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Lanzar un SOS no es de cobardes

Las personas somos fuertes o débiles según el color del cristal con que miremos. Si pensamos en las muchas posibles amenazas a nuestra vida, a nuestra integridad, a nuestra salud emocional… que podemos encontrarnos a lo largo de nuestros días, sin duda llegaríamos a la conclusión de que somos tremendamente frágiles. Prácticamente cualquier cosa puede dañarnos y sólo somos conscientes de ello en una mínima parte (algo que, por otro lado, quizá es hasta de agradecer, ya que lo contrario supondría
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 07 DE MAYO DE 2010 22:00 h

Desde otro prisma, el de la adaptación, la superación, la solución de problemas y la búsqueda incesante de recursos, quizá el ser humano no puede ser considerado tan débil, sino más bien una criatura fuerte que se amolda a las diferentes situaciones conforme éstas van cambiando. Pero, en esa lucha contra la inclemencia de las circunstancias, el individuo debe anclarse en algún punto de apoyo, algún elemento que aporte fuerza, sustento y, ¿por qué no?, hasta ideas brillantes cuando las posibilidades individuales reales de resolución de problemas están bajo mínimos. Si esto no fuera así, estaríamos hablando de súper-hombres y súper-mujeres que no necesitan de nada ni nadie para afrontar los retos de su cotidianeidad. Si al lector le parece tan absurda como a mí esta última idea, la de la autosuficiencia llevada al extremo de lo absoluto, entonces, queridos míos, estamos ante una realidad inapelable: necesitamos ayuda, más allá incluso de que queramos reconocerlo o no.

Para muchas personas este asunto de aceptar que solos no pueden no supone ningún problema. Y son verdaderamente afortunados en este sentido porque, sin duda, el principal obstáculo para que alguien dé el valiente paso de pedir ayuda a otro es reconocer que, sin esa ayuda, difícilmente se saldrá adelante. Muchos, sin embargo, viven el dilema de solicitar socorro como una forma de humillación. Se dicen de forma inconsciente “Si pido ayuda, se me verá débil, me cuestionarán, no se me tomará en serio”. Pero es que la paradoja de este asunto está, justamente, en que la fortaleza del supuestamente débil es tener la valentía de reconocer que, por sus propios medios, o bien no saldrá del problema, o bien no lo hará de forma eficaz, airosa o económica en lo que a tiempo y recursos se refiere.

Si la inteligencia consiste, efectivamente, en usar los medios al alcance de uno para conseguir un fin y los que tenemos cerca son un recurso para resolver la situación problemática que nos aqueja en ese momento, pedir ayuda resulta ser (¡sorpresa!) una conducta inteligente. Y la inteligencia, qué duda cabe, no es ninguna debilidad. Más bien una de las más ansiadas fortalezas y, especialmente, en tiempos de crisis y dolor.

¿Por qué, entonces, somos tan reacios a veces a la hora de pedir ayuda de otros? En no pocas ocasiones damos por hecho que los demás variarán (a peor, por supuesto) la imagen que tienen de nosotros. Otras veces ni siquiera queremos intentarlo porque damos por hecho que no se nos podrá ayudar (cometiendo el tan famoso “error del adivino” que consiste en anticipar, como si de videntes se tratara, lo que nos acontecerá en el futuro). En otras circunstancias, por ejemplo, no nos anima a pedir auxilio la persona a la que habremos de solicitarlo (quién sabe si por pasados conflictos). Y la lista podría ser inagotable, abarcando tantas posibles razones para no pedir ayuda como personas dolientes por alguna situación. Pero nada de eso cambia una misma realidad: seguimos sin poder solos y la ayuda de otros se constituye, a veces, como el único recurso verdaderamente útil a nuestro alcance.

Pensemos por un momento en qué aporta la ayuda de otro que puede ser tan valioso en el afrontamiento de un problema, cualquiera que éste sea. Quizá esa reflexión puede ayudarnos a derribar tantas barreras que cultural, social e individualmente hemos ido construyendo en aras de conseguir el tan ansiado súper-hombre que anhelamos encarnar pero que, reconozcámoslo, tan lejos queda de lo que aún somos o incluso podemos, de forma honesta, aspirar a ser.

- Cuando, ante el problema, hay otro con nosotros, no estamos solos. Esto, que puede parecer una obviedad, es la esencia de la relación de ayuda: hacer saber a quien sufre que tiene alguien más cerca en quien apoyarse en caso de necesitarlo. Muchos no sabemos valorar suficientemente la presencia de otros ante nuestros problemas, pero somos bien conscientes, por el contrario, de lo que se siente cuando estamos solos ante la crisis. Y es que esa sensación de soledad, de abandono, produce una de las tristezas más profundas que probablemente el ser humano es capaz de experimentar.

- La presencia del otro en una relación de ayuda supone el compromiso del acompañamiento y de la implicación. Quien asiste de verdad y adecuadamente no es un observador pasivo, sino que “se moja” cuando la situación lo requiere y ejerce de muleta en momentos de cojera. “Estar” forma parte del “ayudar”, pero no lo es todo, sino que va mucho más allá de la simple presencia y trasciende hasta el punto de que el sufrir del otro llegue a dolernos a nosotros también, aunque sea en cierta medida.

- Las personas no se ayudan unas a otras siempre porque puedan resolverse los problemas, sino precisamente para que el dolor que produce la imposibilidad de solucionar una situación no derive en una complicación añadida. El caso más típico es el del duelo ante la muerte de un ser querido. ¿Para qué pedir ayuda si esa persona ya no volverá? La realidad es ésta: la ayuda no consiste en devolver a la vida al ser perdido, sino favorecer la integración a la vida de la persona que sufre, amortiguando su dolor, siendo un bálsamo a su herida y poniendo los cimientos para una recuperación que, si ha de afrontarse de manera aislada, puede eternizarse o, incluso no darse en algunos casos.

Sin duda que pedir ayuda es una asignatura a menudo difícil. Se vive como una cierta forma de humillación porque significa tener que renunciar a la idea de invulnerabilidad y omnipotencia que a veces alimentamos hasta la extenuación, casi sin darnos cuenta de que lo hacemos. La independencia y la búsqueda de vivir la vida sin necesitar a nadie se han convertido, en último extremo, en valores en sí mismos dentro del tipo de sociedad en que estamos insertos. Pero a veces nos dejamos la piel inútilmente en esa búsqueda absurda de intentar ser Dios.

Pedir ayuda implica, finalmente, delegar en otro, reconocer que, aunque sea de forma temporal, “solos no podemos”. No aceptar nuestras limitaciones, en definitiva, no nos hace más fuertes. Más bien retrasa el momento inevitable en que tendremos que rendirnos a la realidad de que nuestra fortaleza en la debilidad a menudo está en la ayuda que otros pueden proporcionarnos.

Desde la perspectiva eterna, universal, la que tiene que ver con nuestra vida en mayúsculas, esto tampoco funciona de forma diferente. Sigue siendo para muchos una debilidad “delegar” (como si alguna vez la hubiéramos tenido en nuestra manos) la salvación que no pueden conseguir por sí mismos en Aquel que era el único que podía conseguirla, Jesús mismo, sacrificado y muerto en la cruz, pero resucitado al tercer día para venir, justamente, “en rescate por muchos”. (Mateo 20:28).

Dios nos ayude a ser esas personas lo suficientemente “débiles” (pero inteligentes) como para, reconociendo nuestra situación, hacer acopio de la valentía suficiente para pedir ayuda, respecto a lo terrenal y a lo venidero haciéndonos, así, verdaderamente fuertes, verdaderamente libres.

“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, que yo os haré descansar”
(Palabras de Jesús en el Evangelio de Mateo 11:28)


 

 


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