Lo clásico es y será el ¡hágase la luz! de la inteligencia: desde su vientre universal podemos mandar al diablo las más crueles ignorancias.
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Cómo agradezco este frío de mayo: unos tienen ganas de ir por el sol, pero yo escribo más a gusto en medio del otoño primaveral.
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No a la diestra; tampoco a la siniestra: al centro del Evangelio, que no es reino de oscuridad ni de óxidos ciegos. Es dulce corazón y escalera de emergencia; es pan para la orfandad de vivir, pero también es sobresalto para quien esquiva el lazo obligante de amar ayudando a los demás.
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Un ojo de agua y, revoloteando sobre los juncos, coloridas mariposas.
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Que la angustia no te queme vivo.
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Tengo una deuda con los ríos y siempre quedo a punto de lanzarme a bracear en sus aguas. Nací entre dos caudalosos ríos de la Amazonía peruana. Estoy por esta meseta, pero ellos me responden desde su lejanía. Mientras, tengo al Tormes a diez metros de mí, fluyendo eternamente hacia el mar de Oporto.
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Nos volvemos aire, ¡eso es lo que nos volvemos!
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La sonrisa es el lenguaje silencioso del cariño.
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Tras un incendio de rastrojos por el páramo zamorano, Raimundo, poeta y cantautor, encontró el cuerpo quemado de una gallina: al levantarlo comprobó que allí estaban sus polluelos, vivitos y coleando. “Así es el amparo del Señor hacia aquellos que en verdad creen en Él”, dijo este creyente que ya camina junto a Cristo, el Poeta de los poetas. Tal hecho lo comentó Nino Martínez, un hermano de la fe que por doquier expresa su amor al prójimo.
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Mucho ya has ganado intentando ganar batallas perdidas.
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Ato tu torso con el mío, y el deseo se refina y vive Dios en los dos, pues no se agota el rocío de su cielo.
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Iré al Sur. He aquí mi derrotero cuando en espíritu traspase los océanos.
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Frustraciones lleva grabadas en su rostro. Tan ‘espiritual’, pero amarguras expone en su terco rostro de mujer.
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Cuestiona el “Yo” aquel descontento en su jaula de aséptico blindaje. Se escuda en el “Nosotros” aquel que desea eludir compromisos directos: Santa idolatría del “Nosotros”. Prefiero a quien dice “Yo” con las dos manos abriendo sus graneros o habitaciones, al otro que dice “Nosotros” y nunca comparte ganancias o abrazos.
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El no decir las cosas claras, el dar rodeos por si el tiempo escampa: Malo, malo. No olvidemos el mal ejemplo del presidente Zapatero, quien ha ido desde no querer mencionar siquiera la palabra “crisis”, hasta hacer un ajuste impropio a las ideas que dice defender. En este país el que más tiene es el que menos aporta, proporcionalmente, para sostener las prestaciones comunes.
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Yo siempre me alegro de los logros de los demás, hasta de quienes, infructuosamente, han pretendido silenciar o denigrar mi trabajo. Esto último lo hago por caridad cristiana y porque entiendo que así no perderán su valioso tiempo en maledicencias o emboscadas. Un periodista y escritor salmantino que trabaja en Valladolid para la Junta de Castilla y León, acaba de escribir esto tras la lectura de un artículo sobre mi poesía: “Lo primero: mi enhorabuena por una crítica tan buena y tan merecida. Es curioso que se tenga mayor claridad para hablar de tu obra desde miles de kilómetros de distancia que desde la puerta de enfrente. La envidia es una compañera de viaje peligrosa y el talento molesta a los mediocres, lamentablemente multitud. Me alegro mucho por ti. Es una satisfacción leer palabras tan acertadas sobre la gente que quieres”.
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El amor multiplica al amor.
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La querencia se mide mejor cuando tú no tienes nada que ofrecer, salvo el Amor desnudo, los afectos transparentes de tus cien generaciones y la Palabra sin revés.
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Gran locura no es ser cristiano sino ser avaricioso.
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¿Menosprecias lo que estimas irrelevante? ¿De cierto no sabes que la vida se nutre del inmenso beneficio de lo pequeño?
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Doblegado estoy a la sabiduría, venga de Eclesiastés, de la Naturaleza o de la Universidad de la Vida.
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¡No sigáis hilvanando palabras vacías que despedazan el sentido primero del ejemplo de Cristo!
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El infarto financiero, que nació de la codicia, está sirviendo de biombo para que muchos sean peores de lo que ya eran.
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Tanto insistir en la moral sexual, tanto recato escénico, tanto atacar las perversiones mundanas, cuando por un lado y otro aparecen las puntas de unos iceberg que bien seguro avergüenzan al Cristo que decimos llevar dentro.
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Esto opina el teólogo José María Castillo, católico: “Nadie me puede quitar de la cabeza la idea de que, si tenemos que soportar la vergüenza de los escándalos de abusos sexuales de tantos clérigos, eso no se debe sólo a la fragilidad de la condición humana. Eso, por supuesto, es verdad. Pero el triste espectáculo, al que estamos asistiendo, no se explica sólo porque somos humanos. Tampoco creo que la cosa se explique por el celibato de los curas. Y, menos aún, por la extravagante explicación que le ha buscado el cardenal Tarsicio Bertone: la homosexualidad. A mí me parece que el problema de fondo está en la teología que, desde hace bastantes décadas, se viene enseñando en los seminarios y centros de estudios eclesiásticos. Me refiero a la teología que ha dado pie a los Catecismos que ha aprendido el pueblo cristiano. Y a la teología que subyace al Código de Derecho Canónico. Una teología que ha exaltado de tal manera la obediencia a la autoridad religiosa, que esa autoridad se ha sentido en el derecho de ocultar a los delincuentes. Y, lo que es peor, una teología que les ha metido en la cabeza a los jerarcas de la Iglesia el convencimiento de que ellos podían vivir al margen de las leyes civiles. Una teología que, quizá sin pretenderlo, en definitiva concede más importancia a la buena imagen de la Iglesia que a los derechos de las víctimas de esa misma Iglesia. O sea, una teología tan disparatada, que nada tiene que ver, en los asuntos indicados, con lo más elemental del sentido común y de las enseñanzas del Evangelio”.
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Veamos qué enseña el Evangelio; oigamos qué nos dice Jesús respecto a los niños, máximos referentes en la ciudadanía de su Reino: “A cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgara al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiera en lo profundo del mar” (Mat. 18,6. Pero también Mar. 9,42 y Luc. 17,2).
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Un hijo se alambica en una noche. Pero luego, durante largo tiempo, debes tener encendida la linterna que guíe sus pasos.
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