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Añoranzas

El traqueteo incesante del tren acompañaba su sopor, marcaba el ritmo de su parpadeo, dominaba su ser. En ese instante, César Krause evocó, sin quererlo, el mecer de su cuna, de manos de una madre demasiado alemana para aquel paraje inhóspito. Por eso murió joven, dejándole a César tan solo el recuerdo de sus canturreos y su aroma, a jabón de tocador.
OJO DE PEZ AUTOR Julia Jiménez Echenique 21 DE AGOSTO DE 2010 22:00 h

Era el ferrocarril el que incrementaba sus añoranzas, llenando su mente de sensaciones casi olvidadas pero en aquel entonces vívidas. Fue su padre el que insistió en que toda la familia se trasladara a Bolivia, donde había comprado la mina de estaño La Orureña. Su madre luchó contra todas las consecuencias de un parto a tres mil metros de altura, se aferró a la vida durante tres años, pero finalmente la convalecencia agónica fue más fuerte que ella.

César se debatía entre la remembranza de la palidez materna y el aroma que llegaba desde el vagón de cafetería. Chirriaban intermitentemente las vías pulidas, unas voces en el corredor, el sol que comenzaba a despuntar tras los visillos. César quiso correrlos y deleitarse en el amanecer, huyendo de la penumbra y de sus recuerdos, pero la muchacha que ocupaba su mismo compartimiento, aún dormía.

Se centró entonces en observarla, dejando a un lado el disimulo al que obligan las buenas maneras. Era una mujer delgada, joven y vestida con sobriedad. Un sombrero azul con pequeñas flores de terciopelo descansaba a su lado. Manos de uñas cortas, sin pintar, que aún asían un periódico de la víspera: 20 de Mayo de 1948. No era bella, pero a César le resultaba más que enigmática, con la mirada siempre perdida y los labios apretados

Cuando el pitido del tren hizo parpadear a la muchacha, César cerró los ojos con celeridad, fingiendo que dormía.
  • ¿Ya amaneció? – La joven, somnolienta, se recolocaba los mechones rebeldes que se escapaban sobre su frente.
  • Sí, hace media hora.
  • Disculpe por haberle dejado a oscuras, me quedé transpuesta y…
  • Descuide, yo también estaba descansando.
Los visillos se abrieron al fin, y el sol radiante sobre el cielo diáfano irrumpió abruptamente, cegándoles un instante. El tren frenaba paulatinamente en su aproximación a la parada de Atocha. La mujer sacó su pequeña maleta de cuero de debajo del asiento y la colocó sobre sus rodillas. Miró de soslayo a César y la abrió, asegurándose de que la tapa quedaba entre ambos e impedía la visibilidad de su contenido. Seguía mostrándose tensa, ordenaba algo en el interior, lo repasaba una y otra vez.
  • ¡El revisor!- Los nudillos contra la puerta de cristal del compartimiento hicieron sobresaltarse a la mujer. – Buenos días, sus billetes, por favor.
Ella guardó rápidamente la maleta bajo su asiento y sacó el pasaje de su bolso de mano, pero el revisor permanecía absorto en la contemplación de César.
  • ¿Usted no será…? ¡No es posible! ¿El señor Krause?
César asintió, abochornado, ante la mirada sorprendida de la mujer.
  • ¡Qué honor! ¡Qué placer! – El revisor le estrechaba la mano insistentemente.- ¡Mi padre trabajó en su empresa treinta años! ¡Treinta años! ¡Y conoció a su padre, un gran hombre!
  • Gracias. Aquí tiene mi billete.- César comenzaba a sentirse incómodo.
  • ¡Por favor! Por supuesto que usted viaja con billete ¡Podría comprarse este tren entero! Admiro su humildad. Se lo voy a picar porque es usted un hombre cercano al pueblo. ¡Cuando cuente en mi casa que he conocido a Krause hijo! Porque mi mujer…
  • Le reitero mi agradecimiento – Interrumpió César- Pero no querremos aburrir a esta señora con tan fatigosos temas. Buena jornada, muy agradecido.
El revisor se fue, con una amplia sonrisa de satisfacción y el pecho henchido. El silencio reinó en el compartimento, el tren reanudó su marcha.
  • Disculpe.- La mujer se atrevió al fin.- Como comprenderá, me ha sido imposible no escuchar su conversación y lamento no haberle reconocido. Mi nombre es Aurora Bernasque.
  • Encantado.- César se incorporó y estrechó su mano fría.
  • Esto es muy vergonzoso para mí pero tendría una consulta que hacerle, de vital importancia.
  • Adelante, por favor, con confianza.
Aurora volvió a sacar la maleta de debajo del asiento. César miró su escote, ampliado por la flexión de tronco, y creyó intuir la puntilla de la combinación.
  • Verá, viajo a Uyuni para vender unas joyas de anticuario que me heredaron mis padres. Mi situación económica… no es muy buena y dicen que los argentinos que cruzan la frontera, pagan muy bien el oro. Yo sin embargo, me reconozco totalmente ignorante en materia de metales y no quisiera que me estafaran. ¿Podría usted examinarlas y decirme cuánto podría pedir aproximadamente?
César se sentó a su lado, retirando con delicadeza el sombrero de pequeñas flores. Y allí lo halló, entre las joyas que descansaban en un falso fondo de la maleta. Quedó estupefacto, pero encubrió su gesto tras un supuesto cálculo mental. César lo reconoció enseguida, era un collar de perlas finas, con un camafeo colgante. El collar de su madre, el collar vendido por su padre tras su fallecimiento para abolir todo recuerdo doloroso, el collar con el que él jugaba cuando era sostenido entre sus brazos.

Mientras repasaba el resto de las joyas, se debatía pensando si tal vez aquel descubrimiento era fruto de la sugestión. El traqueteo del ferrocarril, el mecer de la cuna, el toque materno, el collar. ¿Y si la asociación se había dado sola? ¿Y si el recuerdo no era más que un artificio? Cerró el falso fondo y exclamó:
  • No deben darle menos de 500 dólares, señora.
  • Señorita.- Se apuró a aclarar.- Muchas gracias, señor Krause, ha sido usted muy gentil.
*******

El tren se adentraba ya en el Salar de Uyuni, dejando su estela de humo sobre la sal congelada. Las precipitaciones de la semana anterior hacían que, en el palmo de agua acumulado, se reflejasen las nubes y la atmósfera, como en un espejo profundo.

César adoraba aquella parte del camino, siempre lo había degustado con placer en sus numerosos viajes de negocios a La Quiaca. Muchos le insistían en que optase por el puntero recorrido en avión, pero él no renunciaba al contacto con la tierra, ni a lo diverso del trayecto proyectado en su retina. Sin embargo, aquel día, el disfrute fue estorbado por la imagen del collar, por el deseo ferviente de tenerlo entre sus manos como cuando era niño. Valoró comprárselo a Aurora, pero tal vez ella creyese que eran otras sus intenciones, posiblemente se sentiría humillada por reconocerse en aprietos monetarios, quizás pensaría que él quería engañarla, darle un precio menor, conquistarla, comprarla.
  • Me ausento al baño ¿Le importa que deje aquí mis pertenencias? Ya conoce las estrecheces del vagón.
  • Por supuesto, no iré a tomar café hasta dentro de una hora, odio las aglomeraciones matinales.
Y Aurora desapareció, tras la cortina de la puerta de cristal, dejando la tentación al alcance de la mano. Manos que tiemblan y buscan, abren un seguro y el otro, levantan el falso fondo, llegan a su objetivo. Guardó el collar en el bolsillo interior de su chaqueta, casi en un acto reflejo, y volvió a su asiento.
  • Ya está, le dejo libre para su café.- Aurora sonreía complaciente desde la puerta.
  • Si gusta, le mando traer algo de tomar.
  • Muy amable, un té estaría bien.
César creía escuchar pasos siguiéndole por el corredor, alcanzándole. Se giró en un par de ocasiones. Nada, nadie. El baño fue su refugio. Perla a perla, volvió a evocar a su madre, sorprendido como estaba de que semejantes nostalgias estuvieran ahora tan presentes, cuando él mismo se había encargado de enterrarlas hacía más de treinta años. Era como si al fin poseyera una parte de ella, incorruptible y eterna.
  • Un té para el compartimiento B del vagón 3, por favor.
  • Por supuesto, señor Krause ¿Cómo le gusta a su señora? ¿Con limón?
César asintió, no deseaba observar los ojos sorprendidos ante su soltería. Estaba claro que no había sido por falta de proposiciones. Sin embargo, ninguna de todas aquellas mujeres le había parecido lo suficientemente apropiada, tal vez es que ninguna se había parecido suficientemente a su madre. Quedó enfrascado en esa conclusión recién estrenada, como si de un descubrimiento único se tratase. Mientras, el café se enfriaba sobre la barra tintineante.
  • ¡Su atención, por favor! – El oficial de policía del tren irrumpió en la cafetería, asiendo a un muchacho indígena por el cuello.- Este polizón ha sido hallado en el vagón de carga. Les rogamos que revisen sus pertenencias por si les faltara algo.
  • ¡Yo jamás he robado! ¡En mi vida! – Gritó el muchacho tratando de zafarse.- Tengo que ir a Villazón a trabajar para alimentar a mis hermanos ¡Suélteme!
Tras su piel morena, dos grandes ojos brillaban en busca de auxilio. El oficial prosiguió, vagón por vagón, exhibiendo a su presa.

El collar del bolsillo de César comenzó a pesar como una gran roca incandescente. Pagó enseguida y retornó presuroso a su compartimiento. Era demasiado tarde. Aurora sollozaba sobre su maleta abierta.
  • ¡Me han robado una de mis joyas! – Gritó.- Señor Krause, ¡Qué desgracia! Seguro que ha sido ese indio del demonio.
César no respondió, tan solo regresó a su asiento, apesadumbrado.
  • ¿Cuándo pudo haberlo hecho? Tal vez antes del amanecer, mientras usted y yo dormíamos, debió entrar sin ser visto. Él lo niega, no quiere confesar, aunque tranquilo, ya confesará.
  • ¿A qué se refiere?
  • El oficial y algunos hombres se lo han llevado al vagón de carga para obligarle a que hable ¡Esto no puede quedar así!
  • Pero es solo un muchacho, si él afirma que no lo hizo…
  • ¡Por favor! ¿Qué va a esperar de esos indígenas? Usted es un hombre acostumbrado a las altas esferas pero yo les conozco bien.
  • Iré a ver cómo van las cosas.
*******

En una esquina del vagón de carga, junto a varias maletas de piel, un charco de sangre oscura y espesa. El muchacho era asido por las muñecas por dos hombres sin rostro. El sol apenas traspasaba las gritas entre el maderaje. Irrumpió César y cesaron los golpes.
  • Señor Krause, no debería estar aquí, es una situación muy desagradable.
  • Sé de qué se le acusa pero, señores, no son maneras.
El muchacho comenzó a toser, abrazado a sus costillas quebradas, en un vano intento de recuperar el aliento.
  • Insiste en su inocencia- El oficial sudaba por el esfuerzo de patear huesos.
  • Yo pagaré lo que debe, pero basta de tanta brutalidad.- César estaba crispado.
  • Lo siento, señor, la señorita Bernasque ha interpuesto una denuncia. Ya no es cuestión de dinero, tendrá que decidir la ley.
Trataba de no mirar al muchacho, que susurraba con la mirada perdida: “Yo jamás he robado, ama suwa, ama llulla, ama qhilla.” Sus palabras en aimara fueron ignoradas por todos, eran el recuerdo de las tres leyes sagradas: no robarás, no mentirás, no serás vago.
  • Pero, algo se podrá hacer.
  • Sólo se libraría si apareciese otro culpable pero, sinceramente ¿Quién más iba a haberlo hecho? ¿Ha visto usted algún indio más por aquí?
Las risotadas de los otros dos hombres retumbaron en las paredes metálicas.
  • En pocos minutos llegaremos a Uyuni y podrá olvidarse de este episodio tan incómodo.
César Krause no tenía nada más que decir, ni que ofrecer. Aquellas palabras zanjaron el tema y flotaron en el ambiente, empujándole hacia la puerta.
  • No le peguen más… por amor de Dios.
El pitido del tren ahogó su última frase y el oficial le dio la espalda. Cuando César llegó a su compartimiento, Aurora conversaba con otra señora en el corredor, sobre lo mal que estaba el país, la delincuencia, el atrevimiento de los pobres, la mano dura del presidente.
  • Disculpen señoras, voy a descansar la vista.
  • Claro que sí señor Krause, yo me quedaré aquí fuera charlando un ratito más.
Las perlas rozando sus dedos, en el bolsillo, ya sería inútil devolverlo, muy obvio, imposible por su significado y su valor. El valor incalculable que el afecto otorga a los objetos. De nuevo el traqueteo, la reminiscencia absurda pero ineludible de su cuna. Tan ensimismado quedó que no escuchó en absoluto la despedida de Aurora y su comentario sobre la desgracia de que justo le robaran el collar que había pertenecido a su bisabuela. Tampoco vio a través de la ventana al muchacho ensangrentado mientras era llevado a rastras a la comisaría de la estación. Olvidó la culpa y el tiempo, el tren se había encargado de sumirlo en la ensoñación del pasado, donde lo único que importaba eran él y sus añoranzas.
 

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