Alzar la voz

Una mujer gruesa, quitándose el bombín que descansaba sobre sus trenzas negras, me ofreció entonces un feto de llama. “Así, mamita, la Pachamama protegerá siempre tu hogar.”

Poco a poco, la raza de bronce comenzó a rodearme, y era yo la extraña, la que estaba fuera de lugar. El mercado de la Uyustus olía a cilantro y maíz, a locoto y alcantarilla. Sabía a empanadas, comidas de pie, con tu botella de refresco de un Peso en la otra mano. Sonaba a cumbia villera, y a folklore puro, sin aditamentos; a seseo dulce y diminutivos. Y yo, imbuida en aquel ambiente, deseé permanecer para siempre.

Cayó la noche y el cerro de la Ollada paceña se iluminó con las cientos de miles de casas que pendían de sus laderas. Regresar en mini-bus era incomodarse junto a los otros. Subí inclinada y me senté al lado de la ventana.

El niño vocero, de apenas cinco años, anunciaba el recorrido sacando medio cuerpo por la ventanilla. “San Francisco, Pérez, Camacho, Estadio.”

Chiquito, mi vuelto.- Requirió un señor de traje.- Te he dado cinco Pesos.
¿Cuánto le debo entonces?

Todos rieron, el niño miró a suelo y se concentró humillado. Hacía la cuenta de cabeza, mientras recogía billetes y monedas de otros pasajeros con sus manos morenas y sucias.

- Estos indios del demonio, ni eso saben.- Exclamó otro señor.
Ya desde pequeños, son así de burros.- Añadió la joven que tenía al lado.
Muchos han pasado de la llama al auto ¿Qué vamos a esperar de ellos?

Me revolví en mi sitio. Con cinco años y trabajando doce horas al día, apenas habría aprendido a restar. Pero aquellos pasajeros pretendían que diera cambio a quince personas a la vez, de montos diferentes, con la celeridad de un adulto.

Quise alzar la voz, dignificarle. Pero callé. Y con mi silencio, en realidad, yo también le llamé burro, indio del demonio, animal.