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Vencedores y vencidos

Para que haya un vencedor capaz de escribir un capítulo de la Historia, debe haber un perdedor como el antagonista que cedió, que se dejó ganar.
OJO DE PEZ AUTOR Julia Jiménez Echenique 24 DE JULIO DE 2010 22:00 h

- ¿Señor Monzón?- Al timbre le siguieron unos pasos.
- ¿Quién es usted?
- Arturo Estévez, historiador. Sólo quería hacerle unas preguntas.

El silencio al otro lado de la puerta, Arturo sabía que estaba siendo observado a través de la mirilla.

- ¿Señor Monzón? ¿Sigue usted ahí?
- ¿Qué busca?
- Únicamente su testimonio. Realizo una investigación sobre la Guerra del Chaco(1) y me sería de gran utilidad su relato de los hechos.

No obtuvo respuesta, trató entonces de probar su última estrategia.

- Por supuesto le reconocería generosamente por su tiempo.

Dos cerrojos se abrieron, cediendo la desvencijada lámina de madera entre crujidos imposibles. Al otro lado, un hombre alto, delgadísimo, cincuentón de tez morena y cejas pobladas que parecía estar más muerto que vivo.

- Adelante, ponga el dinero sobre la mesa y sea breve.

Monzón se adentró en el pasillo en penumbra, dejando a Arturo estupefacto y dubitativo, por primera vez, por aquel miedo ridículo a seguirle.

- ¿Viene usted? – Preguntó la voz de caverna desde un lugar invisible.
- Por supuesto.

Arturo cerró la puerta tras de sí, pestañeando para acostumbrar su ojos a la falta de luz. Afuera, el sol radiante de medio día apenas podía colarse a través de las persianas herméticamente cerradas. El aire era denso; en el corredor, y en el resto de la casa, olía a tabaco concentrado, humedad y sudor.

- Tome asiento.

Monzón había encendido una lámpara de mesa en la esquina del pequeño cuarto de estar. Arturo escogió una butaca de madera y tapiz que se estremeció con el peso de su cuerpo.

- Usted dirá.- Tamborileaba nervioso sobre el reposabrazos.
- Si me he atrevido a venir hasta aquí es porque, como inicio de mis pesquisas sobre la
Guerra contra el Paraguay, asistí al acto de homenaje para los combatientes por el vigésimo aniversario. Allí pude conversar, aunque tan solo someramente, con varios de sus compañeros de batalla. Al entrar, nos entregaban un tríptico con los nombres de los homenajeados. Soy un hombre muy metódico, señor Monzón, y me encargué personalmente de ponerle cara a cada uno de esos nombres. Allí estaban todos, menos el señor Vázquez, que en paz descanse, el Capitán Quintana, enfermo en cama, y usted. Es por eso que indagué su dirección, siempre me han interesado los casos difíciles.
- Pues conmigo se ha equivocado. Yo no soy el caso más difícil, sino el más fácil de comprender. Si no fui fue porque, a mí, no tenían nada que homenajearme.
- Bueno, usted luchó en el campo de...
- Yo fui un cobarde.- Interrumpió.- Señor... ¿Cómo ha dicho que se llamaba?
- Estévez. Arturo Estévez.
- Señor Estévez. Me alisté en el Ejército porque estaba harto de pasar hambre, nunca hubo en mí una pasión por lo militar ni un sentimiento patriótico. El arma me sobraba, hasta hoy no entiendo su utilidad. Aquella batalla que tanto renombre tuvo y por la que hoy aún se continúan celebrando esos estúpidos actos, fue el prefacio del fracaso. ¿Cómo se explica usted que se celebre tanto? Yo no podía estar entre el público sabiendo que, el momento en que tuve que salir al campo de batalla yo...
- ¿Usted? Continúe, por favor. – Estévez tomaba nota sin cesar.
- Yo me escondí.
- ¿Disculpe? - Levantó la vista del cuaderno de notas y descubrió su rostro parcialmente iluminado, como la cara de la luna.
- Como lo oye, me escondí en la tienda de avituallamiento. Cuando me hube cerciorado de que todos se habían ido, salí y me rebocé en el barro, corrí por la ladera desierta hasta que estuve empapado de sudor y regresé a mi escondite. Fue fácil mimetizarse después entre los heridos que llegaban, como usted entenderá, en el fragor de la batalla, nadie pasa lista.

Arturo quedó sin palabras. Un gato pardo comenzó a entonces a ronronear junto a su pierna y mató el silencio.

- Entiendo que no haya más preguntas.- Añadió al fin Monzón.- Siento haberle hecho perder su tiempo y su dinero.
- Una vivencia personal siempre es una vivencia.- Acertó a responder.- Quedo muy agradecido, buenos días .

***

El caos reinaba en la Biblioteca Militar. Cientos de carpetas apiladas, rebosantes de papeles, atadas con cuerdas para no perder su fingido orden. Arturo se sentó, día tras día, tratando de encontrar algo novedoso, que no se hubiese escrito aún y que le asegurase la publicación de su estudio. El polvo le rodeaba y se colaba por su nariz, atrofiando su pituitaria, mientras el tiempo pasaba sin apenas sentirlo. Tal vez fue al noveno o décimo día de búsqueda, cuando halló aquella carpeta. Ante él, decenas de cartas enviadas al Capitán General solicitando la Medalla de Honor al Valor para el soldado Felipe Monzón. Una tras otra relataban, con palabras distintas pero con la misma admiración, cómo en la batalla que le dio la gloria, Monzón se había puesto al frente, arengando al batallón, sin ningún temor a la muerte. Al grito de “¡Por Bolivia, por nuestra tierra!” había logrado matar a tantos paraguayos que las cantidades, según la misiva, oscilaban entre los cien y los trescientos enemigos. Tan poco cuidado había tenido por su propia vida, que fue capturado por los pilas(2) durante noventa días hasta que, como cumplimiento del armisticio, fue puesto en libertad junto a otros compañeros.

Arturo se puso en pié, nadie se iba a reír de él .

***

El Capitán Quintana descansaba en una cama desde hacía meses, rezumando mentol y teniendo que ser alimentado por medio de una sonda. Su familia, amorosa y fiel, velaba sus días con la certeza de que serían pocos. Arturo Estévez temió romper su atmósfera de sosiego con aquella visita.

- Me alegra ver a jóvenes patriotas que quieren contar nuestras hazañas.- La voz del Capitán apenas era un hilo entre arrugas.
- Es un honor para mí el conocerle, muchas gracias por acceder a recibirme.
- Como entenderá, mi agenda está bastante libre ahora.- Trató de reír el Capitán, pasando a la tos y el ahogo en cuestión de segundos. Una enfermera irrumpió entonces en la habitación para incorporarle y ayudarle a expulsar varias flemas.- Perdóneme, esta enfermedad me tiene sitiado.
- Descuide. Iré al grano para que descanse. Quería preguntarle por el soldado Felipe Monzón.
- Monzón… Monzón... ¡Por supuesto, Monzón! Un gran muchacho, caminó más de treinta kilómetros para alistarse. Era el primero en levantarse y el último en acostarse. Recuerdo que un día me dijo: “Capitán, creía que no servía para nada, que nada se me daba bien, pero el Ejército me ha dado un lugar”. “Ahora eres alguien, soldado” le respondí. Jamás se me olvidará la penúltima batalla de la guerra, pues precisamente él fue un gran ejemplo para todos. Mataba enemigos, arrastraba a compañeros heridos hasta la tienda de enfermería y volvía a seguir matando. Parecía no cansarse, no reservarse ni siquiera las fuerzas para asegurar su propia vida.
- Pero él me ha contado todo lo contrario, Capitán, estoy confuso.
- Le entiendo, así quedó toda la compañía cuando no aceptó la Medalla de Honor al Valor. Ni siquiera quiso cobrar la pensión de Emérito que le correspondía de por vida. Creo que subsiste en la que fue la casa de sus padres, con una exigua herencia que ya se le debe estar por acabar.
- ¿Por qué? Sería la pregunta.
- Nadie sabe. Es la única respuesta que puedo darle .

***

El Capitán había entregado a Arturo un portafolio con varios documentos de la Guerra sin clasificar, guardados con cariño, con el compromiso de que los devolvería en dos días. Hojas de ruta, mapas, informes de bajas, un libro de estrategia militar, varias fotos en blanco y negro. Quedó en las fotografías, escudriñado cada rostro, hasta que reconoció a Monzón. Mucho más joven, fuerte y vigoroso, tan solo conservaba en común con el actual los ojos inquisitivos y la nariz aguileña. Llamaba la atención, sin embargo, el hecho de que se encontraba entre dos compañeros, abrazado a ellos, cercano, relajado y con un atisbo de sonrisa. Arturo decidió entonces volver al punto de partida de aquel sinsentido.

- ¿Quién es?- El ojo en la mirilla.
- Señor Monzón, soy Arturo Estévez de nuevo.
- Ya le conté todo lo que pasó ¿Qué más quiere?
- Sólo confirmar unos datos, será un momento... que también le pagaré como merece.

El corredor no le pareció tan órfico, ni la sala tan oscura, impaciente como estaba de aclarar lo ocurrido.

- Adelante.- Monzón volvió a ocupar el mismo sofá, junto a la lamparita.

Arturo Estévez se limitó a abrir su maletín y sacar las cartas de los compañeros de Monzón, poniéndolas después sobre la mesa. También sacó las fotos y las desplegó ante sus ojos. Monzón permanecía mudo, agriando su expresión por momentos, sorprendido de que aquel entrometido hubiese llegado tan lejos. Pero Arturo aún poseía algo más que mostrarle, descubierto en un bolsillo interior del portafolio: la medalla que nunca llegaron a darle. La sostuvo entre sus dedos y exclamó:

- Esta medalla le pertenece, sus compañeros la solicitaron con ahínco y fue otorgada, pero usted declinó su derecho y su honra. Me parece que nuestra primera conversación dejó mucho que desear, señor Monzón.
- ¿Y a usted qué le importa? ¡Maldita sea! ¡Déjeme en paz! ¡Déjenme todos en paz! ¡Solo quiero morir!

Y rompió a llorar, tan abrupta y compungidamente que Arturo vio derrumbada toda su estrategia. Sacó un pañuelo del bolsillo, pero Monzón permanecía con la cara entre los brazos, apoyados éstos en las rodillas, hipando y moqueando entre gemidos indecibles.

- Perdone, yo no pretendía...
- Traicioné a mi gente.
- Usted es un héroe señor Monzón, lo que no entiendo es...
- ¡No! Lo fui unos momentos, cuando luché por Bolivia, pero después, cuando me apresaron, no pude aguantar las torturas. ¡Lo conté todo!

El llanto volvió a tragarse sus palabras, incapaz de respirar. Arturo por fin se atrevió a tenderle el pañuelo; Monzón lo tomó sin reparos, como de las manos de una madre.

- ¿Por qué cree usted que la siguiente batalla fue la última de la guerra? – Prosiguió entre sollozos.- Porque sabían exactamente nuestros planes, destacamentos y estrategias ¡Yo fui el que les desvelé todo!
- Debió ser muy grave lo que le hicieron.- Arturo, de repente, le descubrió distinto.
- Tan terrible que, aunque se lo explicase, no alcanzaría a entender el dolor, el miedo. Hubiese preferido mil veces que me matasen, habría quedado como un mártir del campo de batalla; pero, en lugar de eso, exprimieron mi piel, quebraron mis huesos y acabaron por conquistar mi moral. Más de seiscientos bolivianos perecieron sólo una semana después ¿Cómo puede una sola espalda cargar con seiscientos cadáveres?

Arturo tomó asiento y la pregunta se elevó, flotando en el aire cargado.



1) Guerra que enfrentó a Bolivia y Paraguay en 1932, por el dominio de la zona conocida como “El Chaco boreal”.
2) Nombre dado por los bolivianos a los soldados paraguayos.
 

 


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