En el artículo 2370 del Catecismo de la Iglesia Católica se afirma claramente que: “es intrínsecamente mala toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como medio, hacer imposible la procreación” (1993: 519).
De manera que según este punto de vista
los matrimonios católicos, en sus relaciones sexuales, no son libres para actuar de forma autónoma, sino que deben someter su conducta a la interpretación del magisterio de su iglesia. Es decir, que todo acto matrimonial debe quedar abierto siempre a la transmisión de la vida.
A pesar de que esta concepción radical sea la oficial, lo cierto es que son muchos los teólogos y pensadores católicos que la matizan ampliamente. Algunos invocan incluso el principio del “mal menor” para tratar de justificar la regulación de la natalidad. En este sentido, se afirma por ejemplo que en ocasiones los medios contraceptivos pueden ser menos malos que el embarazo de una prostituta o de una mujer infectada de SIDA. Y de todo ello se concluye afirmando que “la procreación responsable es compatible con el uso prudente y razonable de anticonceptivos” (Blázquez, 1996,
Bioética fundamental, BAC, Madrid, p. 460).
La mayor parte de las iglesias evangélicas, sin embargo, consideran que el ejercicio responsable del control de la natalidad debe ser privilegio y obligación de los matrimonios.
Se mantiene que la Biblia no afirma en ninguna parte que todo acto conyugal deba estar siempre abierto a la concepción. Las comunidades protestantes entienden que
Dios manifiesta tres intenciones básicas para el matrimonio: la de ser ayuda idónea por medio del amor mutuo, la procreativa y, en tercer lugar, la de servir a la Iglesia y a la sociedad. De manera que el acto conyugal, antes de fructificar en los hijos, es un medio de comunión y satisfacción entre los esposos.
La utilización de métodos anticonceptivos adecuados no le quita significado al acto sexual dentro del matrimonio. Como señalaba el hermano José Grau hace ya más de 30 años: “Nosotros, como cristianos evangélicos, decimos sí a la regulación de los nacimientos, a un tipo de control de la natalidad que sea el resultado de una paternidad asumida responsablemente. Ello no significa, sin embargo, que digamos sí a toda suerte de controles o maltusianismos” (Grau,
Sexo y Biblia, EEE, 1973: 116).
Hay pues libertad en la planificación de la paternidad porque sólo si ésta se da, puede haber también responsabilidad delante de Dios.
Las opiniones o los intereses del Estado, la sociedad, la asistencia médica o incluso las propias iglesias no deben anular o someter las decisiones que tome cada pareja cristiana.
La imposición natalista o el colonialismo anticonceptivo nunca podrán ser éticamente aceptables. Nadie tiene autoridad suficiente para decidir el número de hijos que debe tener una familia. Se trata de una determinación de ambos cónyuges, ni siquiera de uno sólo. Ahora bien, ésta tiene que realizarse a la luz de las Sagradas Escrituras. Conviene, por tanto, escudriñar los sentimientos más íntimos y evaluar si hay en ellos algún rastro de egoísmo o interés material porque, como escribió el apóstol Pablo, al final “todos compareceremos ante el tribunal de Cristo” (Ro. 14:10).
La semana próxima veremos los Métodos naturales para el control de la natalidad.
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