Hay muchas palabras relacionadas, que muy frecuentemente se mimetizan con la idea de personalidad y que se usan de forma indistinta en el día a día, como “temperamento” o “carácter”, pero más allá de las diferencias entre estas ideas (que las hay y no es nuestro cometido delimitarlas aquí), la noción de personalidad denota una profundidad y estabilidad de la conducta que pretende explicarse. Queremos decir con ello que la persona tiende a comportarse repetidamente de una determinada forma y no de otra, lo cual dota de cierta estabilidad a su conducta y tiene repercusión en todas las esferas de la vida en un sentido afín con los rasgos que la configuran.
Decimos, por ejemplo, que una persona es “sincera”, que tiene una personalidad “cálida” o que, por el contrario es “fría” o “calculadora”. Sin embargo,
todas las personas tenemos, respecto a cada rasgo, una determinada dosis de presencia del mismo. Por ejemplo, uno de los más conocidos y estudiados ha sido el de “introversión-extroversión”. A lo largo de ese continuo en el que estos dos límites son los extremos, las personas se posicionan con diversos grados de ambos y se dirá que son tímidos o abiertos en función de cuál predomine más. Pero esto, al fin y al cabo, es solamente una simplificación. Excepto en contadas ocasiones, todos tenemos elementos de introversión y de extroversión y así ocurre con todos los posibles rasgos que pudiéramos considerar, lo que hace que la personalidad no sea una cuestión de blancos y negros, sino de infinitos grises.
La personalidad tiene diferentes y variadas funciones de cara a uno mismo y hacia los que nos rodean. En lo que tiene que ver con nosotros, se constituye como una línea más o menos coherente de conducta, establece pautas y hábitos sistemáticos de actuación, o al menos, así es en cierta medida.
A la hora de actuar sirve como guía, ya que intentamos mantener el mayor nivel de coherencia posible con lo que son nuestros rasgos fundamentales y con nuestro comportamiento anterior. Para que ocurra de forma diferente, cosa que ocurre a veces, la situación tiene que venir marcada por parámetros poco habituales que obliguen, de alguna forma, a un cambio de tendencia.
Por otra parte,
para los demás nuestra personalidad se constituye como una herramienta de cierta precisión a la hora de predecir nuestra conducta. Cuando una persona es de una determinada manera, o se ha comportado de una forma concreta en el pasado debido a sus rasgos de personalidad, podemos más o menos intuir cómo actuará en el futuro o en una situación particular. Evidentemente, podemos equivocarnos, pero tener en cuenta la personalidad de cada cual minimiza los errores en nuestra predicción.
Por poner un ejemplo: si una persona es “cariñosa”, “afectiva”, “calmada”, las personas tenemos menos reticencias para relacionarnos con ella que cuando el sujeto es “arisco”, “frío” o “irascible”. Si tuviéramos que elegir a uno de los dos para darle en primer lugar una mala noticia, sabiendo que ése uno se la comunicará al siguiente, ¿por cuál empezaríamos? ¿Por qué? ¿No es acaso lo mismo? Si has contestado a estas preguntas como preveo, seguramente habrás llegado a la conclusión a la que pretendo llevarte:
la personalidad de uno y otro, así como la tuya propia, determinará en cierta medida cómo actuar y por quién empezarás tu cometido. Su personalidad, de forma casi inevitable, orienta y condiciona tu conducta para abordar la situación de la manera más exitosa posible y lo hace prediciendo la conducta de los demás en función de sus rasgos.
Ahora bien, yo
quiero centrarme en estas líneas que nos restan en una función para muchos desconocida en lo que tiene que ver con nuestra personalidad. La palabra griega de la cual procede es “prosopon”, que significa “máscara”. De alguna forma, nuestra personalidad es justamente eso: la máscara mediante la cual nos presentamos ante los demás, mostrando con más claro énfasis aquellas partes de nosotros que nos parecen más dignas o, simplemente, que se ajustan más a lo que queremos que otros vean de nuestro ser. No es un mecanismo que siempre funcione de forma voluntaria. De hecho, no nos sentamos un día a decidir qué habrá de ser notorio a los demás y qué secciones de nosotros dejaremos en oculto. Pero, si lo pensamos, sí hay épocas en nuestra vida en las que muchos o todos los esfuerzos van orientados a establecer una configuración de lo que queremos ser frente a los demás.
La adolescencia, por ejemplo, es la etapa de organización de la personalidad por excelencia y podemos observar con cierta facilidad cómo el niño que hasta entonces había sido claro y transparente, sin dobleces ni segundas intenciones, sin nada que ocultar y todo que mostrar, se torna en una personita que hace claros esfuerzos por proyectar hacia afuera una imagen que considere digna de sí mismo, que le permita agradar a otros y ser aprobado por ellos. Los patrones que se van estableciendo de forma consistente en la adolescencia son muchas veces el preludio de lo que será la personalidad adulta y guiarán en múltiples sentidos su conducta.
Pero, ¡atención!
Probablemente en este punto el lector ya habrá considerado algo no siempre tan obvio a simple vista: personalidad y persona son, entonces, algo diferente. La persona es como es, al margen de los demás y de la imagen que intenta proyectar. Todos cambiamos cuando estamos acompañados o en grupo y sólo en la intimidad absoluta con nosotros mismos podemos llegar a vislumbrar, si nos atrevemos a mirar con atención, cómo somos en realidad, algo que casi nunca concuerda como tal con lo que mostramos a otros. A veces ese ejercicio de introspección se complica, porque
estamos tan acostumbrados a identificarnos con nuestra “máscara” que no somos capaces de reconocernos o aceptarnos sin ella. Y aquí nos encontramos, sin duda, con una buena dosis de engaño con el que no siempre sabemos manejarnos.
Ante los demás podemos escondernos tras esa máscara, que en el fondo oculta aquello de nosotros que sabemos que no funciona como debiera o como nos gustaría.
Podemos proyectar una imagen a medida de nuestros deseos, con mayor o menor dosis de maestría en función de nuestras dotes interpretativas. Pero todas las personas tenemos esa noción interna: algo en nosotros no va bien, aunque no lo reconozcamos abiertamente.
Pero
los que creemos somos conscientes de que, ante Dios, no existen máscaras eficaces y, a la mínima que nos ponemos de forma honesta frente al Creador, ésa es justamente una de las primeras realidades a las que hemos de hacer frente: no somos lo que debiéramos, ni siquiera lo que querríamos, tampoco lo que creemos ser y mucho menos lo que mostramos a otros. Ahí está la maravilla de la relación que Dios busca con el hombre: muy al margen de lo que somos o proyectamos, que nunca estará a la altura de lo que Dios demanda en Su santidad perfecta, tiene a bien poner los medios para reconciliarnos con Él y establecer una relación cercana y preciosa con nosotros.
Ante Él, pues, no hay máscaras, sólo pecadores que se arrepienten.
Tú oirás desde los cielos, desde el lugar de tu morada, y perdonarás, y darás a cada uno conforme a sus caminos, habiendo conocido su corazón; porque solo tú conoces el corazón de los hijos de los hombres (2º de Crónicas 6:30)
Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. (Romanos 5:8)
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