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La poesía mexicana en la obra de Monsiváis

Carlos Monsiváis, lector de poesía (III)

En las casi 150 páginas que abarcan las “Notas sobre la cultura mexicana en el siglo XX”, capítulo final de la Historia general de México (primera edición, 1976), un auténtico volumen aparte con que Monsiváis contribuyó a esa magna obra, la poesía ocupa el lugar que él siempre le otorgó a este género, pues le dedica cuatro secciones.
GINEBRA VIVA AUTOR Leopoldo Cervantes-Ortiz 13 DE AGOSTO DE 2010 22:00 h

En la primera (pp. 1428-1445) hace un repaso general de los autores a quienes se considera como “fundadores” de la poesía mexicana del siglo XX: Enrique González Martínez, José Juan Tablada, Alfonso Reyes, Ramón López Velarde, el grupo “Contemporáneos” y los intentos vanguardistas.

Así, González Martínez, enlace con el modernismo de fines del XIX y principios del XX es una muestra, junto con Amado Nervo, de cómo esa corriente tan típicamente latinoamericana ejerció su “tiranía” en México, incluso en autores de música popular tan reconocidos como Agustín Lara. Monsiváis es lapidario: “Derrotados como proyecto, los modernistas se perpetúan en el idioma prestigiado y en la estilización de costumbres y convicciones” (p. 1429). Nervo, a su vez, “le ofrece al lector un programa estético y una facilidad moral: la poesía le será de utilidad práctica, se constituirá en recomendación o consejo, en estímulo sentimental o en afirmación de vida: ‘Dios te libre, poeta/ de escribir una estrofa que contriste,/ de turbar con tu ceño/ y tu lógica triste/ la lógica divina de un ensueño’”(Idem). Durante mucho tiempo, el nombre de este autor fue sinónimo de poesía para la gente de todas las edades.

En la esfera de poetas dominados por una visión rural y religiosa, pero ya con toques vanguardistas, Monsiváis ubica a López Velarde (un poeta mayor) junto a Francisco González León y Alfredo R. Placencia, a quien define como “el mayor poeta religioso de su tiempo”. Y cómo no, si en El libro de Dios aparece ese gran poema que comienza de esta manera: “Así te ves, mejor, crucificado./ Bien quisieras herir, pero no puedes./ Quien acertó a ponerte en ese estado/ no hizo cosa mejor. Que así te quedes.” (“Ciego Dios”).

Los Contemporáneos, la referencia máxima de la poesía mexicana de las primeras décadas del siglo XX (1920 a 932, sobre todo), le merecen a Monsiváis una opinión personalizada, poeta por poeta, pues esa pléyade de autores (Cuesta, Novo, Gorostiza, Pellicer, Villaurrutia) que también incluyó a otros artistas, acaparó la atención en esa época. Mediante un análisis sociopolítico de su influencia, a la que ve más señaladamente “en un estilo de entender y vivir la cultura”, destaca las individualidades creativas: Pellicer es el paisajista con una fuerte vinculación latinoamericana; Gorostiza, sobre todo por Muerte sin fin (1938, “poema capital de la lengua, monumento definitivo a la voluntad de forma y a la forma misma, el juego de presencias teológicas que es la búsqueda irónica y profunda de los elementos consagrados”), alcanza las alturas de la creatividad crítica; y Villaurrutia, cúspide del intento por introducir en la poesía una amplia gama de sentidos mediante la experimentación.

Al lado de ellos, Cuesta, es el pensador del grupo; Torres Bodet, el funcionario que dirigió la UNESCO; Ortiz de Montellano y Owen, con obras muy personales; y Salvador Novo, la influencia más notoria en el propio Monsiváis, aun cuando sólo en el ámbito de la crónica, pues de él recibió la estafeta, por decirlo así, para dedicarse, como lo hizo, a registrar el pulso del momento: “Como poeta, cultivó por un lado la injuria y la escatología […] y por otro […], incursionó en diversas técnicas experimentales e hizo alternar la nostalgia por lo primitivo y la aversión irónica ante el progreso y el maquinismo con la acreditación de materiales comunes y corrientes” (p. 1442).

Muy atento al devenir de las vanguardias, Monsiváis identifica al estridentismo como uno de los movimientos más auténticos y característicos de la época: “intenta dinamitar la forma, anhelan la muerte de lo convencional y persiguen el cambio a ultranza”, como un eco programático de la Revolución fundida con la renovación literaria. Continuando ese recuento, páginas más tarde se ocupa del grupo de la revista Taller, donde se formó Octavio Paz, acerca del cual traza el perfil de su origen y evolución (se admiraron y criticaron mutuamente durante décadas): “Él ha ido precisando, a lo largo del conjunto de su variada, intensa obra, una línea creativa que ―en lo básico― acata e integra sus ideales juveniles” (pp. 1469-1470). Su poesía la ve como una integración de influencias tempranas y la caracteriza, entre otras cosas, como una lucha incesante “contra, desde, por el lenguaje”. Nada más justo. Y Monsiváis admite que al traducir poesía, los resultados son excepcionales. Estricto contemporáneo de Paz y también miembro de Taller, Efraín Huerta es valorado por Monsiváis como un autor que no le teme ni a la sordidez ni a la plaza pública, en la zona estética frecuentada por Pablo Neruda, aunque sin ignorar sus influencias surrealistas.

La siguiente estación la forman nombres que para la década de los 70 ya eran prácticamente “canónicos”: Rosario Castellanos, Rubén Bonifaz Nuño, Jaime García Terrés y, sobre todo, Jaime Sabines (sin olvidar a Margarita Michelena). Sobre Sabines, a quien leyó minuciosamente, quizá por las enormes afinidades que encontró con su propio trabajo, pues este poeta logró borrar con su obra los límites entre lo “culto” y lo “popular”. Su resumen de los elementos de esta poética es puntual y sin concesiones: “Toda la obra de Sabines es la constancia de un proceso autobiográfico, de la huella devastadora de la provincia […] Sabines ha pretendido desquitarse, tomar en el poema la revancha, transfigurar la impotencia. En él la piedad se contamina de odio y la devastación es una variante del deseo de protección. Cuando desciende a los usos de la retórica masificada ―como en los poemas sobre Cuba― Sabines pierde la contención y se abandona al lugar común” (pp. 1483-1484).

La poesía más reciente le ofreció a Monsiváis la ocasión de aventurarse en la novedad, partiendo de los desarrollos de los poetas más consolidados, como Gabriel Zaid, José Emilio Pacheco o Marco Antonio Montes de Oca. Los trazos críticos con los que se mueve entre las promociones de los años cuarenta y cincuenta dependen de su visión de conjunto, pues advierte muy bien no sólo “las transformaciones del gusto” sino también los horizontes renovadores. “Por diversos lados comienza a dudarse de la ‘religión de la poesía’ […] El tránsito de la reverencia a la ironía, del estremecimiento a la malicia” (p. 1505) lo ve en autores como Eduardo Lizalde o José Carlos Becerra, último poeta mencionado en este panorama. Como se advierte, Monsiváis arriesgó juicios sobre las generaciones poéticas y salió airoso la mayor parte de las veces debido a la forma en que armó su muy personal catálogo de lecturas y aficiones.


Artículos anteriores de esta serie:
1Monsiváis y la poesía
2Monsiváis, frecuentador de la poesía, y nada más

 

 


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