El temblor de la Creación permanece latente en el oxígeno o en unos leves parpadeos tras la niebla.
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Esta terredad sangrienta donde resistimos golpes de otro tiempo o revisamos la intemperie que vendrá. Así sumamos al alma todas la visibles derrotas que nos inflinge el presente.
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Nunca retoces en medio de la baba del poder, sea éste político, económico o religioso. Sigue el ejemplo de Jesús.
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¿Qué garantiza la longevidad de un ideal? El que se hable de lo que es justo para todos; que no enmascare la verdad entre mentiras; que el ideal no esté empapado en pozos de amargura…
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Desventaja es cerrarse en un pequeño mundo, en rincones mínimos: así no se percibe lo importante o las necesidades que hay afuera. El aislamiento es revelador de la falta de entusiasmo por difundir el mejor testimonio espiritual de todos los tiempos.
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Aprende a dar y a compartir, aunque sea una miga de pan endurecido.
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Las puertas no te son necesarias porque no eres dueño de tu destino. Otra cosa es atravesar el portal, la salida al simple Amor que adelante te espera.
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La vela apagada. Sí, mujer, porque tu luz no es de un instante.
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Escribir es una vocación, un ejercicio para purgar el espíritu y para existir junto a diferentes historias de digna libertad multiplicándose en otros ojos, en otras sensibilidades. Escribir de lo que está arraigado en uno mismo: luego habrá quien sintonice tu misma frecuencia, lectores que hagan suyas tus parábolas.
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Sé comprensivo con las razones de los demás, pero con matices.
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Fray Tito de Alencar, pariente mío, era un joven sacerdote muy comprometido con los más necesitados. La dictadura brasileña lo torturó tanto que su psiquis quedó maltrecha. Este poema lo escribió el 12 de octubre de 1972, poco antes de su muerte. Tras su lectura estimo que tiene presente el inmenso salmo 23: “Cuando se seque el río de mi infancia/ cesará todo mi dolor. Cuando se sequen los riachuelos cristalinos de mi ser/ mi alma perderá su fuerza. Buscaré, entonces, pastos distantes / allá donde el odio no tiene techo para reposar./ Allí levantaré una tienda junto a los bosques. Todas las tardes me echaré en la hierba/ y en los días silenciosos haré mi oración. Mi eterno canto de amor: / expresión pura de mi más profunda angustia. / En los días de primavera cogeré flores para mi jardín de la nostalgia. / Así aniquilaré el recuerdo de un pasado triste”.
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Poco va quedando de la forma de vida del mundo rural español. Su sombra, tal vez.
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Poco se conoce en España la magnífica obra del evangélico John A. Mackay (Inverness, Escocia, 1889 – Hightstown, EE.UU., 1983), misionero protestante cuya obra en Perú ha dejado una huella indeleble. Y eso que fue el primero en escribir una tesis doctoral sobre Unamuno, sustentada en 1918 en la Universidad de San Marcos de Lima. Y aunque su obra cumbre es
El otro Cristo español (1932), con evidente huella unamuniana, su primer libro fue
Don Miguel de Unamuno: Su personalidad, obra e influencia (1919).
Mackay conoció a Unamuno en la Residencia de Estudiantes y luego lo visitó en Salamanca, primero hacia finales de 1915, y luego el año siguiente y en 1919. En la Casa-Museo Unamuno de la Universidad de Salamanca se encuentra esta carta del escocés-hispanoamericano, escrita en 1930: “...pienso en usted y en aquellos dos días inolvidables que, hacia fines del año pasado, pasé al lado suyo en el hotelcito de Hendaya. / Usted fue de los pensadores contemporáneos, quien más hondamente ha influido sobre mí. Hallé en sus escritos lo que no encontraba en otra parte en la literatura moderna... Que suerte que llegué aquella mañana a Hendaya como quien visita un santuario. Estuve un par de días cerca de usted mirándole, escuchándole. Al partir una tarde para París, llevé conmigo la satisfacción íntima de poder querer más aún al hombre que a sus escritos”.
De esto y de mucho más estuvimos hablando con el maestro Samuel Escobar, peruano como este escriba, el pasado 28 de julio, día especial para los que nacimos en la tierra de Vallejo y del Inca Garcilaso de la Vega. Estuvimos en esta mi Salamanca con Ana Chaguaceda, directora de la Casa-Museo. ¡Con cuánta emoción recordaba Escobar los hechos de Mackay en Lima, su amparo a lo más nutrido de la joven intelectualidad peruana, su admiración por Unamuno. Él mismo quiso hacer su tesis sobre el vasco de Salamanca, en 1967, cuando estudiaba el doctorado en la Universidad Complutense… Y luego, repasando los libros que Mackay envió a Unamuno. Y Antes un abrazo con el patriarca Antonio Romero y su esposa Lidia. Y luego una comida a orillas del Tormes, frente a la isla que me pertenece porque la tengo en mi mirada. Después la comunión con Rubén y Ana Llanos, del Alto Perú. ¡Grande fue el abrazo con el pretexto de las Fiestas Patrias! ¡Grande el diálogo fraterno con este peruano universal!
El tren ya salía hacia Madrid, Escobar saludaba tras los cristales y yo como oyendo una voz no tan lejana. Parecía la de Mackay dirigiéndose a Unamuno: usted es el “príncipe de los pensadores cristianos modernos”, “el pensador más profético, el escritor más culto y el hombre más integral de todos los hombres de letras del siglo veinte”…
¡Esta Salamanca inmortal que levanta magnánimo sitio para mi alma! ¡Esta emoción desnuda por la visita de Samuel Escobar!
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