Pero al margen del campeonato oficial y de los objetivos de equipo hay otras luchas que, oficiosamente, se dan y no son precisamente futbolísticas, sino políticas, sociales… aunque se enmascaran bajo un aspecto “rebajado” en intensidad oficial y puramente ligado al deporte rey. De la misma forma es más que frecuente que, al margen de las celebraciones o decepciones “oficiales”, aparezcan en muchos casos sucesos distorsionadores del evento que no deberían tener lugar. Festejos que se convierten muchas veces en vandalismo, en agresiones a la hinchada contraria o simplemente en el exceso llevado al extremo. Acciones que, casi con total seguridad, nunca se desarrollarían desde la identidad individual pero que aprovechan la masa para ser llevadas a cabo sin la más mínima contemplación.
Así, la norma parece ser cada vez más que, entre las muchas personas de bien que se desplazan a un evento como este para acompañar de forma legítima a sus correspondientes equipos, se esconden otros que ven en este tipo de foros la situación perfecta para llevar a cabo sus propios objetivos, que muchas veces no son más que el uso de la violencia y la siembra del caos por donde quiera que pasan. Esto se ha convertido más en una norma que en la excepción y no sólo en el terreno de lo deportivo, sino en muchos otros entornos.
¿Qué ocurre, si no, cada vez que tiene lugar algún evento pro-globalización? Pues que surge como por arte de magia un frente antiglobalizador que, al margen de la ideología que defiende, que es legítima y respetable, aprovecha la “cobertura” para hacerse notar, para llevar a cabo acciones violentas y para hacer saltar por los aires cualquier cosa que no encaje dentro de su cliché ideológico. Ampararse en el anonimato es, además, siempre una tremenda tentación, porque, reconozcámoslo, los humanos no nos caracterizamos siempre por tener las suficientes “agallas”, entendiéndolo en el mejor sentido de la palabra, sino que nos amparamos en el grupo para hacer aquello que no estaríamos dispuestos a asumir de manera personal. Es triste reconocerlo, pero somos así de cobardes y el gran grupo se constituye como un disfraz muchas veces perfecto que está ahí, al alcance de la mano, como llamándonos a gritos para hacer aquello que sabemos que no debemos hacer.
¿El problema está entonces en este tipo de eventos? Pues parece bastante obvio que no. Tampoco es reductible simplemente a “pequeños grupos de degenerados”, aunque es cierto que el grueso de la población no estaría a priori dispuesto a embarcarse en determinados niveles de agresión y de violencia. Pero si rascamos un poco más allá y trascendemos lo puramente superficial, llegando más lejos de lo que es simple apariencia, encontraremos en esa imagen que sentimos ajena un rostro tremendamente conocido para nosotros: el nuestro propio.
Pongamos un ejemplo trivial como muestra: cuando éramos niños todos jugamos alguna vez a hacer alguna trastada que, sin ser de gran importancia, era una gran fuente de diversión, como gastar una broma o tocar al portero automático de algún vecino para, seguidamente, salir corriendo de la “escena del crimen” y disfrutar del caos a pequeña escala que eso generaba. Pero ese tipo de “ideas brillantes” nunca tenían lugar desde la soledad sino que sucedían, reconozcámoslo, al amparo del grupo, lo cual las convertía en algo mucho más divertido y emocionante, por lo hablar del gran recurso que suponía poder decir, en caso de ser descubiertos, “Es que ellos también han sido”. Sólo nos hace falta echar un rápido vistazo al
Génesis para darnos cuenta de que lo de “echar balones fuera” (siguiendo con la cuestión futbolística) sí que parece ser algo habitual en nosotros, al contrario de lo que sucede con la valentía de reconocer los propios errores.
Es cierto que ninguno de nosotros nos habremos visto envueltos en este tipo de grandes sucesos en que la masa esconde el más absoluto caos movido por unos pocos. Seguro que nosotros no nos identificamos con esos alborotadores y oportunistas que siempre hacen de las suyas en las fechas más señaladas. Pero no podemos olvidar que el mal no se encuentra en los otros, ni tampoco en las situaciones concretas, sino profundamente arraigado en cada uno de nosotros, en el corazón del hombre y, en este sentido, el mensaje bíblico tiene mucho que decirnos.
Hoy por hoy la vorágine de vida que llevamos, las costumbres asociadas a la modernidad, el enfoque laico y secularizado llevado al extremo de ser prácticamente irrecuperables valores que han estado directamente asociados al cristianismo, o simplemente que “todos los demás lo hacen”, son excusas perfectas para hacer el mal, no desde nuestro punto de vista, es cierto, pero sí desde el punto de vista de lo que Dios demanda del hombre, que es todo. Esos elementos mencionados y otros muchos se han convertido en piedra de toque para todos aquellos que quieren justificar una manera de llevar su vida completamente alejada de los principios por los que Dios quiso desde el principio que el hombre se condujera. Y la masa se hace, de nuevo, protagonista de la situación de pecado en que las personas viven, como si eso pudiera ayudar en algo de cara al día en que tengamos que presentarnos a dar cuentas ante el Creador. De poco sirve ante Él el argumento infantil de “El otro también lo ha hecho” o que, a la hora de establecer si somos buenos o malos, nos comparemos justo con aquellos que hacen lo mismo que nosotros.
En ese día todos tendremos que comparecer en primera persona y no tendremos el amparo de la masa, tengámoslo presente. Al contrario, el simple y complejo hecho a la vez de formar parte del género humano será nuestra perdición como punto de partida, ya que como dice la Palabra
“No hay justo ni aún uno”,
“no hay quien busque a Dios”,
“todos a una se hicieron inútiles”. No seamos ingenuos imaginando siquiera que no partimos de una clara desventaja simplemente por ser personas dentro de un mundo absolutamente corrupto a los ojos santos de Dios. “Mal de muchos, consuelo de tontos”, dice el refrán. El anonimato no existe frente a un Dios que nos conoce aún en nuestros pensamientos y desde mucho antes de haber sido, incluso, concebidos. No existe forma posible de eludir nuestros actos o de escondernos frente a un Dios que todo lo ve. No funcionó en el
Génesis y tampoco funcionará ahora, pero es curioso cómo no cesamos en nuestro intento. Nuestra responsabilidad, tengámoslo claro, se dirimirá en primera persona frente a Dios, no nos quepa duda o, en la única opción posible de salvación, en la persona de Otro que no somos nosotros y en el único que una salvación completa es posible: Jesucristo mismo.
Ojalá la masa y sus aparentes ventajas no nos aparten de lo que es una necesidad ineludible de cara a la eternidad: reconocer nuestra propia condición personal, intransferible, para acogernos a la de Cristo como Salvador de aquellos que le confiesan y aceptan valientemente como individuos que se saben incapaces de acercarse, siquiera, al Dios Santo.
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