Yo estoy en mi salón, con la ventana y las puertas cerradas, con el ruido de la calle aún encendido, porque aunque ha anochecido todavía no se puede decir que es tarde, y escucho a través de la pared la televisión de mi vecino de al lado y su conversación de sobremesa a la hora de la cena. Y aún así, a través de todo ello, y por encima de todo ello, soy perfectamente consciente de que mi vecina está gritándole de nuevo a su madre, con los pisos, tabiques y alturas por medio que nos separan.
Porque supongo que es su madre. De esto tampoco estoy segura; igual le está gritando a su marido. Nunca se escuchan las voces de respuesta, sólo se escucha su peculiar tono de voz inquietantemente penetrante. Tampoco se escuchan claramente sus palabras. Alguna vez se escapa un “no puede ser”, o un “ya está bien”, pero poco del verdadero asunto del tema, y tampoco sé si siempre se trata del mismo tema o si son varios conjuntos, en un ramillete, que se van alternando. No sé cuál es el problema, pero la mujer grita a menudo. A lo mejor el problema es que grita a menudo.
Lo curioso es que al igual que ella grita metiendo jaleo en la escalera, a veces algunos vecinos (y utilizo el plural sabiendo que es un simple mondo y lirondo singular) suben hasta nuestra puerta y nos hacen salir al rellano y nos recriminan que hacemos ruido cuando “andamos” por nuestra casa. Por supuesto que me he plantado en pie de guerra y no pienso dejar que me intimiden, porque eso quiere el vecino, intimidar. No pienso dejar de “andar” por el suelo de mi casa por mucho que le moleste a mi vecino, por muy ofensivo que le resulte. Algún día, tal vez la próxima vez que suba a amenazarnos, le enseñaré las facturas de las clases de levitación a la que asisto todos los martes para hacerle ver que estamos haciendo todo lo posible por aprender a volar, que solo es cuestión de tiempo y que tendrá que tener paciencia hasta entonces.
En cualquier caso, da igual, porque todos sonríen cuando se cruzan en el ascensor. El señor del cuarto y la señora del quinto son sinceros y amables de verdad, se les nota, que siempre sostienen la puerta cuando te ven llegar. Los demás, a veces, sonríen y prefieren subir andando o hacen como que están mirando su buzón para no tener que compartir el espacio. Y no somos nosotros, lo he comprobado: también lo hacen con los demás. Todos juntos se preguntan por su ventura en las reuniones de propietarios con verdadero y efusivo interés, y después no quieren verse nunca las caras en esos veinte o treinta segundos de incómodo silencio del ascensor.
¿Y por qué me preocupan mis vecinos ahora? No, ahora no me preocupan más que antes. Es que estaba intentando encontrar una excusa para hablar de gente hipócrita y mi vecina se ha puesto a gritar, de nuevo, y me he acordado de que a nosotros no nos está permitido andar por la casa pero la vecina puede ponerse a gritar todos los días por el patio a la hora de la cena. ¿Y por qué quiero hablar de hipócritas? Porque aunque llevan viviendo con nosotros desde los albores de la Humanidad, nunca han dejado de estar de moda. Es un estilo… o, más bien, una forma de vida que se renueva a sí misma con cada giro de las tendencias sin dejar de conservar su peculiar idiosincrasia.
Según un peculiar diccionario al que acudo frecuentemente,
hipócrita, mojigato y puritano son tres palabras relacionadas entre sí pero que no son exactamente sinónimos. Un
hipócrita es el que tiene varias caras, un
mojigato es el que se ruboriza por cualquier salida de tono y
puritano es aquel que no soporta los defectos de los demás en nombre de su propia perfección (supuesta, por supuesto). Estos tres personajes, representados a la vez en un solo individuo o en diferentes tipos de ellos, siempre están presentes en la sociedad, y su papel principal se va alternando con el paso de los tiempos. Quiero decir que, por ejemplo, en tiempos de Jesús los hipócritas eran los fariseos, perfectos judíos; siglos después los hipócritas fueron cierto tipo de cristianos que se creían superiores a otro cierto tipo de cristianos. Habría que investigar quiénes son ahora los hipócritas (¿los políticos, tal vez?) y quiénes ostentan el cargo de mojigatos. En el fondo, lo que quiere decir es que
el puritanismo, la mojigatería y la hipocresía no tienen nada que ver con el hecho religioso, no tienen nada que ver con el sistema de creencias de nadie. Es una cuestión de roles sociales.
Por eso los objetos de la ira de los mojigatos se renuevan también con el tiempo. Aquella cuestión que hizo levantar todas las alarmas en cierta ocasión y que simbolizaba el fin de la civilización y de la moral acabó pasando; se cambió por otra cosa, perdió su fuelle. Hagan memoria, verán que tengo razón. Pasado un tiempo prudencial otro objeto de ira volverá a alzarse y volverá a ser el símbolo del fin de la civilización y de la moral.
Es cierto que el monólogo final de Molly Bloom en el
Ulises de James Joyce es un poco subido de tono. Es cierto. También que es una obra maestra de la literatura y que, en realidad, dice cosas subidas de tono, pero no cosas falsas. Es cierto que sigue siendo un tanto irreverente incluso para haber sido escrito en 1922, cuarenta años antes de la revolución sexual de los sesenta y ochenta años antes de nuestro modernísimo siglo XXI. Si ahora nos resulta incómodo, a las señoras mojigatas de su época el libro les soliviantó. Pero se lo perdonamos precisamente por eso, porque podríamos soportar que nos suba los colores, que nos haga una representación muy subjetiva de lo que es el sexo sucio, pero no podríamos perdonarle a Joyce que no lo hubiera escrito. Ya sé que decirlo así,
a posteriori, suena un poco extraño, pero se lo tenemos que perdonar. Además, tal y como está escrito hay momentos en los que, en las idas y venidas del tema, tienes que pararte un segundo, regresar con los ojos a la línea anterior (espera, espera, ¿ha dicho
eso que ha dicho?), releer, siempre en vilo, siempre en suspenso, sintiéndote flotando en el espacio intermedio de las neuronas hiperactivas de Molly Bloom. No sabría decirlo, es la primera vez que me enfrento al
Ulises. Uno de esos libros que cualquier filólogo pedante que se precie debería intentar leer. Lo peor es que me gusta, me encanta, porque tiene la fabulosa capacidad de absorberte como ningún otro libro ha conseguido jamás en un bucle de estupideces sin sentido. Y luego, después de unos párrafos, comprendes que no han sido tan sin sentido.
Lo malo de la mojigatería es que su punto de vista es tan reducido (viven como si miraran el mundo por el agujerito hecho a la tela bajo la que se esconden) que no son capaces de entender de qué está hecha la realidad. No son capaces de entender que aunque nos resulte reprobable, la clase de sexo sucio y de inmoralidad de la que habla Molly Bloom existe, es inevitable. Es inevitable que alguien hable de ello en algún momento, porque parte de la razón de ser de la literatura y del arte es hablar de lo que no se habla, es narrar lo más cotidiano, o lo más extraordinario, pero sea como sea huir de los lugares comunes y probar a hacerlo de nuevo. Al menos la buena literatura trata en parte de eso.
Lo dicho: la mojigatería cambia de cara, cambia de voces, pero permanece. He visto que la última gresca gorda ha sido con La Cabaña, de Paul Young, donde en cierto momento se ofrece la idea de un Dios en femenino, y entonces volvimos a escuchar la adorable voz de los mojigatos.
No me creo eso que dijo una pobre modelo con poco cerebro, que en nombre de sus “terribles sufrimientos”, sin querer salir de la habitación de su hotel para la entrevista, dijo: “Si Dios existe, no creo que a ella le moleste”. “¿Ella?”, preguntó el periodista. “Sí, estoy segura de que es una mujer”. Porque menuda tontería dialéctica, que sin creer en la existencia de Dios seas capaz de asegurar su condición. Pero lo cierto es que en la Biblia misma, con toda su increíble misoginia cultural traspapelada dentro, no termina de resolver esa duda, y sin duda, si no la resuelve, será porque es cierto: que si Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza, los creó
varón y
hembra. Curiosa lectura, ciertamente inspiradora. Hasta Jesús nadie tomó el testigo de ese detalle inadvertido. Entonces,
¿de qué se quejan los mojigatos? ¿Creen en un Dios que se convirtió en paloma pero consideran un insulto su faceta femenina?
Lo único cierto es lo que dije antes: la ofensa pasará, se olvidará, otros seguirán leyendo
Ulises,
La Cabaña, se seguirán ruborizando, seguirán dándole vueltas a las ideas que proponen, el mundo seguirá avanzando, nuestro mojigatos serán sustituidos por otros.
Todo esto pasa, en un ámbito cristiano, por
sobreinterpretar las palabras de Pablo (
No erréis; las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres, 1 Co 15.33). Pero, ¿por qué han existido mojigatos y puritanos, sin embargo, antes y después de esta advertencia? Sin que lo que dice Pablo deje de ser cierto, quien verdaderamente cree en un Jesús que tocaba leprosos y se iba de cena con prostitutas poco debería tener en cuenta la categoría moral del objeto de su ira.
Somos libres para apartarnos de lo que nos resulte molesto e incómodo. Somos libres para huir de aquello que sepamos que nos va a causar problemas, pero no debemos aceptar que en nombre de Cristo coarten esa misma libertad en otros. Menos puritanismo, un poco más de luz al mundo, ya vino quien puede salvarnos si nos manchamos de barro en el camino.
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