Muchos de nosotros los seres humanos pasamos por la vida mudos. No cantamos ni en misa. Hablamos, sí. Hasta por los codos. Y a veces hasta incoherencias de las cuales, si el texto bíblico es veraz (y lo es, sin duda) tendremos que algún día dar cuenta. Pero cantar, lo que se dice cantar... Deberíamos aprender de las aves y de los pequeños animalitos de Dios como la ranita coquí, ciudadana exclusiva de la Isla del Encanto, la hermosa Borinquen.
¿Por qué cantan ellos/ellas si no razonan y nosotros, que sí razonamos, no lo hacemos? Quizás sea, precisamente, por eso. Porque la capacidad de razonar nos ha complicado de tal manera que no nos queda tiempo para pensar en Aquel que nos hizo a su imagen. Y que puso dentro de nosotros, al mismo nivel que el sentido de eternidad del que nos habla el Eclesiastés, esa virtud que el mundo nos ha ido robando.
Dios se deleita con el canto de sus criaturas. Porque el canto, como el amor, forman parte de los materiales elementales que Él usó para dar vida a todo lo que existe.
A veces me levanto por las mañanas con una canción en la mente. Puede ser un himno, un bolero o una tonada chilena. O un chiste o una broma, pero en estos casos no canto sino que río.
“Que grande que viene el río
Que grande que va a la mar
Si lo aumenta el llanto mío
¿Cómo grande no ha de estar?
Si lo aumenta el llanto mío
¡Cómo grande no ha de estar”! (
canción tradicional chilena)
Y la canto y la canto mientras voy y vengo cien, mil veces, hasta que la dueña de casa se aburre y me grita desde el dormitorio: “¡Pará, gordo, pará!” (Nota: Esto de “pará, gordo, pará” solo lo entenderán los que recuerden la historia del gordo aquel.)
¿Por qué canta el coquí? ¿Por qué canta el sinsonte? ¿Por qué cantan las estrellas y los astros? ¿Por qué canta el viento y las hojas de los árboles y las ondas del mar? ¿Por qué cantan los delfines y las ballenas? ¿Por qué canta el grillo y la cigarra? ¿Por qué canta el río cuando desciende, rumoroso, desde las altas montañas hasta confundirse con el océano donde desemboca para seguir viviendo una vida diferente pero similar?
Amigos míos. El universo es una canción que no para. Toda la creación canta a Aquel que la creó. Unir nuestras voces a los seres irracionales que en esto demuestran ser mucho más racionales que nosotros es poner en acción un don divino. Dejemos que los científicos incrédulos y los racionalistas escépticos sigan buscando en los huecos negros el origen del Universo; y que se sumerjan en las explosiones de las grandes novas y de las super estrellas mientras nosotros nos deleitamos viendo la mano creadora de Dios en cada cosa que existe en este mundo.
Y cantamos al Creador teniendo como leitmotiv su Creación. Recordando que bastó su sola palabra para que surgiera, de la nada, todo lo que existe. Esto es inconcebible para el que no cree, pero para los dichosos que sí creemos, es una verdad incomprensiblemente hermosa.
El hombre ha inventado cantos espurios, como el de las máquinas registradoras de los supermercados que cantan de la mañana a la noche su rima monótona que al único que alegran es al millonario dueño del negocio que se deleita viendo cómo con cada nota se hace un poco más millonario. “Necio: Esta noche vienen a pedir tu alma y todo lo que has acumulado ¿de quién será? No te preocupes que será de tus herederos que cuando tu cuerpo aun no se haya enfriado, comenzarán una disputa a garrotazo limpio para ver quién logra quedarse con la tajada más grande”.
Hay cantores cristianos (si quiere, llámelos artistas) que les ponen tarifa a sus cantos. “Si no hay chavos, no hay concierto” dicen. Y exigen que se les pague. Y que se les pague bien. Y que se les hospede a ellos y a su troupe en hoteles de cinco estrellas, que se les alimente con caviar y que el agua mineral se la traigan directamente de Francia. Estos, tan populares hoy día, no se dan cuenta que su arte apenas alcanza a rasguñar la epidermis de las emociones y que muy pocas veces pasa de allí.
Y Jesús les dijo: “El Hijo del Hombre no tiene dónde reposar su cabeza¨.
Alguna vez, hará de esto casi sesenta años, tres muchachos: uno ya fallecido y los otros dos ya jubilados aunque uno por lo menos, más activo que nunca, hicimos un viaje de varias horas por mar. Recostados sobre sacos de trigo, cajones con tomates, quintales de harina y un sinfín de otros productos alimenticios que una goleta llevaba a un punto determinado en la Isla Grande de Chiloé (perdónenme de nuevo, pero esto de la Isla Grande de Chiloé lo entenderán solo los que saben de ella) nos propusimos pasar la travesía cantando. E hicimos lo que los elefantes cuando, formando una fila india, van caminando parsimoniosamente tomados con sus trompas de la cola: Unimos el final de un himno con el comienzo del siguiente. Así, se nos hizo de noche y nosotros no paramos de cantar. En ese tiempo no lo pensamos pero quién sabe si nuestra ocurrencia llamó la atención en algún rincón del cielo y quizás si un ángel chismoso haya corrido a contarle al Padre la idea tan original de aquellos tres muchachos perdidos en los vericuetos de aquel archipiélago del sur chileno.
En la sede administrativa de la Misión Latinoamericana en Miami Springs, Florida, donde ALEC y yo tenemos nuestras oficinas, me gusta ir cantando por los pasillos cuando tengo que salir de mi escritorio. Canto cualquier cosa: Mi amparo es Jesús, Estando yo en el camino, Me hirió el pecado, Cuán grande es Él, Nunca Dios mío cesará mi labio, Roca de la eternidad, Al Cristo vivo sirvo. Pocas veces logro pasar de la primera estrofa, pero voy cantando. Hay otro que en lugar de ir cantando, va silbando. Cuando, en medio del rumor del teclado de mi computadora escucho ese silbido, sé quién va o quién viene. Este prójimo que hace un tiempo estaba tan enfermo que temimos que se nos fuera, se le ve ahora rozagante y lleno de vida. ¿No habrá tenido algo que ver la silbidoterapia con su recuperación?
Ojalá algún día otros se animen a expresar el gozo y la gratitud a Dios cantando, quizá no como el coquí o el sinsonte pero aunque sea como las hojas de los árboles que lo hacen al impulso de la brisa o del viento huracanado. Y a propósito, ¿se han fijado que mientras más recio es el vendabal, más potente es el canto del viento, de los árboles e incluso de seres tan irracionales como los alambres del tendido eléctrico?
La rana coquí, distinguida ciudadana puertorriqueña que, según dicen los expertos se resiste a vivir en otro lado del planeta, no solo hace de las noches isleñas algo excepcional sino que no cesa de darnos lecciones objetivas: canta en la oscuridad de la noche. El canto nocturno es tipo del canto en tiempos difíciles; el canto en medio de la noche pareciera traer la luz si no al medio ambiente, al espíritu.
Acostumbrémonos a cantar. A cantarle a la vida. A cantarle a la amistad. A cantarle al amigo y también ¿por qué no? al enemigo. (Las batallas libradas en el terreno de las enemistades y de los odios se ganan más fácilmente con una canción a flor de labios.) A cantarle al trabajo. A cantarle, incluso a las pruebas que a veces se tornan más difíciles que la noche más oscura.
Aprendamos del coquí puertorriqueño. ¡Ah! Y otra cosa. El coquí no busca exhibirse ni busca forma alguna de protagonismo. Ni cantando ni en silencio le gusta mostrarse. Tampoco cobra por cantar.
¡Cuántas enseñanzas nos faltan aún por aprender para sacarle el auténtico provecho a la vida!
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