Se cree que para el año 2011 se habrá alcanzado la cifra de los 7.000 millones de personas. La consecuencia directa de este crecimiento demográfico ha sido básicamente la aparición y consolidación de dos grandes mundos bien diferentes. Por un lado, el mundo desarrollado que está poblado por algo más de mil millones y que posee una tasa de natalidad muy baja y, por otro, el subdesarrollado que presenta un elevado número de nacimientos y pronto llegará a los cinco mil millones de criaturas.
Este aumento de la población incide sobre la miseria y la degradación del medio ambiente. Más del noventa por ciento de los nacimientos ocurren en países en vías de desarrollo que no están preparados para soportar sus consecuencias. En la actualidad, alrededor de un cuarto de la humanidad vive en unas condiciones que le impiden cubrir las necesidades básicas de alimentación, alojamiento y vestido.
Hay cientos de millones de personas que sólo disponen de las cuatro quintas partes de la comida necesaria para subsistir, lo que les condena al raquitismo y la vulnerabilidad ante las enfermedades o la muerte prematura. Casi la tercera parte de la población de los países en vías de desarrollo carece de agua potable segura, lo que provoca la proliferación de múltiples infecciones microbianas. Más de quince millones de niños menores de cinco años mueren cada año por culpa del hambre o de dolencias que serían fáciles de prevenir y curar en el primer mundo.
Pero la misma pobreza y la elevada tasa de mortalidad contribuye también, aunque parezca paradójico, al crecimiento de la población. La relación entre pobreza y aumento demográfico es como una pescadilla que se muerde la cola. Ambas se influyen mutuamente. La miseria existente en los países en vías de desarrollo no proviene de la superpoblación sino a la inversa. La miseria es la causa real del número excesivo de nacimientos. Las parejas pobres desean tener muchos hijos para disponer así de más ayuda en el sostenimiento familiar y de una cierta seguridad en la vejez. Pero también el acceso de tales familias a los métodos anticonceptivos eficaces resulta difícil o completamente imposible. Algunos demógrafos calculan que el aumento de la población mundial continuará a un ritmo aproximado de unos 90 millones de habitantes cada año, aunque esta tasa, según se cree, terminará por estabilizarse a finales del presente siglo XXI entre los 15.000 y 20.000 millones. Por supuesto, se tratan de previsiones hipotéticas a largo plazo basadas en el crecimiento actual.
Lo que sí resulta seguro es que por todas partes parece corroborarse la misma tendencia: los países ricos se hacen cada vez más ricos y los pobres más pobres. Pues bien, estas dos inclinaciones, por opuestas que sean, contribuyen a incrementar la actual crisis ecológica que padece el planeta. Diferentes perturbaciones por toda la biosfera están emitiendo claras señales de alarma. Desde el punto de vista medioambiental, es más grave el tipo de progreso económico que el propio crecimiento de la población. Los gobiernos de las naciones poco desarrolladas sobreexplotan sus recursos naturales con el fin de pagar la deuda externa. Los pobres se ven obligados a destruir bosques, degradar suelos y esquilmar ecosistemas para alimentarse, mientras que los países industrializados, con mucha menos población, contribuyen también al deterioro ecológico pero en mayor proporción, mediante las emisiones de gases que provocan el calentamiento atmosférico, la destrucción de la capa de ozono o la lluvia ácida.
Otro injusto récord alcanzado durante el año 1998 fue el desenfrenado crecimiento del consumo. La elevada cifra de 24 billones de dólares fue invertida en la adquisición de bienes y servicios durante ese período. Seis veces más que en 1975. Pero lo más preocupante de este dato es que el 86% de ese dispendio mundial correspondió tan sólo al 20% de la población del planeta, a los países ricos. Un dato más que certifica el constante aumento de las diferencias entre ricos y pobres.
¿Cuál es, por tanto, el futuro que nos espera? ¿Hasta dónde es posible seguir creciendo? ¿Hasta los 35.000 millones de población máxima para la tierra que proponen algunos? ¿Podrán las políticas de población solucionar el problema de la explosión demográfica? ¿Es ético aplicar tales políticas? ¿Sería recomendable, por otro lado, fomentar los nacimientos en el mundo industrializado, que es el que presenta hoy una baja natalidad?
Todos estos problemas obligan a promover soluciones eficaces ya que parecen poner término a una cuestión fundamental: la supervivencia de la propia humanidad.
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