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Un pie fuera es no estar dentro

El tema de la espiritualidad vuelve a estar, en cierto sentido, de moda. Esto va por épocas, claro. Igual pasamos por etapas en las que ir de ateo o agnóstico es lo que toca, como atravesamos periodos en los que lo que se lleva es creer en algo, aunque sea en fuerzas abstractas, energías positivas o filosofías orientales. La propia Historia de la Humanidad ha pasado por esas fases, no cual no puede ser casual, ni mucho menos.
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 07 DE AGOSTO DE 2010 22:00 h

En los últimos tiempos me ha sorprendido encontrarme con personas que, manifestándose siempre reacias o en contra de la fe, estaban absolutamente inmersas en otros tipos de espiritualidad diferentes, alternativos. No rechazaban la espiritualidad, entonces, como yo pensaba, ingenua y simplista de mí y tampoco pertenecían a ese grupo de personas que yo intuía, caracterizadas por un sentido hiperpragmático de la vida en la que no existe más que el aquí y el ahora, sino que creen en algo más, pero en SU algo más, que no tiene por qué coincidir con el “algo más” de otros. Y es que hoy (y esto es un mazazo que no deja de golpearme, por más veces que me tope con ello) lo que se rechaza no es la espiritualidad, sino a Dios mismo.

Que las personas buscamos algo a ese nivel trascendente es prácticamente inapelable. Incluso las personas más reacias a creer en Dios reconocen creer en otra cosa, aunque no sepan explicar muy bien qué. Creer en Dios es algo que se ve pasado de moda y se ha vivido como imposición. No en vano en nuestro país se constituyó como una de las muchas obligaciones que se establecían desde la dictadura política como forma de control sobre la vida del pueblo. Se dictó lo que había que creer de la misma forma que se estableció lo que había que pensar. Y como la obediencia sin más no es una cuestión que venga de serie en el ser humano, como forma de rebeldía nos hemos ido justo al extremo contrario, supliendo nuestra necesidad de creer en algo con cualquier cosa que no sonara a religión establecida, o al menos, a la religión establecida en ese momento.

En la misma línea, los parámetros que hasta entonces se consideraban absolutos pasaron a ser relativos y en esa flexibilización llevada al extremo último, cada cual puede hoy tener su propia religión, es decir, su propia forma de suplir su necesidad espiritual. Lo mismo da que adores a un dios que a varios dioses, incluso que tú seas tu propio dios, algo impensable antaño. Da igual que cumplas o no con determinados preceptos o sacramentos. Mientras a ti te sirva, mientras estés satisfecho y te nutra, es válido y absolutamente incuestionable. Esta es hoy la religión mayoritaria, aunque muchos, probablemente, ni siquiera se den cuenta de que adorarse a sí mismos y su propia ideología es también una religión.

Una de las principales señales de que cada cual, hoy en día, se ha convertido en su propio dios es justamente que la religión que cada persona sigue se establece para alcanzar los propios deseos y los de nadie más. Lo que la divinidad imperante hasta ahora espere de nosotros es, prácticamente, lo de menos. Lo verdaderamente importante es lo que nosotros opinemos de esa divinidad. Si el Dios tradicional no nos satisface, pues nos inventamos otro y punto. De poco sirve lo que cada religión establezca acerca de cuál será el comportamiento de esa divinidad hacia la conducta nuestra. Lo importante según esta nueva religión es cómo creemos nosotros que actuará hacia nosotros, nuestras intenciones hacia ella, lo que hagamos de corazón… ¿Cómo puede un dios, sea el que sea, cuestionar cualquier cosa que se haga desde la buena intención y un acercamiento sincero? Un dios bueno, una divinidad seria, debe tener en cuenta esas cosas. De no ser así, ¿qué tipo de dios sería? Uno que, sin duda, no nos interesaría, porque no se ajusta a nuestros parámetros, que son, en definitiva, los que cuentan para nosotros.

¿Se puede ser más egocéntrico? Probablemente no, cuando no somos ni siquiera capaces de ver que nuestro propio dios somos nosotros. Hasta ahora, las religiones buscaban adorar a un dios ajeno, fuera de uno mismo, una entidad que era diferente del propio adorador y al que se rendía pleitesía porque encarnaba lo que los humanos no éramos. Hoy vivimos en la época del súper-hombre en que, según algunos y de mucho peso, “la fuerza está en la mente” y pareciera que cualquier cosa que queramos queda prácticamente a nuestro alcance, incluso aquello que nos trasciende yendo más allá de la muerte. Sigue quedando políticamente incorrecto reconocer de forma explícita que nos adoramos a nosotros mismos, ya que sigue en nuestro inconsciente colectivo algo de nuestra tradición judeo-cristiana, pero con nuestra conducta y proceder no mostramos sino eso que nos cuesta tanto verbalizar con palabras.

Pero se nos olvida algo fundamental y de base: si efectivamente existe un Dios, no uno cualquiera, sino el ÚNICO DIOS (y la que les escribe así lo cree), como deidad absoluta que es no está, evidentemente, para ajustarse al molde que cada cual quiera hacerle, sino que como parte de Su majestad y omnipotencia dicta y establece de pleno derecho de qué forma y maneras quiere ser adorado y honrado.

El Dios que se muestra en la Biblia no es un Dios a la carta. Tampoco uno que esté dispuesto a compartir Su gloria con otras “deidades” vecinas y mucho menos con sus propias criaturas, que como tales deberían comprender que su lugar no es el de ser Dios sobre sus propias vidas, sino otro muy por debajo de éste. Ese fue en el Edén y sigue siendo hoy el principal problema del hombre: equipararse a Dios como si fuera un igual que tiene potestad para decidir sobre sí mismo y su futuro, aquí y en la eternidad.

Ya en su momento eso trajo consecuencias, qué duda cabe, pero las que trae hoy para cada cual no son menores. Dios establece, no se nos olvide, cuál es el ÚNICO camino para agradarle y ese camino NUNCA pasa por nosotros mismos. Pasa OBLIGATORIAMENTE por la aceptación del sacrificio de Cristo, condición sin la cual NADIE puede acercarse a Dios y ser acepto ante sus ojos. Pero esto es una condición demasiado difícil de cumplir para una religión cuyo foco de adoración es uno mismo. Ataca justo donde más nos duele: en nuestra autosuficiencia y nuestra autoestima.

Muchas personas, sin embargo, intentan dar a Dios su justo lugar, atribuyéndole poder y actuación real en sus vidas, aunque lo hacen equivocadamente eliminando partes fundamentales del plan de Dios al relacionarse con nosotros. No buscan adorarse a sí mismos de forma consciente o alevosa y en su discurso puedes escuchar permanentemente un reconocimiento de lo que Dios es para ellos, de cómo ven Su mano obrando en Sus vidas y de cuánto tienen que agradecerle. Pero…
  • si en ese discurso no caben los absolutos que, si te detienes un poco, detectarás resaltados unas cuantas líneas más atrás,
  • si tu religión es una que se parece, pero no concuerda de manera absoluta con lo que Dios establece en Su Palabra, reconociendo a Cristo como medio ÚNICO de acercarte a Dios y a Su voluntad para tu vida,
  • si lo que sigues no es Su camino, querido amigo, sino el tuyo propio
No estarás demasiado lejos de lo que es una religión hecha a medida. Habrás querido acercarte a Dios según tus medios, y seguro que con honestidad y de puro corazón, pero te estarás equivocando. Estarás siguiendo tu camino, pero no el que Él ha trazado, que se reduce a uno inamovible e innegociable: CRISTO MISMO Y SU OBRA EN LA CRUZ.

La forma en que Dios quiere ser honrado es de absolutos y no da márgenes de maniobra a un ser humano demasiado tentado aún por ser el protagonista de su propia película. Si en tu visión global de la vida y su trascendencia tienes a Dios, pero no cabe Cristo, he de decirte que puede ser que, quizá, respecto a otros, tengas aparentemente “un pie dentro”. Quieres acercarte a Dios, no lo desechas absolutamente de tu vida, pero muestras reticencias con EL CAMINO por excelencia, con la clave de la cuestión y eso tiene consecuencias ineludibles.

Y es que, en este asunto, querido amigo, no lo dudes ni un momento: si un pie dentro es estar fuera, un pie fuera es no estar dentro.
 

 


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