrieron con sorpresa, entre otras cosas, que a veces simplemente delegando nuestros actos sobre alguien que asume la responsabilidad por ellos seríamos capaces incluso de asesinar si las condiciones son las adecuadas (en el caso de Milgram), o que un 33% de la población estaría dispuesta a modificar su respuesta ante una pregunta obvia si la presión del grupo que le rodea fuera suficiente, conformándose y amoldándose a la mayoría de forma casi increíble (en el caso de Asch).
En la misma línea, Zimbardo, en los años 70, tuvo que cancelar su experimento anticipadamente después de que éste se le escapara de las manos al repartir los roles de prisionero-carcelero en una réplica simplificada de lo que sería el funcionamiento de una cárcel. Ante la realidad de que los “prisioneros” estaban sufriendo daños emocionales por los comportamientos sádicos y vejatorios de los “carceleros”, evidentemente hubo que tomar medidas drásticas y paralizarlo.
De hecho, hoy el experimento no sería replicable por claras objeciones éticas pero, sin duda, dejó al descubierto la peor faceta del ser humano, sobre todo teniendo en cuenta que los sujetos experimentales eran, nada más y nada menos, que estudiantes universitarios “blancos, jóvenes y de clase media” que, además, habían sido escogidos por ser “especialmente estables psicológicamente”.
Resulta sorprendente sin embargo, y a la luz de estos experimentos sobre los cuales se ha hablado, escrito e investigado tanto, que muchos sigan defendiendo aún las bondades innatas del ser humano, máxime cuando las conclusiones que arrojan estas situaciones experimentales aparecen de la forma más real y tangible posible en cualquier de los noticieros o telediarios a los cuales tenemos acceso de forma cotidiana.
¿Será que seguimos pensando que el mal es sólo cosa de algunas pocas personas “desequilibradas” o incluso “taradas emocionalmente”? ¿Qué nivel de estabilidad y equilibrio mental garantiza que las personas actuarán de forma buena, altruista o, incluso, simplemente cordial cuando las situaciones no lo propician especialmente?
Y me pregunto, ¿pensar que estos resultados se deben sólo a ciertas condiciones experimentales no es justo el mismo error que cometían los sujetos sometidos al experimento, que a posteriori adjudicaban su comportamiento sádico a que “alguien les dijo que lo hicieran” (en el caso de Milgram) o al rol que desempeñaban como “carceleros” (en el caso de la Prisión de Stanford)?
Todos, al final, cometemos el mismo error y seguimos atribuyendo nuestros “traspiés” y nuestro pecado a las circunstancias que nos rodean y no a nosotros mismos. A la luz de los experimentos citados, parece que las garantías acerca de las “bondades” humanas son pocas. A la luz de la Palabra, sin embargo, y yendo aún más allá, “no hay ni uno bueno”, tal y como dice Romanos.
Y es que, como siempre, aún cuando “descubrimos” alguna verdad sobre el ser humano que nos abre los ojos a una realidad no antes comprobada experimentalmente, vamos a la zaga de lo que Dios mismo ya nos dijo desde el principio y nos coloca ante los mismísimos orígenes de la problemática del hombre.
¿O acaso no se dio un proceso de influencia negativa en el Edén? ¿Qué sucedió en el caso de Caín y Abel, cuando el primero le quita la vida a su hermano? No podemos encontrar casos más antiguos que estos y, sin embargo, seguimos teniendo de forma natural una visión romántica acerca del hombre y sus posibilidades para el bien. ¡Verdaderamente somos increíbles y me cuesta diferenciar si es una cuestión de ceguera, de orgullo o de pura necedad! Probablemente no me equivoque al atribuirlo a una mezcla de todas ellas.
El hombre nunca es el hombre aisladamente. Es él y sus circunstancias, cierto. Pero la Biblia nos dice que, incluso al margen de circunstancias concretas (o de situaciones experimentales) el mal está arraigado en el propio corazón del hombre, que no sólo hace lo malo, sino que piensa lo malo y siente lo malo a los ojos de Dios, que es Santo.
En el juicio al que todos nosotros seremos sometidos un día no se nos juzgará a nosotros y nuestras circunstancias, sino que se nos evaluará como individuos ante un Dios que exige la santidad y la perfección absolutas, al margen de situaciones particulares, por muy cruel que esto pueda parecernos. No debiera, entonces, sorprendernos tanto descubrir, a través de experimentos conductuales u otros medios, que las personas somos lo que somos en el peor sentido posible de la frase.
En el fondo de nuestros corazones, seguimos contemplando el caso de Caín y de tantos otros como casos puntuales, ajenos, sin un valor aplicable a nosotros de manera personal. No nos identificamos, en definitiva, con el personaje porque no nos consideramos capaces de caer donde él cayó. Creemos sinceramente que nosotros no seríamos capaces de algo así y ni la realidad más cruda, la de todos los días a través de la ventana al mundo que suponen los medios de comunicación, nos hace ver que estamos profundamente equivocados.
La sucesión de acontecimientos en las horas previas de la crucifixión de Jesús, por poner otro ejemplo de trascendentales consecuencias, ¿no nos pone ante la realidad de que todos, sin excepción, hemos asesinado al Mesías? ¿No fue el pueblo judío de esa época, que gritaba “Crucifícale”, el reflejo perfecto de nuestra sociedad hoy y de cada uno de nosotros en particular cuando rechazamos Su obra salvadora por nosotros? ¿Por los pecados de quién es que fue muerto Cristo, si no los nuestros propios? ¿Cuánto hay de bueno en nosotros que nos hace seguir creyendo, no sólo que no necesitamos de la salvación de nadie, sino que no volvería a repetirse que pediríamos la muerte de un inocente sólo por preservar nuestra ceguera, nuestro orgullo y nuestra necedad?
Ojalá que esos tres elementos, juntos o por separado, no nos distraigan llevándonos sólo a considerar lo puramente anecdótico y sorprendente que estos experimentos muestran, sino que nos lleven a entender una realidad mucho más compleja y amplia que tiene sus raíces en el propio corazón humano y no en las circunstancias que nos rodean.
El mensaje no es nuevo. El mal en el corazón del hombre tampoco.
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