Es por esto que de nuevo me doy cuenta de la ausencia de la señora María. Solía sentarse en el banco de delante, con una de sus hijas, y se me hace extraño no encontrarla allí, donde siempre, en
su sitio.
La veo, en mi recuerdo, en sus buenos tiempos, treinta años atrás cuando, junto a su marido, nos llevaba de campamentos, y ella se ocupaba de la cocina, como si no costara nada pensar el menú para veinte, veinticinco o treinta jóvenes -más agregados de fin de semana-, hacer las compras, cocinar en casas sin cocina y sin agua, ¡durante quince días!, y además hacernos tartas y bizcochos, y mermelada con las moras que recogíamos por los alrededores, y atendernos con cariño todo ese tiempo.
También me viene a la memoria dando los estudios bíblicos en las reuniones de mujeres; y tocando el órgano de la iglesia; y recibiendo en su casa a todos los jóvenes, los misioneros, las familias que fuera necesario acoger; y visitando enfermos; testificando siempre de su amado Señor y Salvador.
Ella, desde siempre, ha enseñado también sin palabras cómo se busca al Maestro cada día en el momento devocional; cómo se hace para retener las enseñanzas recibidas, tomando apuntes de la predicación, especialmente cuando le ha parecido que la memoria le fallaba más de lo tolerable; cómo se recibe la bendición de la comunión, asistiendo a los cultos de la iglesia y, ya en los últimos tiempos, agradeciéndolo de corazón cada vez que podía congregarse. Ya podéis figuraros que también es una regaladora de sonrisas.
Ahora la señora María parece una hojita frágil. Dios le está regalando una vida larga, pero su salud comienza a fallar, de manera más bien seria. Pero tendríais que haberla oído estos últimos días, en las reuniones, dirigiéndose con esa familiaridad y confianza a su Padre Celestial, agradeciéndole, en especial y por encima de todo, la salvación recibida. Porque ella lo sigue teniendo claro: eso es lo que marca un antes y un después en su vida, el tener esperanza, esa esperanza viva, o no tenerla.
Con voz débil, apenas audible, esos últimos domingos en la iglesia aún elevaba su oración entre los hermanos y hermanas, pedía que cantáramos algún himno en concreto de alabanza a Dios, y decía el porqué.
Cuando me hicieron falta palabras de ánimo, en los años difíciles, allí estuvo la señora María; si de consuelo, también la pude escuchar cerca de mi corazón. Si hubo algo que corregir, también se acercó, valientemente. Siempre atenta, siempre entregada, con modestia y humildad. Fiel en las ofrendas, lo dispone todo para cuando no puede asistir a las reuniones. Si alguna vez necesité ejemplo de coraje evangelizador, es hoy y la sé testificando a médicos, enfermeras, vecinas, a otros pacientes en ambulatorios y hospitales…
La señora María nació hace tanto tiempo que vivió la tragedia de la guerra, las dificultades de ser evangélica en aquella España dura, inmisericorde e intransigente, y estuvo en primera línea en la obra del Señor junto a su esposo, y nunca cejó en su celo por su amado Jesucristo.
Puedo decir que para mí es un honor haberla conocido, y un ejemplo y estímulo en mi vida cristiana.
En todas las iglesias hay
señoras María, aunque quizá con otro nombre. En la mía se llaman también Manuel y Fani, y Nuri y…
Las
señoras María no fueron perfectas seguramente, pero tienen mucho que enseñarnos, y nosotros deberíamos aprender. Y también deberíamos cuidarlas con cariño en estos días en que la prueba es dura, y larga tal vez.
No sé si la señora María sabe lo que la amo. ¡Quizá no se lo he dicho últimamente! Será mejor que me dé prisa…
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